Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

miércoles, 15 de julio de 2020

NOSTALGIA DEL CONFINAMIENTO Propuesta para un léxico de la pandemia Covid-19

          NOSTALGIA DEL CONFINAMIENTO  
 Propuesta para un léxico de la pandemia Covid-19
                                

El 14 de marzo de 2020 va quedando atrás.

Desconfinado, desescalado, normalizado en la Nueva Normalidad, pero aún desconcertado, entristecido y asustado ante un futuro más incierto que nunca, escribo estas palabras introductorias a mi léxico covídico ya en plena canícula, cuando una de esas tontas esperanzas que se apuntaban entonces, la ingenua creencia de que con el calor el virus desaparecería, se ha desvanecido estrepitosamente.

Me vienen últimamente a la cabeza imágenes muy concretas de los días de confinamiento: los ruidos de muebles de nuestros vecinos de arriba tras los aplausos cuando se disponían a hacer sus tablas de gimnasia, los zapatos de los tres miembros de la familia que fuimos confinados en Tarragona, a la entrada de casa, junto al radiador; la toalla roja que colgaba en el toallero y que no compartía con nadie, pues tuve miedo de haberme contagiado un par de días antes del confinamiento; los árboles sin hojas que veía cada día pensando que la primavera tardaba demasiado en llegar. Pero sobre todo el bendito silencio, la sensación de asomarme y estar ante un mundo desconocido, ante unas calles que habían dejado de ser calles para ser una extraña ampliación de los campos y la playa. De modo que ahora que vivimos una falsa normalidad, rodeados de potenciales peligros, esperando el momento en que no haya más remedio que cerrar las fronteras y volver a nuestras casas, a veces siento cierta insensata nostalgia de esos días de marzo y abril y de la falsa seguridad del hogar, de esa confortable burbuja que nos acogía, como si solo ella existiera.

Aunque no tuviéramos el virus (los que lo hayan tenido, y lo hayan sobrevivido podrán contarlo: yo no puedo ni debo hablar de una experiencia que no sea mía) vivimos durante esos tres largos meses algo parecido a un proceso de curación, incluso de redención. A través del televisor y los medios el Dr. Simón, Sánchez e Illa nos daban la información del mundo exterior, nos situaban ante las fases de ese proceso. Eramos animales dentro de un Arca de Noé, a salvo de las aguas embravecidas del Gran Diluvio Universal. El confinamiento nos salvaría, había que esperar y confiar en la ciencia. Llegaría el pico de la pandemia y luego poco a poco se aplanaría la curva, y empezaríamos a controlar la epidemia. Nuestro sacrificio tendría su recompensa. Llegaría el buen tiempo y saldríamos a pasear y a hacer deporte, abrazaríamos a nuestros familiares, veríamos a nuestros amigos, nos acicalaríamos en las peluquerías... Desescalaríamos por fases y llegaríamos a la tierra prometida de la Nueva Normalidad. Pero lo que no nos dijeron es que viviríamos un desasosiego aún mayor, con rebrotes por todas partes, con indisciplina en amplias capas de la población, con un temor creciente a que esta pesadilla no acabe nunca.

De modo que pienso si no era preferible sabernos a resguardo de todo peligro, en casita, sin salir, centrados en nosotros mismos, haciendo un reset de nuestras vidas, que vivir rodeados, justo ahora que tenemos la libertad de movernos, de ir y venir, de tanta incertidumbre, esperando la segunda y temible oleada, esperando el Apocalipsis.


ALARMA. Fue la palabra más temida. Busquemos algunos titulares en Internet, cuya lectura nos produce ahora más bien vergüenza:

El miedo al coronavirus es peor que el propio virus

Lo decía el experto en la Covid-19 de La Vanguardia, Josep Corbella el 2 de febrero, un periodista serio de un diario serio. Y su comentario se abría así: Cuando dentro de unos meses haya remitido la epidemia del coronavirus y miremos atrás, ¿qué pensaremos de las medidas que se está tomando ahora para contener la infección? Probablemente que muchas de las acciones fueron desproporcionadas y que el miedo al virus fue peor que el propio virus.”


Eran declaraciones de la consejera de salud, Santos Induráin, el 26 de febrero.

Cinco datos para poner en su sitio la alarma social por el coronavirus:

El Covid-19 tiene una tasa de letalidad estimada del 0,7%, que podría ser menor, y afecta sobre todo a mayores y enfermos.

La gripe común ha causado más muertes en España el año pasado que el coronavirus en todo el mundo a día de hoy

De la web de RTVE, en fecha 3 de marzo.

Fue correcto anatemizar el alarmismo, si por este entendemos las reacciones desesperadas de algunos incívicos como los robos de material de protección en algunos hospitales: algo se dijo de ello, aunque me parece que no se ha querido ahondar mucho en esos hechos, preferimos pensar que todos los sanitarios fueron héroes, esa desgastada palabra. También se condenó a aquella joven que alguien grabó en video en el metro: sentada frente a una mujer de rasgos orientales se cubría la cara con su bufanda, por temor al contagio: alarmismo mezclado de xenofobia. Ahora en cambio sería aplaudida, por autoprotegerse responsablemente.
Sí, las acciones desesperadas son condenables, pero para atajarlas no había más que informar correctamente a la población, no tratarla de menor de edad, y decir la verdad: preparémonos porque lo de China, y lo de Italia, nos puede llegar, nos llegará muy probablemente. Y desde luego no hacer esa comparación estúpida de que la gripe común había matado más gente. Nib decir hasta la saciedad esa especie de necio mantra, de "tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo". 
Lo que nos salva de daños mayores en un accidente es precisamente la alarma, ese ¡cuidado! que alarmados le gritamos al conductor despistado. Yo me temo que precisamente ese empeño de nuestras autoridades en el “no debemos crear alarmismo social”  fue la excusa para la inacción, o al menos para una acción poco decidida.
Qué sarcasmo que, tras anatemizar la alarma, el 14 de marzo el Gobierno tuviera que declarar, precisamente, el ESTADO DE ALARMA. Las palabras nunca perdonan.


APLAUSOS. Ignoro si la idea de aplaudir a médicos y personal sanitario a determinada hora se inició en algún lugar concreto, de China o Italia, o surgió espontáneamente en todas partes. En nuestro país alguien entre los muchos que frecuentan las redes sociales debió hacer un “pásalo” sugiriendo esa hora, razonable para los usos españoles y la época del año, y a velocidad viral (con o sin Covid-19 la viralidad es una de las señas de identidad de nuestra época) acabó llegando a todos los hogares.
Aquellos días se aplaudía con entusiasmo. Todo el mundo salía a ventanas y balcones. En mi calle había tanta ansiedad por aplaudir que de hecho se empezaba dos o tres minutos antes de las ocho. Oías el estruendo y dejando cualquier cosa que estuvieras haciendo, salías como un autómata a unirte a la comunidad, porque lo que creó ese aplauso fue una comunidad ciudadana, una espontánea alianza que trascendía toda otra forma política asociativa. Uno de mis recuerdos más entrañables del periodo de estricto confinamiento era oír los aplausos que desde el otro lado del piso iba dando mi mujer mientras caminaba a la terraza donde yo, que solía estar más cerca ya aplaudía: aún oigo el eco de sus vibrantes palmadas en mi cerebro.
Los árboles aún no habían brotado (vivimos en un primero y frente al balcón están las copas rebosantes de hojas: solo estirando el brazo las puedo tocar) de modo que veía las caras de los del otro lado de la calle. Unos a otros nos mirábamos, casi por primera vez, aunque inadvertidamente nos hubiéramos cruzado antes, como si de hecho nos aplaudiéramos unos a otros y no al personal sanitario que en sus hospitales luchaban contra aquella nueva y desconcertante enfermedad, tan global que su nombre es el mismo en todas las lenguas del mundo: Covid-19.
Oí decir a alguien en mi entorno, mostrando quizá esa especie de espiritualidad cívica del momento, que había que concentrarse en las manos, pues una representaba al sanitario y la otra era como la palmada de ánimo, de solidaridad, que le dábamos. En cualquier caso, se trataba de una ceremonia colectiva: esa ceremonia unió a todos, traspasando las fronteras de nuestras tristes naciones. Toda Europa acabó aplaudiendo a la misma hora, un gesto global, casi el único, para enfrentarse a un virus global.
En casa me decían que aplaudía fatal, con las manos cóncavas, con lo que producían un sonido cavernoso, como de tablao flamenco: en esos días aprendí a aplaudir con las palmas extendidas, produciendo un sonido más alegre.
Los aplausos, como el desconfinamiento, también tuvieron sus fases. Del aplauso emotivo del principio se pasó a un aplauso normalizado, y de este al aplauso rutinario, de trámite, y al final los aplausos se fueron apagando en una lenta y triste decadencia: hacia mediados de mayo apenas se oían y siempre llegaban de lejos. También, en mi caso, los árboles, con su espectacular eclosión primaveral, hicieron lo posible por romper aquella comunicación visual entre vecinos: se oía un rumor lejano, pero no se veía ya a nadie.
Por otra parte, algunos sanitarios habían expresado en vídeos, entrevistas y comentarios, su recelo o temor ante un gesto vacío, e incluso hipócrita, si la sociedad entera no se concienciaba de su escasez de medios, del riesgo tremendo al que estaban sometidos y de los salarios insuficientes: no nos aplaudan tanto ahora, no somos héroes, solo cumplimos nuestro trabajo, venían a decir, pero por favor: sean conscientes de lo que significa una buena sanidad pública y apoyen nuestras reivindicaciones.
Entiendo ese recelo: sí, los países mediterráneos somos muy de aplaudir, de expresar emociones en el momento adecuado (lágrimas, abrazos, aplausos, buenas palabras) pero no tanto de transformar los buenos sentimientos en acciones, en actitudes cívicas.
Me llevó unas cuantas semanas comprender que, aunque no lo supiéramos, a quienes aplaudíamos era en realidad a nosotros mismos.

ÁRBOLES. Nunca se acaba de conocer a los árboles. Los de la calle, de hoja caduca, estaban pelados en marzo, un puro esqueleto de ramas escuálidas. En una de ellas, como un vestigio del otoño, aún quedaban unas hojitas amarillas que no habían sabido o no habían llegado a tener la oportunidad de caer. La necesidad de salir al balcón, como un triste sustituto de la calle en la época del confinamiento estricto, me hizo verlos con otros ojos. Estaban allí desde que vinimos a esta ciudad y a esta casa, quince años atrás, pero era como si no los hubiera visto todavía. Un buen día vi los nuevos brotes apuntando ya en aquellas frágiles ramitas y poco después, muy lentamente, con mucha timidez, empezaron a brotar las hojas.
El confinamiento, con su brusca irrupción en nuestros vidas había traído nuevas rutinas: la de los aplausos era colectiva, pero cada uno fue forjando las individuales: mi mujer adquirió la costumbre de fotografiar cada día el árbol delante de la terraza.
En cambio los de atrás, los de la zona comunitaria, siempre idénticos a sí mismos, pues son de hoja perenne, nada nuevo me han trasmitido: lo que me han aportado en esta casa, me lo aportaron ya al principio. Son tres, en fila india, el de en medio con una copa enorme, de modo que al subir la persiana del dormitorio, aparece esplendoroso, a veces agitado por el viento (la manzana que ocupa el edificio está edificada solo en tres de sus lados). Es como si me saludase. En mi mente tiene un nombre: el árbol de Ana Frank. Debo de confesar que antes de leer su famoso diario tenía un considerable recelo hacía esa obra, no sé si por la imagen anticuada y repelente de esa pobre niña o porque me parecía excesivamente sentimental, y hasta cursi, lo que se contaba del libro en los medios de comunicación. La visión de una niña con tirabuzones escribiendo su diario con su caligrafía escolar no me resultaba atractiva. Prejuicios tontos, por supuesto. Tanto que no lo hubiera leído si no fuera porque a uno de mis hijos se lo hicieron leer en el colegio, y un buen día, coincidiendo con nuestra instalación en este piso, lo vi, lo hojeé y pensé que debía darle una oportunidad y hacerle un hueco en mi creciente lista de lecturas pendientes.

Qué equivocado estaba. Nada cursi ni repelente hay en ese diario, y su lectura es apasionante, aun cuando sabía (no sé si justo en esos años se supo) que su padre había censurado el diario, eliminando algunas entradas donde ella hacía comentarios que su progenitor debió considerar inadecuados. El caso es que en su escondite, lo único que Ana Frank veía del mundo exterior era un árbol muy alto, verde y frondoso y esa visión le infundía esperanzas y le daba fuerzas. De modo que cada vez que veo ese árbol de detrás, magnífico ejemplar de una especie cuyo nombre ignoro, recuerdo a la infortunada niña que narró con emotiva sencillez su encierro hasta que los nazis se la llevaron al campo de concentración de Bergen-Belsen, donde murió.


BALCONES. Creo que somos muchos los que hemos redescubierto los balcones y terrazas, ese espacio que sin dejar de ser casa es también un poco calle, por cuanto vuela sobre esta, una forma aérea de la calle, por así decir. Cuando la ceremonia de los aplausos de las ocho, pero también en cualquier otro momento, la gente en los balcones como si fuéramos sustitutos de los exiliados viandantes, dábamos un poco de calor a la calle desierta.
En los balcones y terrazas florecía una vida diferente, una vida que se quería compartir, como la de los que ponían globos de colores, o carteles pintados por manos infantiles con un arco iris y bienintencionadas consignas como TODO IRÁ BIEN, o incluso los que tocaban la trompeta o ponían a todo trapo la horrenda versión de Parchís del Cumpleaños Feliz. El balcón era el medio de compartir lo que nos quitaba el confinamiento, un medio de crear un espacio alternativo al de las calles, las plazas y los parques.
La vida en los balcones era variopinta y saludable. Si hacía bueno los habitantes de los pisos tomaban el sol, o leían. Los había que a pesar de la estrechez del espacio se las arreglaban para poner una mesita y comer en torno a ella, convirtiendo así al escueto balcón en sucedáneo de terraza de restaurante. O se hacía deporte en ellos sobre una bicicleta estática. Y si la terraza, y el piso, eran lo suficientemente amplios como para disponer de dos ventanales, se convertían en un circuito para correr dentro de casa, un recorrido mixto, en parte indoor y en parte outdoor.
Pero el balcón también podía tener un uso menos inocente: el de punto de observación, o mejor dicho de vigilancia, para esa fuerza siniestra, afortunadamente aún poco vertebrada (aunque no por ello menos dañina) llamada la Policía de Balcones. Pero de ella me ocuparé en la voz “Policía”.

BANDERAS. Con el confinamiento en los balcones de mi barrio, al menos los que yo veía desde mi balcón, apenas se vieron banderas. Ni unas ni otras. Si quedaba alguna era casi por olvido o inercia de otras épocas más entregadas al simbolismo. Descoloridas, rotas, descuidadas, no pasaban de ser inofensivos pedazos de tela. Y los aplausos parecían volverlas aún más insignificantes. Si alguna vez habían tenido algún sentido (no para mí, pero sí para muchos de mis conciudadanos y no solo las que las cuelgan en su balcón) con el estallido global del virus lo perdieron. El virus nos estaba diciendo, a Europa y al mundo: no necesito una patria, ni una lengua, ni un Estado, ni una nación, ni unas fronteras ni una bandera: soy global, soy vírico, soy universal y todos sois iguales para mí. No, no parecía que las banderas fueran útiles para combatirlo.
Un día, avanzado ya el confinamiento, vi en la tele una combinación realmente curiosa, a la que me temo que ya estamos acostumbrados: una mascarilla con una bandera española. La llevaba una diputada de la extrema derecha, que en realidad no necesitaba la mascarilla, pues el Parlamento estaba lo suficientemente vacío como para hacerla necesaria. Y tampoco es que la bandera fuera un adorno de la mascarilla; era esta el soporte de la bandera y el mensaje era muy claro: amo tanto a España, que hasta en la mascarilla la llevo, ella me protegerá de esos malos aires que nos han llegado del extranjero.
Poco después llegaron las manifestaciones en el barrio de Salamanca de Madrid, clamando contra la intolerable dictadura del gobierno bolivariano y comunista que había suprimido nuestra libertad (lo que en el fondo reclamaban era la libertad de infectar al prójimo), agitando, y algunos literalmente envolviéndose en ella, la bandera nacional.
Durante años, como mucha gente, había soportado, aquí en Cataluña, un hiperbanderismo estelado, contestado aunque con bastante menos fuerza por las banderas opuestas (y en realidad ambas sonmuy parecidas) realmente insoportable, pues nadie parecía conformarse con los tamaños discretos, sino que había que ocupar todos los balcones y todos los espacios públicos. Había visto desfilar en manifestaciones absolutamente disciplinadas a cientos de personas bajo una sola bandera extendida sobre sus cabezas, y colocar banderas casi en cada farola de algunos pueblos, y en cada edificio oficial, y hasta en las iglesias, como advirtiendo de la prohibición de disidencia alguna: un enfermizo sometimiento a los símbolos solo visto anteriormente en las imágenes de los regímenes totalitarios. Y ahora veía esto: idéntico furor, idénticos abanderados, los mismos supermanes con la bandera atada al cuello.

En fin. Es preocupante la buena salud de que siguen gozando las banderas, símbolo de un mundo antiguo, cuasi tribal, perfecto estandarte de la exclusión, de las fronteras, del miedo al diferente, fetiche de un pensamiento todavía compartimentado en naciones,  lastre para unos nuevos tiempos que no acaban de arrancar.

CASA. A algunos el confinamiento nos ha hecho descubrir nuestra propia casa. No es que este piso donde he estado viviendo sin interrupción y durmiendo en la misma cama, 90 días (desde los 17 años no había estado tantos días seguidos en una misma casa), no pudiera ser calificado como tal pero para mí tenía un cierto estatus subalterno.
Decía Max Aub que uno es de donde hace el bachillerato. Aub nació en París pero cursó el bachiller en Valencia. Como yo nací en la misma ciudad donde hice el bachiller, después de vivir en cinco ciudades diferentes, y quizá necesitado de unas raíces a las que sujetarme, decidí hace unos años ser del lugar donde mi mujer y yo establecimos nuestra primera casa, después de mucho tiempo viviendo de alquiler. Ese lugar se llama Benicàssim. Luego, años después, surgió la oportunidad profesional de añadir un nuevo lugar a nuestra lista de lugares vividos: Tarragona, una ciudad plácida y agradable, pero para entonces ya era yo demasiado mayor como para hacerla mía con la misma intensidad que el lugar del que había decidido ser, sin renegar ni mucho menos de mi muy entrañable ciudad natal. Digamos su nombre: Gandía.
De modo que durante los últimos quince años he vivido en este piso con una actitud transitoria: sí, es mi casa, claro, pero solo mientras no estoy en la otra, de la que nunca he soportado estar alejado más de quince o veinte días.
Mas llegó el confinamiento y con él primero la resignación y luego la sorpresa: esta casa, tan diferente a la titular, merecía una segunda oportunidad y la ha tenido. Con todos los honores ha sido redescubierta, y además en su doble dimensión: como hogar, ese refugio cálido y confortable donde uno experimenta una entrañable sensación de seguridad (últimamente, justo cuando ya podía hacerlo, he tenido una pereza tremenda de salir a la calle), y como lugar concreto: esta casa, mi casa, en esta ciudad, en este barrio, en esta calle.
La casa se ha portado bien conmigo, nos ha cobijado muy dignamente permitiéndonos exprimir al máximo sus espacios, no muy amplios, pero suficientes. Nos hemos reconciliado, y creo que ella lo ha agradecido, esforzándose en resultar obsequiosa. Antes del confinamiento solo uno de los habitantes habituales del piso, pasaba en él todo el tiempo, permaneciendo solo, como un guardián, muchas horas al día: me refiero a Flynn, nuestro gato. Nuestra relación con él es intensa, y aunque somos conscientes de que la humanidad todavía no ha llegado al punto en que se pueda saber qué piensa una mascota, muchos días me ha parecido que nos miraba con curiosidad, como diciendo, qué les pasa a estos, que ya no salen nunca de esta casa... ya no puede uno estar tranquilo, holgazaneando como un príncipe en los sillones.

CALLE. La calle ha sido, más que nunca, la contraparte de la casa, su contrario. Pero en esa contrariedad ha perdido su alma. De repente fueron las arterias anquilosadas y rígidas de una ciudad fantasma, surcadas solo de vez en cuando por coches de policía y protección civil, con sus megáfonos advirtiendo que si abandonábamos nuestras casas podíamos ser multados. Los gatos y perros callejeros vagaban tranquilos, a sus anchas, sin que nadie les molestase. Las palomas no tenían que remontar apresuradamente el vuelo ante la llegada de los coches. Las calles se convirtieron en un puro accidente geográfico.
La reclusión no era ni podía ser absoluta, y la consecución de excepciones permitidas se convirtió en un bien muy preciado. Se bajaba a tirar la basura con delectación (buscando dentro de ciertos límites los contenedores algo más alejados, pues la policía podía aparecer en cualquier momento) para con pasos lentos disfrutar de la breve sensación de pisar el asfalto, de sentir el aire, la ausencia de límites, y poder mirar las estrellas, con un cielo que nunca había estado tan limpio.
Envidiábamos como a los miembros de una casta privilegiada a los propietarios de perros, y quien no los tenía se ofrecía amablemente a su vecino, a su amigo, a ese familiar al que nunca le hemos hecho demasiado caso, para dar un paseo al pobre animal, pues los perros gozaban para las autoridades de una consideración que no logramos los humanos. Para ellos sí era imprescindible la calle. Quienes no lo teníamos aprendimos pronto que lo mejor, cuando uno no aguantaba más en casa y necesitaba estirar las piernas, era llevar bien visible una bolsa de compra, no solo por si aparecía de repente un coche de policía y te interrogaba sino para tranquilizar a quienes, amparándose en la supuesta superioridad moral que les confería el amor a su perro te miraban con la mirada de reproche de quien se cruza con un indeseable, un insumiso a las normas. O a lo mejor solo me lo parecía a mí, pero esas miradas no las he olvidado, y si los veía acercarse prefería cambiarme de acera.
Un sábado por la mañana, a las dos o tres semanas del decreto que nos confinó, encontré el pretexto para hacer una pequeña excursión de tres kilómetros, que con un poco de habilidad, arrostrando mil peligros, conseguí que fueran cuatro. Puesto que estaba admitido comprar periódicos y en el barrio había cerrado el único establecimiento que los vendía, me fui por una de las principales avenidas hasta el kiosco que me dijeron era más cercano (no era verdad, luego me enteré que en la gasolinera, más cercana a mi casa, también los vendían). No la necesitaba, pero por si acaso llevé la bolsa, bien visible, y en el bolsillo mi primera mascarilla adquirida en la farmacia a un precio elevado para su insignificancia. Sí, era legal salir para comprar un periódico, pero ¿y si me paraban y me multaban por no ir en coche o en autobús? Nadie caminaba tres kilómetros por esa avenida, fantasma como todo el callejero, que une norte y centro del casco urbano. La policía, tan vigilante aquellos primeros días, podía denunciarme por salida injustificada, pues estaba claro que por mucho que el kiosco estuviera abierto, mi empeño en adquirir un periódico en papel no era más que una excusa para dar un buen paseo matinal. Y eso que también llevaba en un bolsillo la receta del medicamento que me prescriben para la hipertensión, por si necesitaba acreditar esa enfermedad, para la que resultan beneficiosas las caminatas.
Tenía algún testimonio en mi propia familia de ciertas sobreactuaciones policiales, como si más que por el coronavirus estuviéremos sitiados por la peste bubónica. Y sabía que los atestados de un agente de la autoridad no son rebatibles, pues gozan de una presunción de veracidad, y probar que están equivocados y que la supuesta infracción no existió, es complicado. Y aunque al final no hubiera sido multado, lo peor hubiera sido la humillación de verme interrogado, de ser considerado un infractor. Y sin embargo caminaba con la bolsa bien visible sintiendo una embriagadora sensación de peligro, contando en el móvil los metros que caminaba, diciéndome: “ya llevo un kilómetro y no han aparecido”, volviendo la vista atrás por si venían por allí, con los oídos alerta por si oía el motor de un coche, en aquel silencio casi atroz, en esa avenida que lleva aún el nombre de una calzada romana. Cuando llegué al kiosco, y entré en el local, con la respiración alterada y las gafas empañadas por la mascarilla, el quiosquero me miró con rostro alucinado, como si hubiera aparecido ante él un superviviente del Titanic. Como me temía, el coche de la policía pasó, yo no los miré, y seguí avanzando a paso firme, con mi periódico (jamás lo había visto tan escuálido) a modo de talismán o salvoconducto. Como la posibilidad de que pasaran de nuevo era muy pequeña me dediqué a meterme por las calles laterales, y a cruzar sin ton ni son, todo para que en el móvil me marcara más metros, acercándome a las distancias completadas en mis paseos sabatinos de otras épocas.

CIVISMO. Comparto esa opinión tan extendida de que los ciudadanos hemos dado un ejemplo de civismo, aceptando los inconvenientes y sacrificios del confinamiento, aunque los hay, sin duda que ven en ello un vergonzante conformismo, un dócil sometimiento a una especie de ensayo para una dictadura. Sorprende que esta otra opinión provenga precisamente de los sectores del espectro político más dispuestos a justificar pasadas dictaduras. Claro está que la política (véase la voz “POLÍTICA”) lo ha embarrado todo, con su maniqueísmo y su juego eterno del todo o nada, de buenos y malos, pero aún es posible aislarse del ruido ensordecedor y razonar serenamente. Con un simplismo atroz se decía: “nos han quitado nuestra libertad”, sin entender que la aceptación de esa obligación impuesta legal y democráticamente por la mayoría de nuestros representantes es un claro ejercicio de libertad: millones de ciudadanos hemos elegido libremente cumplir las normas de confinamiento y no buscar excusas para reunirnos con amigos o familiares, o para viajar a segundas residencias. Y hemos elegido tanto no someternos al riesgo de ser contagiados como activamente nos hemos obligado a no poner en riesgo al prójimo. Es más, quienes aprovechando hábilmente algún resquicio legal, o reaccionando con mucha rapidez ante el anuncio del confinamiento, o directamente haciendo trampas, han conseguido burlar el confinamiento si lo han podido hacer es porque la gran, inmensa mayoría de la población, ha aceptado, aún a regañadientes, las reglas del juego. Gracias a que hemos sido muchos los que hemos cumplido, el incumplimiento no ha sido de suficiente entidad como para endurecer aún más las condiciones. Civismo, pues, pero también solidaridad, pues uno lleva a la otra. Y esto es un logro, y un mérito, de la sociedad en su conjunto.

CONFINAMIENTO. He aquí un ejemplo de la evolución del lenguaje, de cómo palabras modestas, de espectro limitado, con un papel muy secundario en el diccionario en cualquier momento pueden adquirir gran notoriedad, pues se hacen necesarias para señalar con gran precisión una nueva realidad. Sin duda debido al confinamiento, la RAE aun no ha tenido tiempo de añadir un nuevo significado de la voz CONFINAMIENTO a sus sobrias definiciones actuales:
1. m. Acción y efecto de confinar.
2. m. Der. Pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio.
A pesar de que algunos, en el ámbito político (especialmente los que bajaban a la calle ”un ratito por las tardes” a hacer sonar sus cacerolas), lo han sentido más cercano al significado 2, por lo de “pena” (pero olvidando que el lugar de confinamiento era precisamente el propio domicilio, por lo que hubiera sido más preciso calificar su inconstitucional atropello de “arresto domiciliario”), nuestro confinamiento ha entrado en el campo del 1.
¿Y qué es CONFINAR? Según la RAE:
1. tr. Desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria.
2. tr. Recluir algo o a alguien dentro de límites. U. t. c. prnl.
3. intr. lindar (‖ estar contiguo).
En este caso hemos de ir al 2, pues no nos han desterrado. Al contrario, nos han enterrado en nuestras casas. Aunque algunos, de rápidos reflejos se autodesterraron a sus segundas residencias antes de que no se pudiera hacer, y otros han seguido intentándolo, pese a las multas. En cuanto al significado 3 de confinar -lindar, estar contiguo- curiosamente ese sí se ha producido, pues confinados como estábamos, hemos confinado con nuestros vecinos de la calle, y especialmente los que veíamos en los balcones y ventanas de enfrente: ellos eran nuestros lindes.
Pero creo que en sus próximos trabajos de actualización del diccionario, los académicos (léase, obviamente, “y las académicas”) deberían añadir nuevos significados a las entradas confinamiento y confinar, pues de lo contrario lo que hemos vivido en nuestros domicilios quedaría huérfano. Esta sería mi humilde propuesta:

Confinamiento: 3. Situación en la que se encuentra un municipio, territorio o Estado, por decisión de sus autoridades, en que para prevenir o paliar los efectos de una epidemia, se obliga a sus habitantes a permanecer en su domicilio durante un tiempo determinado.

Confinar: 4. Decretar mediante una resolución administrativa el confinamiento de la población de un territorio.

En cuanto a la posibilidad de que se acabe añadiendo un cuarto significado a la voz CONFINAMIENTO, referido a este, el del poco benévolo 2020, es pronto para saber si se impondrá ese cuarto significado. Buena señal será si acabamos hablando del Confinamiento, con mayúscula, con la misma precisión histórica con que las palabras Renacimiento, Desamortización o Holocausto se refieren a periodos y ámbitos concretos. Pero mucho me temo que acabaremos hablando de los confinamientos, con familiaridad, casi con simpatía y orgullo, como quien enseña sus cicatrices, añadiendo, para saber de cuál hablamos, el año en que se nos confinó.

CONSIGNAS. Unidos venceremos al virus. Este virus lo paramos unidos. De esta saldremos más fuertes, etc. Son frases bienintencionadas, que tratan de implicar a cada ciudadano en una misión, que nos integra en un sujeto colectivo para implicarnos en la erradicación del virus, aunque también han servido para diluir responsabilidades... ahí lo dejo. Todos oímos durante las primeras semanas al presidente del gobierno, en sus interminables y reiterativos mensajes a la nación, incurrir en estos símiles bélicos: guerra, combate, enemigo, lucha, armamento, batalla, victoria... Incluso (y esta es una especialidad del vicepresidente Iglesias) esa vieja entelequia llamada patriotismo: cuando oigo últimamente esa palabra, no puedo dejar de recordar la famosa frase de Samuel Johnson: el patriotismo es el último refugio de los canallas.
Me molestan esas consignas, las veo simplonas, como los tuits, los lemas publicitarios y los titulares de prensa. Pero hoy en día todo parece que tiene que ser así, simple, breve, predigerido para ahorrarle cualquier esfuerzo al lector o televidente. No hace falta que el periodista se esfuerce en extraer un titular, el político de turno ya se lo da, le ofrece un buen ramillete para que los medios escojan el más resultón. El depurado arte de un Gabriel Rufián, pongamos por caso.
Yo detesto esa misión un tanto caudillista que muchos cargos públicos se arrogan. Como en tantos ámbitos, todo responde a estrategias de asesores, a trucos de marketing para seducir al oyente, a creaciones de equipos de guionistas, al frente de los cuales están los Iván Redondo de turno. Lo malo es que se focaliza tanto la acción de los gobernantes en la política de comunicación, que la política de verdad parece relegarse a un segundo plano. Y además se nos trata como a menores de edad. No había ninguna necesidad de recurrir a símiles bélicos, ni de decir que esto es la peor crisis en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, porque no es verdad y porque no debemos rebajar el sufrimiento de tanta gente. ¿Nos hemos olvidado ya de la guerra de los Balcanes? Por no hablar de las muertes en el Mediterráneo, a pocos kilómetros de nuestras costas. Sí, de acuerdo, hemos parado los motores de la economía durante un tiempo, muy largo para nuestro estilo de vida vertiginoso, hemos reducido todo a lo esencial; luego ha vuelto poco a poco la vida de antes, o algo que se le parece, y el coste económico ha sido, y seguirá siendo, muy alto. Y sobre todo ha habido muchos muertos, pero nada comparable a los sufrimientos, a la brutalidad arbitraria de una guerra, que no la causa un virus sino el odio, o las tragedias migratorias. Nada peor que morir de hambre. Y ni siquiera en términos de epidemia deberíamos hacer comparaciones: esto es una broma comparado con la peste, o con la gripe de 1918, que tuvo una letalidad mucho mayor que la de la Covid-19 y que además atacó especialmente a niños y jóvenes. Mi abuela nos contaba cómo murieron en un mismo día dos hermanas suyas, adolescentes: acababan de enterrar a la primera cuando al llegar a casa supieron que había muerto la segunda.

¿Necesitamos esos mensajes? ¿ Para vencer a la pandemia nos han de decir que hemos de estar unidos? No lo creo, y ni siquiera creo que la base esté en la unión, sino en una doble responsabilidad: la personal de cada uno y la de quienes nos gobiernan.

DESESCALADA. Yo no sé si el presidente Sánchez y sus adláteres han sido conscientes del privilegio que han tenido (alguna compensación iba a tener su ingrato ejercicio del poder en estos meses) de acuñar términos, de inaugurarlos, de lanzarlos con solemnidad al mundo de las palabras en una de sus interminables intervenciones ante los medios, para comprobar luego con qué facilidad se asumen por todos. Está la expresión “Nueva normalidad”, de la que luego me ocuparé, y está la en mi opinión innecesaria y horrenda “desescalada”. ¿No sería más sencillo y exacto hablar de desconfinamiento? Y además, ¿es que habíamos escalado algo? Yo diría que la experiencia del confinamiento ha sido más bien horizontal. Puesto que estábamos confinados la acción contraria era desconfinarnos. Supongo que lo descartarían porque trasmite un efecto tajante, conclusivo, definitivo, mientras que desescalada implica una acción continua y gradual (y también reversible). Pero no costaba nada decir “desconfinamiento parcial” o “desconfinamiento progresivo”.
En cualquier caso, con ese ingenioso y complejo sistema de fases por provincias o regiones sanitarias, nos han tenido muy entretenidos. Los que más lo han agradecido han sido los telediarios, pues han rellenado su tiempo con múltiples conexiones con los corresponsales para ver in situ los efectos de la dichosa desescalada, en terrazas, tiendas, playas, parques… En realidad podían haber utilizado material de archivo, e ilustrar la apertura de terrazas en Bilbao con imágenes de Sevilla, o viceversa: las imágenes eran perfectamente intercambiables.

DISTANCIA SOCIAL. Otro aparente neologismo que se ha revitalizado tanto que parece nuevo. Y digo aparente porque si no exactamente la misma expresión se usaba algo muy similar, tal vez distancia de seguridad o distancia interpersonal, para referirnos a esas personas que se te ponían muy cerca para hablarte, hasta el punto de intimidarte, o que si ibas caminando junto a ellas acababas chocando, y a quienes resultaba muy violento tener que decirles “por favor, separate un poco, respeta la distancia de seguridad”. Espero que con esta nueva enfermedad global, y gracias a las recomendaciones de nuestras bien amadas autoridades, hayan aprendido al menos a refrenarse un tanto. Pues qué duda cabe que lo de la distancia social es un concepto útil, en toda situación, una exigencia del respeto, y lo único que hemos hecho ahora, o, para ser más precisos, algunos pretendemos hacer ahora, es ampliarla.
Reconozco que en mí ha calado perfectamente, tanto que cuando estos días veo en la calle a gente que se besa y se abraza y se da la mano, acaso diciendo antes un “Venga, va, dejémonos de tonterías”, siento una inmediata repulsión.
En cualquier caso, lo complicado es el cálculo. Y dos metros, o el metro y medio que consagra la nueva normalidad, es bastante más de lo que muchos viandantes creen. Si una persona de complexión normal estira el brazo, la separación que se obtiene no pasa de 70 cm. Tendríamos que tener el espacio de dos brazos de adulto estirados y aún no llegaríamos al metro y medio. Y qué decir de los corredores que tienen en mente una trayectoria fija de la que no toleran separarse y para evitar cualquier ingrato zig-zag al pobre viandante que sale de casa cívicamente dispuesto a mantener la distancia de seguridad le adelantan casi rozándole, dejando en el aire tras de sí todo el intenso fragor de su aliento.
Porque además la nueva distancia social tiene hasta una consecuencia retrospectiva. Al menos yo, como ciudadano común, no especialista en enfermedades de transmisión respiratoria, nunca había pensado que gracias a las dichosas gotículas la gente en las calles y en el trabajo y en cualquier lugar mantenemos un secreto e intenso intercambio de fluidos. Creía que eso solo pasaba en las relaciones sexuales, y ahora resulta que no, resulta que mis gotículas pueden acabar en los pulmones de cualquiera, y las gotículas de seres muy diversos y de toda edad y condición sexual pueden acabar en mí. De modo que nuestra relación con los desconocidos es mucho más intensa de lo que pensábamos. Esperemos que la nueva distancia social acabe con tanta promiscuidad.


DR. SIMÓN. Aunque ya lo conocíamos por la crisis del ébola, hace unos años, con la Covid-19 el Doctor Fernando Simón ha entrado ya para siempre en nuestras vidas, como uno de esos personajes que marcarán una época. Le hemos visto tantas veces, con ese pelo indómito, sus gruesas cejas, y el rostro demacrado de agotamiento, que es y será una de las imágenes icónicas de esta época. Los niños de ahora lo recordarán dentro de unas décadas con la nostalgia con que yo recuerdo a las viejas figuras de la tele de mi infancia: el hombre del tiempo Fernando Medina, el montañero César Pérez de Tudela, los actores y actrices de Estudio UnoYo al principio le llamaba Doctor Rebequita, por su atuendo donde predominaban las chaquetas de punto y los jerseys; ahora ya no se lo puedo llamar porque se le ve con camisa de manga corta. Superó el coronavirus en un tiempo récord y volvió a aparecer a diario ante las cámaras como si tal cosa; si hubiera muerto se le habrían dedicado sonrojantes elogios fúnebres. Como sobrevivió a la enfermedad, y no sé si porque Sánchez e Illa se han escudado mucho en él y “los científicos” (cuando todos sabemos que los científicos no resuelven absolutamente nada, y los políticos solo les hacen caso en la medida que políticamente les interesa), en este país tan cicatero algunos le han criticado con gran dureza.
Yo no voy a juzgarle, no tengo ni la preparación ni la información necesaria para hacerlo. Pero si objetivamente, y preservando por supuesto su presunción de inocencia, se le considerase responsable penalmente por homicidio imprudente, habrá que acatar sin escándalo ni alborozo la resolución judicial. A pesar de todo creo que tenemos un buen sistema judicial, y que los jueces se esfuerzan con todas las dificultades de su profesión, en hacer justicia. Otra cosa es que satisfagan las expectativas de los medios de información, de los partidos políticos y de la población en general, pues en este curioso país nuestro todo el mundo es capaz de dictar en solo cinco minutos sentencia sobre cualquier cuestión espinosa, y sin necesidad de esos inacabables sumarios con miles de folios. No, no me corresponde juzgarle, pero me cuesta mucho verle en el papel de un irresponsable o un ignorante, y al menos en su faceta pública no le veo ninguno de los defectos que suelen acompañar a los incompetentes: ni es arrogante ni es engreído, ni parece que haya ensayado ante el espejo, como tantos políticos, para resultar convincente. Me parece una persona humilde y que con mayor o menor acierto ha tratado de cumplir con su trabajo en unas condiciones muy adversas. Como funcionario público que soy si hay un funcionario público en España que merezca mi solidaridad y respeto, es él. Sin duda que habrá cometido errores y equivocaciones, pero no me parece justo hacerle responsable de los sin duda muchos errores cometidos y menos en estos momentos.



EMOTIVIDAD. No me gusta la impúdica exhibición de emociones que hoy se practica en todas partes. No sé si mi rechazo proviene de mi pertenencia a una generación diferente a las que hoy más se dejan notar o a que fui educado con cierta frialdad y contención. Por supuesto, hay momentos en que los estallidos emocionales son inevitables, pero no creo que sea bueno ser tan dependientes de las emociones. Es más, hacerlo puede ser contraproducente. Nuestras acciones, si pretenden ser buenas, deben ser fruto de la reflexión, de la identificación con el sufrimiento ajeno y la conciencia de que podemos ayudar a ese otro con el que compartimos nuestra humanidad. Lo que no podemos es hacerlo depender de algo tan pasajero, e irreflexivo, como la emoción.
De cualquier modo parece indudable que el confinamiento trajo consigo un aumento de la emotividad. Ese resetearnos como individuos y como colectividad, esa incertidumbre ante lo que iba a pasar, si seríamos víctimas de la enfermedad o lo serían personas de nuestra familia o entorno, qué duda cabe que nos ha conmocionado. Las redes sociales, y en especial Whatsapp, han sido un muestrario de las reacciones a las que el confinamiento dio lugar. Los sociólogos y los psicólogos sociales tienen ahí un material de primer orden para sus estudios. Junto a los contenidos puramente informativos (vídeos de “expertos”, artículos, noticias), había otros puramente emocionales: edulcorados mensajes de amor y solidaridad, entregados sin rubor alguno a la más ramplona cursilería y adornados con corozancitos y otros emoticonos al uso, y junto a ellos, mucho más digeribles y en el fondo terapéuticos, los chistes y gracietas, los memes, los montajes jocosos, las parodias... el humor ayudó, sin duda, a la resignación. Por fortuna disponemos de suficientes elementos entre nuestros conciudadanos capaces de crear y compartir esa terapia del humor, ese contrapunto necesario al pesimismo que nos llegaba desde los medios y desde las calles vacías. Puede que algunos pensaran, en los días en que duplicábamos el número de muertos, cómo alguien podía hacer chistes sobre “el pico de la pandemia” que explicaba el cada vez más demacrado doctor Simón, pero ¿quién no ha tenido ganas de reír en un entierro?
En cuanto a mi particular experiencia, creo que afronté el confinamiento con buen ánimo, casi con deportividad, con la actitud positiva de quien se dice a sí mismo: bien, esto es lo que hay, no lo puedo cambiar, no queda otra opción que adaptarse, dejémonos llevar por esta deriva, y descubre, como yo descubrí, que mi piso tarraconense en realidad no está nada mal, y que la tecnología estaba a nuestro servicio, con libros electrónicos, música, cine, series y videoconferencias, por no hablar de lo emocionante que podía ser bajar la basura al contenedor y antes de regresar, pegándome a la pared para que no me detectara la policía de balcones, o la de verdad, dar la vuelta a la manzana, sintiendo la placidez mágica y silenciosa de la noche. Y estaba contento además porque, coherente con mis planteamientos, pues detesto el victimismo, no había sucumbido al lamento ni a la queja.
Además, hubiera sido muy injusto por mi parte, lamentarme: tengo la fortuna inmensa de no haber tenido que contar ninguna víctima ni en mi familia ni entre mis amigos. Y sin embargo hubo un día que estallé en una pura reacción emocional. Leyendo la versión online del diario La Repubblica (hace unos años me puse a estudiar italiano y por mantenerlo procuro leer prensa o incluso literatura en ese hermoso idioma) descubrí una sección diaria de un escritor que no conocía, Gabriele Romagnoli. Es un poeta, un sabio, un humanista que habla de las cosas de la vida y a veces me recuerda a Claudio Magris. La columna se llama “La prima cosa bella”, y siempre comienza del mismo modo: “La prima cosa bella del…” y luego el día que corresponde y la breve historia o reflexión de ese día. Una de las primeras que leí me gustó tanto que se la leí a mi mujer. Antes de que pudiera terminar estallé en lágrimas. El texto de Romagnoli es este (la traducción es mía):


La primera cosa hermosa del miércoles 1 de abril es la inocentada más terrible que se haya hecho nunca [en Italia, como en los países anglosajones, el día de las inocentadas -il pesce d’aprile- es el primero de abril]. Y el intento desesperado de remediar sus efectos. 
Éramos tres chavales de once años: Yo, Meo y Dante, amigos de secundaria. Por las tardes desfogábamos nuestra fantasía reprimida pulsando los fonoportas o haciendo estúpidas bromas telefónicas. 
Aquel día Meo marcó un número aleatorio. Una señora mayor y educada respondió. Él, a quien aún no le había cambiado la voz, se presentó como "Elena Doni, de un programa de radio de la Rai". Se trataba de hacer una pregunta y si el oyente la acertaba ganaba un premio misterioso. La pregunta era siempre de una simplicidad abrumadora.Todos sabían la respuesta, incluso la anciana, que la dio con rapidez. En ese momento, Meo tuvo que anunciar: "¡Enhorabuena, señora, ha ganado…!" Lo que seguía era una ordinariez. Pero lo sorprendente es que apenas oyó la palabra "enhorabuena" la mujer rompió a llorar, conmovida. Dijo que estaba muy contenta porque jamás en su vida había ganado nada. Dante cogió el teléfono y fingiendo ser un empleado de la radio le pidió la dirección para enviarle el premio. La anciana nos dio las gracias repetidas veces, y colgamos porque “tenemos que dar paso a la publicidad”. 
Durante unos minutos permanecimos callados. Al día siguiente hicimos una colecta. Reunimos el dinero recaudado vendiendo tebeos y compramos algo a la altura de nuestro presupuesto: un transistor. Fuimos a la dirección de la señora y lo dejamos en un paquete en el buzón, con su nombre escrito con rotulador. 
Quedaos en casa. Escuchad la radio. No contestéis acertijos.

ILLA. A Salvador Illa, ministro de Sanidad, cuota catalana de eso que llaman el gobierno Frankenstein, le ha tocado bailar con la más fea, con un Ministerio con una estructura raquítica, que de la noche a la mañana pasó de no tener casi competencias a acumular durante tres meses las mayores responsabilidades del país. Serio, tímido, de ademanes contenidos, con sus trajes oscuros y ese rostro de preocupación, parece un amalgama entre Pasolini y el Norman Bates de Psicosis, aunque yo le identifico más con el Caballero de la Triste Figura, pues cuando lo veíamos en la tele nos daba un poco de pena, y parecía que en algún momento podría echarse a llorar.

No sé qué dirá la historia de él, ni si quedará en muy mal lugar ahora que de alguna manera, con más serenidad que hace uno o dos meses, los medios y la población estamos auditando” lo que ha pasado. Puede ser que todas las culpas por los evidentes errores se las lleve al final Sánchez, lo cual tendría su lógica, por representar esa descarnada lucha por el poder, ante y contra todos, emprendida hace unos pocos años primero en su partido, y luego en el Congreso, con sus retiradas, su resistencia, sus alambicadas estrategias y sobre todo su marxismo de Groucho Marx: ¡Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros! Porque pese a la enorme responsabilidad asumida Illa no parece un político al uso. Su perfil sería más bien el de un técnico, un José Luis Escrivá o un Luis Planas, por situarnos en el actual gobierno. En sus intervenciones no le he visto nunca ningún postureo ni la más mínima actitud política, en el peor sentido de la palabra. No había más que verle junto a Pablo Iglesias para comprender cómo están en las antípodas. Illa parece haber llegado a la política, y al Gobierno, por casualidad. Será un valor seguro para el futuro, y su al menos aparente falta de ambición puede ser su mejor aliado.

JUSTICIA. Se ha dicho siempre que más vale un mal acuerdo que un buen pleito, reflejando así la convicción popular de que los tribunales jamás arreglarán lo que los ciudadanos no seamos capaces de arreglar. Pero, al menos en la esfera pública, se está menospreciando esa sabia convicción. Es más, los políticos que nos representan y amplios sectores de la sociedad parecen haber llegado a la convicción contraria: cualquier conflicto, o cualquier situación adversa ha de ser resuelta por jueces y tribunales. Lo que tendría que ser la última razón, el último recurso para resolver (en el sentido de poner fin a una disputa, no en el de dar solución a nada) una situación conflictiva cuando ya no hay otro, ha pasado a ser el primero. Es la llamada judicialización. 
Veamos lo que ha ocurrido con nuestra malhadada pandemia. Apenas pasadas unas semanas de confinamiento empezaron a llegar noticias de querellas presentadas contra las llamadas autoridades sanitarias, de alguna de las cuales se habla mucho estos días. No, no se trata de reclamar reparaciones económicas por el daño soportado por determinados ciudadanos que han sufrido las consecuencias de la falta de previsión en el acopio de equipos de protección o respiradores, de lo que se trata es de encontrar un responsable, un culpable y hacerle pagar con la cárcel, con la inhabilitación, con el descrédito. Vivimos el esplendor del sentido bíblico del castigo. Como si forzosamente cada acción u omisión tuviera que encajar en un tipo penal, el que sea, el que más se ajuste dentro del variadísimo elenco que nos ofrece el Código Penal. Y si no, siempre tenemos ese delito comodín para cualquier autoridad o funcionario público: la prevaricación. 
Porque además el ámbito penal tiene un extra de escándalo, de repercusión mediática, de condena anticipada (que luego haya una absolución es lo de menos y algunos dirán eso tan socorrido de “le han absuelto por falta de pruebas”, o sea: lo ha hecho, por supuesto, pero como no lo pueden probar, el muy pillo se ha librado…). ¿La presunción de inocencia? puro sarcasmo: en nuestra sociedad, y no solo en nuestro país, la presunción es justamente la contraria, y permanece a veces aunque haya absolución, y si no que se lo pregunten a Woody Allen. 
Parece que se ha creado una correlación necesaria entre acción/omisión y castigo. Y esa correlación se da en todos los ámbitos y niveles, pero especialmente en la política. Y lo enturbia todo. Ya no existe eso que se llamaba la responsabilidad política, ni se obtiene satisfacción por una derrota parlamentaria o una pérdida de votantes del partido a quien acusamos, sin matices y totalmente (no sea que nos llamen “maricomplejines” o equidistantes) de todos los males. No, ahora solo importan las condenas penales, y suerte que ya no hay pena de muerte; pero una buena condena penal acaba con cualquiera. Bajo esa exigencia de justicia retributiva (la justicia de la retribución, la de “el que la hace la paga”) subyace una poderosa y embriagadora convicción, la de que cualquier muerte es una anomalía, y por tanto evitable, de modo que una pandemia como la de la Covid-19 es una anomalía previsible y evitable, y de toda anomalía hay un responsable, siempre. Solo hay que buscarlo. 
Leyendo hace unas semanas, con sonrojo, los documentos filtrados por la prensa sobre la instrucción que sigue, o seguía, pues mientras escribía esta voz me llegó la noticia del sobreseimiento provisional, la llamada “jueza del 8-M”, como los informes de la Guardia Civil y del forense, plagados de opiniones en lugar de hechos y en los que ya se establecen culpabilidades, me acuerdo de Mister Taylor, el memorable relato de Augusto Monterroso, donde retrata un imaginario país latinoamericano donde, por necesidades del mantenimiento de la economía nacional, el Derecho Penal se endurece hasta el punto de que los meros errores y equivocaciones se consideran delito. 

Pero hubo al principio del confinamiento otras manifestaciones de justicia retributiva que me parecieron, y me siguen pareciendo, muy lamentables, sobre todo porque las he oído a personas a quien consideraba inteligentes. Yo la llamaría la Justicia Cósmica. Y es fruto de esa especie de perniciosa e irracional ensalada pseudo científica, hoy tan de moda, donde convergen una supuesta ecología espiritualizada con los movimientos alternativos. Me estoy refiriendo a esa creencia según la cual la Covid-19 sería la respuesta del planeta a nuestra insensatez, el castigo por maltratar al medio ambiente, por no respetar la Naturaleza. La respuesta a nuestra codicia y egoísmo, etc. En definitiva: un castigo, una plaga bíblica. Llo cual no quiere decir que no estemos maltratando el planeta y no estemos instalados en un muy preocupante y nocivo cortoplacismo. Pero la hipótesis (si es que esa justicia cósmica llega a serlo) del castigo me resulta tan irracional y ridícula como las estupideces que se han oído por parte de algunos, de que el virus lo lanzó Bill Gates para luego suministrar una vacuna que nos introduzca un chip, etc. El castigo somos nosotros mismos.

LIBROS. Parece ser que el confinamiento ha incrementado la media de tiempo dedicada a la lectura. Se ha leído más por parte de quienes leen, pues sigue habiendo una enorme cantidad de españoles que no leen nunca un libro. Pero no voy a hacer ninguna apología de la lectura, no sirve de nada: a la lectura se llega por convicción personal, o se tiene o no se tiene. Es más, me repatean esas campañas de promoción de la lectura, con su tono pedagógico y redicho; es probable que hasta causen más rechazo que convencimiento, y desde luego no debemos pensar ese “pues ellos se lo pierden”, pues seguro que los no lectores piensan también que los que andamos muy a menudo entre libros nos estamos perdiendo muchas otras cosas. 
Dicho esto, diré que yo también he leído más estos meses, no solo por disponer de más tiempo (todas esas horas que en la vieja normalidad a uno se le iban en mil pequeñas cosas), sino porque lo he necesitado, por pura necesidad de sobrevivir y mantener el ánimo. Debo decir también que mi método de selección ha cambiado. Durante muchos años he ido creándome una lista de autores, en su mayoría clásicos a los que me parecía imperdonable no haber leído todavía, una “cartera” de autores tan exigente que incumplirla, procrastinando avergonzado el encuentro con sus obras, me resultaba muy frustrante. Elegir entre tantas opciones el momento de entrar en un libro es difícil: ¿retomo En busca del tiempo perdido (me quedé en la cuarta parte, allá por 1979...)? ¿O por fin me atrevo con el Tristram Shandy, de Sterne? Ah, pero qué placer cuando al final, como me ocurrió el pasado verano, puedo decir con orgullo que por fin me he leído Guerra y Paz, o Anna Karenin. El caso es que últimamente me tomo la cosa más relajadamente, y confío en el instinto, en decisiones del momento, espontáneas. Como si fuera un buscador de tesoros, algunos de los cuales resulta que los tenía bien cerca.
Puesto que en ETCÉTERA los libros tienen un papel relevante, voy a comentar mis lecturas durante el confinamiento y la desescalada:

Comencé, y me ha llevado mucho tiempo, pues es largo y denso, y además me empeñé en leerlo en inglés, con SPQR, la historia de Roma de Mary Beard. Hace muchos años que tengo interés en el mundo romano. Mi primera idea era leerme la célebre Historia de Roma, de Indro Montanelli, y empecé a hacerlo en una edición de los años 60 que era de mi padre, pero la letra es tan pequeña que lo dejé en las primeras páginas y busqué el libro de Beard en formato electrónico. Había visto alguno de los documentales de la historiadora británica, y me parecía que empleaba un inglés asequible, pero el libro es diferente: su inglés es muy trabajado, con frases largas y algo barrocas. Claro, es profesora en Cambridge, no voy a pretender que escriba con la sencillez de Paul Auster. 

Seguí con Chejov, un autor muy querido por mí, de los que llamo de cabecera. Sus cuentos, y aún más sus obras de teatro, me producen emociones muy especiales y dudo que haya habido un autor tan importante para la narrativa corta, especialmente la norteamericana, que Anton Chejov. En otoño, tras leerme (otra aspiración de años) el curso de literatura rusa de Nabokov, leí dos relatos que no conocía y que Nabokov comenta en su curso, una transcripción de sus clases en la universidad de Cornell a finales de los años 40), y en abril, revisando los libros que tengo en Tarragona, encontré una antología editada hace unos años por Pretextos. Casi todos los relatos los conocía, pero muchos los había olvidado, y con la relectura exprimí su jugo aún más. 

No esperaba releer a Salinger, de quien he leído todo lo que poco que de él hoy se conoce, aunque no creo que tarde mucho la ya hace años anunciada publicación, por su hijo y legatario, de material inédito de su celebérrimo padre. Ocurrió que encontré, en no recuerdo qué televisión o plataforma, un documental sobre Salinger pensé que tal vez merecía la pena una relectura. Y me tropecé con el librito que reúne dos de sus relatos más largosLevantad, carpinteros, la viga del tejado, y Seymour: una introducción. Leí ambos, no sé si por segunda o tercera vez. Esigual. El segundo es un relato difícil de leer, oscuro y pretencioso. En cambio el primeroes sencillamente magnífico, triste y divertido a la vez: una gozada.

En cuanto a Camus, me pasó una cosa curiosa. Oyendo en febrero un programa que los de La Cultureta (Onda Cero) le dedicaron pensé: cómo no lo he leído. ¡Hay que leerlo! Me decidí por La Peste, y lo compré en formato electrónico. Pensé: vamos a leer algo sobre una epidemia ahora que la estamos viviendo. No es lo primero que leía sobre el tema. Hace un par de años leí el gran clásico del Novecento italiano, Los novios, de Manzoni, obra poco leída en España pero que en los institutos italianos es lectura obligatoria. Y otro autor italiano, este del siglo XX, y uno de mis favoritos, Carlo Maria Cipolla, un historiador económico, de quien he leído un par de ensayos sobre las pestes que asolaron Italia en los siglos XVI y XVII y cómo se combatieron. Investigaciones históricas contadas con gran pulso narrativo: ¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo? (editado en Españas por Mario Muchnik en los 80) y, más recientemente, Il pestifero e contagioso morbo.
Leyendo La Peste tenía a veces la tenue sensación de que me sonaba algún pasaje. Pero a la vez me parecía que yo nunca había leído algo así, pues no es ese un libro como para que se te olvide haberlo leído. Y sin embargo así era. Desde 1976, el año en que (me acuerdo perfectamente, puesto que fue una clara decisión, casi como una llamada) me propuse ser un lector, y además un lector exigente, me vengo anotando en papelitos que guardo en una agenda de bolsillo todos los libros que leo. Allí, entre mis anotaciones de 1977, apareció La Peste. En cualquier caso, había que releerlo, y había que hacerlo ahora. Lo sorprendente no son los paralelismos con nuestra pandemia sino cómo tuvo que documentarse Camus para construir su relato, y no me refiero a la documentación histórica sino a la de la experiencia vivida, la historia interior de los habitantes de una ciudad tomada por la enfermedad.
Y el último leído, tras el cual he vuelto a Mary Beard (con el asesinato de Julio César, la cosa se ha animado), es también, sorprendentemente, una relectura camuflada y casi culpable. Se trata del segundo tomo, La ruta, de la trilogía La forja de un rebelde, de Arturo Barea. La emprendí hace más de diez años, y recordaba que tras el primer tomo, donde Barea narra y novela sus primeros años, en el Madrid de principios del siglo XX, me había quedado en las primeras páginas del segundo. Y sin duda así debió ser, aunque posteriormente lo retomé y me lo leí entero. Pero lo curioso es que me seguía martirizando la culpa durante todos estos años de no acabar ese segundo tomo de una obra, que por referencias de autores actuales o recientes (recuerdo cómo la alababa Umbral) o de lectores muy cercanos a mí, como mi mujer, era una lectura obligada para conocer la España anterior a la guerra civil y la propia guerra. De modo que empecé a leerlo, asombrándome de su estupenda prosa y sintiendo que aquella narración sobre la presencia del ejército en Marruecos, hace ahora un siglo, era para mí familiar. No, no es que hubieran leído otras cosas y por eso me sonaba, es que lo había leído entero y aún así me pesaba el recuerdo contrario. Había sido víctima por así decir de una culpa inexacta: mi verdadera culpa no era no haber podido seguir con el tomo II, sino haber postergado la lectura del III. En cualquier caso, como con toda gran obra, la relectura puede ser más placentera que la lectura. Y ahora, finalizado ya SPQR, voy ya por la mitad del apasionante (pero desazonador, por cuanto ahonda en la triste historia no tan lejana de nuestro país) tomo III de La forja de un rebelde.

MASCARILLA. Es el símbolo de la pandemia, su elemento identificativo, pese a los titubeos iniciales de la OMS y del doctor Simón y los doctores Simones de tantos y tantos países. Fuera de los hospitales ya se habían visto, en aeropuertos y en metrópolis con mucha contaminación, pocas veces en España, pero también, llevadas casi siempre por turistas orientales a los que yo miraba con extrañeza, criticando su radicalismo, o su menosprecio al resto de la humanidad, como si fuéramos peligrosos apestados. Y ahora, en muy poco tiempo, las llevamos todos, con una naturalidad pasmosa, como si las hubiéramos llevado toda la vida. La mascarilla ya es un complemento más, un artículo que poco a poco se va costumizando. Ya las hay de empresa y corporativas, y no tardaremos en verlas, para el otoño o el invierno, en pieles naturales o de imitación, y hasta habrá mascarillas de ceremonia, para las bodas y eventos.
En fin, tanto revuelo en nuestras sociedades democráticas occidentales hace unos años con el niqab, el hiyab y el burka, poniendo bajo sospecha a las mujeres musulmanas que los llevan en nuestros países, y al final todos vamos a acabar tapándonos la cara, reservando esa parte de nuestro cuerpo, como otras, al terreno de la intimidad.
Las primeras que llevábamos, cuando apenas las había y era un artículo casi del mercado negro, eran de emergencia: básicas, elementales, rudimentarias. Con la producción masiva y a precios mucho más asequibles se ha introducido el diseño, la estética. En los primeros días de desescalada, dando un paseo vi a una chica joven con una mascarilla de tela, fucsia, de un corte impecable. La chica era atractiva, sin duda, pero… ¡y lo bien que le sentaba la mascarilla! Porque la mascarilla, en un desconocido, es ya un elemento de misterio, que anticipa el momento en que el rostro quedará desnudo. Dentro de nada, si no las hay ya, habrá poesías o canciones que, parafraseando a Aute, bien podrían decir: no te desenmascares todavía, espera un poco más...

Sorprende cómo este complemento se menospreció al principio argumentando que aportaba una falsa sensación de seguridad (las autoridades sanitarias prefirieron no recomendar un artículo escaso, arriesgándose a que faltasen, como de hecho ya ocurría, en los hospitales), para actualmente poder leerse opiniones tan contundentes como probablemente exageradas como la de que su uso masivo es lo más importante para tener bajo control al virus.
Por lo demás, la mascarilla tiene una función de identificación: quien la lleva, aun en situaciones que no comprometen la distancia social, trasmite un claro ejemplo de civismo, y tranquiliza al prójimo que también la lleva, creándose una conexión cívica. Quien la lleva bien puesta, quiero decir, porque para llevarla por debajo de la nariz, o, peor aún, en la barbilla (cuando las veo así pienso que ya no son mascarillas: son barbilleras) mejor no llevar nada, mejor practicar el descarado nudismo mascaril. El caso es que cuando en un espacio cerrado veo a alguien así, con la nariz fuera de la mascarilla, o con barbillera, me tengo que contener para no llamarles la atención. En espacios abiertos es otra cosa, pero las personas que veo con barbillera me producen una impresión muy lamentable, hay algo repulsivo en esa posición de la mascarilla, tapando la papada, o, quién sabe, recogiendo las babas. Y parece ser que se ha puesto de moda. Porque la manera de llevar estos artilugios está claramente sometida a las modas. Hace unos años se puso de moda, y es algo que aún se ve, llevar las gafas de sol ancladas en el cabello; más recientemente se llevan en la nuca, boca abajo, si las patillas flexibles lo permiten y no hay riesgo de caerse. Por no hablar de otra moda, en auge hará unos quince o veinte años, consistente en las cadenitas para sujetarse las gafas. ¡Qué mala impresión me causaba ver las gafas sobre el pecho sujetas con una cadenita o cuerda! Puedo afirmar con orgullo que yo, que pertenezco a ese segmento de la población que continuamente se pone y se quita las gafas, jamás caí ni espero caer en tan indecorosas modas.

MUERTOS. Hemos escuchado, y escucharemos, miles de opiniones de todos los protagonistas: políticos, tertulianos, sanitarios, trabajadores, empresarios, periodistas, niños, ancianos, expertos y pseudoexpertos, sacerdotes, policías, famosos, hosteleros, cajeros de supermercado, peluqueros… pero nunca podremos saber la opinión de los grandes perdedores de esta crisis sanitaria global: los muertos. No, no he pretendido decir una perogrullada. Cierto que tengo la fortuna de no haber sufrido muertes en mi entono inmediato. Sí un poco más allá, pero en general puedo decir que no he recibido noticias de muertes de esas que, en condiciones “normales”, te obligan a presentarte en una sala de vela de un tanatorio o acudir a un funeral. Pero mi impresión es que los que han muerto desaparecieron de escena mucho antes de su muerte, como si llevaran muertos muchos días y semanas antes de ser declarados como tales, pues ni siquiera pudieron ser acompañados ni despedirse de sus seres queridos. Hasta el punto de que los que sobrevivieron a la UCI, a ese entubamiento que debe ser absolutamente terrible, y que veíamos en los telediarios salir entre aplausos de los sanitarios, me parecían muertos resucitados. Y qué decir de las diferencias entre los anotados en el debe del virus y los que permanecerán por siempre en esa zona gris que marca la elemental resta entre la cifra media global de muertos en la primavera de años anteriores, y los fallecidos en esta aciaga primavera de 2020. Qué dirían desde su insondable eternidad si pudiéramos comunicarnos. Los muertos han tenido que resignarse a ser pura cifra, y cifra difusa, mil veces calculada y recalculada, sujeta a errores de recuento, a interpretaciones, a la competencia a veces sobreactuada entre autonomías, como si no hubiera una frontera clara entere el ser y el no ser. Sus familiares no han podido acompañarles en el hospital ni despedirles, ni siquiera, según se dice, verles tras la muerte, debiendo confiar en que los que estaban dentro de aquellas cajas selladas con cinta americana eran sus familiares y no otros: aunque en el fondo, como cifra que han sido, todos los muertos son intercambiables. Fueron todos enterrados con precauciones sanitarias adicionales a las habituales, por ser considerados como una peligrosísima potencial fuente de contagio, como el más inicuo de los residuos: qué sarcasmo que las víctimas más brutalmente víctimas fueran a su vez considerados como el mayor potencial verdugo.
Y nosotros, los vivos, felices de no pertenecer a ese grupo, recibíamos cada tarde la noticia del recuento del día anterior, como el barómetro que nos indicaba el curso de la pandemia: han bajado, han subido, el pico, la curva...



MÚSICA. Pese a su cada vez mayor uso en la esfera privada, a través de los auriculares y dispositivos móviles, qué duda cabe de que la música tiene una función social. Esa misión quedó muy patente desde el primer día del confinamiento. La particular experiencia vivida ese día en mi calle se ha tenido que vivir, con otras formas, en todas partes. Ocurrió que por la tarde, mientras estábamos aquel primer día aún desorientados y perplejos ante el encierro decretado, haciendo cábalas de cómo sería nuestra vida y cuánto duraría aquello, en un balcón alguien sacó una trompeta y comenzó a tocar el pasodoble Amparito Roca, muy popular en Tarragona, música obligada en las fiestas de la ciudad. Convocados por ese animoso pasodoble todos salimos rápidamente a los balcones y terrazas, y empezamos a acompañar el toque de trompeta con nuestras palmas. Por toda la ciudad y fuera de ella empezaron a circular vídeos del improvisado concierto. Los medios se hicieron eco. Esa u otra tarde saludé a nuestra vecina de rellano, asomada en su terraza, y me dijo que el trompetista, que vivía un par de bloques más allá del nuestro, era su cuñado. Le pedí que le diera las gracias en nuestro nombre, por animarnos con su trompeta.

La iniciativa la repitió al día siguiente, y al otro, y al otro… Empezaba a tocar a las 6 en punto y ya había gente asomada esperándole. Poco a poco fue introduciendo otras músicas, marcadamente populares, entre ellas ese “Resistiré” del inefable Dúo Dinámico. Yo salía siempre a oírle. Se agradecía la rutina que anticipaba la de los aplausos de dos horas más tarde. Uno estructuraba su día de confinamiento a base de rutinas como esa, que conseguían que el tiempo transcurriera más rápidoPero después de tres o cuatro semanas aquella rutina se me hizo insoportable. Estaba leyendo, o viendo una serie o lo que fuera, y cuando se empezaba a oír la música, con un repertorio cada vez más pachanguero y con interpretaciones de menor nivel técnico, me decía (yo, que tanto lo había alabado el primer día): ¡pero qué pesado! ¡Con lo tranquilo que estaba yo! ¡Ya vale, tío! Un buen día dejó de tocar. Supongo que coincidió con el inicio de la desescalada, que marcó el lento declinar de los ritos compartidos como el de los aplausos de las ocho.
No fue la única música. En el bloque del trompetista o en el de enfrente, en los que al parecer surgió una especie de comunidad de la música y la animación, a alguien le dio los viernes y sábados después de los aplausos por poner música discotequera a todo trapo, a veces durante una hora entera. Era de noche todavía y en los balcones empezaron a aparecer luces de colores que se encendían y apagaban. Los niños, las mamás, los papás, los abuelitos, bailaban en las terrazas y balcones.
Al principio pensé: bueno, está bien, se han de desahogar. Esa música, aunque no sea la que yo pondría, es el vehículo de transmisión de la conciencia vecinal, es la voz del barrio… Es natural que uno piense cosas así ante un impacto repentino en nuestras vidas como era ese inédito confinamiento. Pero como en el caso del trompetista, mi conciencia individual acabó ganando la partida, disgustándome profundamente -si no lo he dicho todavía lo digo ya: el confinamiento ha traído también consigo algunas cosas buenas- que el bendito silencio que teníamos (hasta me olvidó del ruido de los coches) se alterase con tanto escándalo. Es más, me decía (sobre todo durante nuestra clase de yoga online que nos impartía un vecino): ¿pero qué se creen estos, que necesitamos su ruido para animarnos? ¡No se preocupen de nuestras necesidades musicales, estamos servidos, gracias! Afortunadamente, con la desescalada, a la vez que las calles se llenaban de inéditos paseantes, la música volvió por completo a su ámbito particular de siempre. Y entre tanto se nos murieron Luis Eduardo Aute y Rafael Berrio. Y John Prine. 

NORMALIDAD, NUEVA NORMALIDAD. Otra expresión que está haciendo fortuna, porque el fin del estado de alarma abre una nueva etapa, y esta tiene que poder ser nombrada. Si lo iniciado el 14 de marzo fuera un paréntesis, seguramente no haría falta añadir ninguna nueva expresión a las muchas que ya tenemos los hablantes de este idioma en que redacto estas notas, pero lo ocurrido dista mucho de ser un paréntesis que limpiamente se abre y se cierra. Nada tengo contra esa expresión, que designa algo que ha de ser designado, aunque si nuestros gobernantes, con esa ansia por poner nombres, no la hubieran acuñado, los medios, o ese ser colectivo y anónimo que crea el lenguaje, hubiera alumbrado otra etiqueta, algo así como la post-alarma o la post-desescalada.
Lo que me desagrada es que un gobierno invente e imponga palabras y además lo haga con éxito, pues me parece cosa más propia de totalitarismos, y pienso en las consignas de Mao y su Gran Salto Adelante, o de Lenin y la Nueva Política Económica, o peor aún, la Solución Final de Hitler. Incluso, a nivel nuestro, Franco y sus Veinticinco Años de Paz: recuerdo muy bien (yo tenía 7 u 8 años) la pancarta que colgaron de lado a lado de la calle Mayor de Gandía, no muy lejos de la tienda de tejidos de mi tío Pepe, y cómo en mi cándida alma de niño pensaba, pareciéndome que 25 años era una eternidad, ¡qué bien, cuánta paz tenemos!
Y no quiero decir, ni mucho menos, que haber lanzado esa expresión en una rueda de prensa el presidente Sánchez (no sé si previo asesoramiento lexicográfico) le convierta en un totalitario, sería rebajar mucho y frivolizar esa dura palabra, pero me desagrada que con la mayor naturalidad concedamos cada vez más un papel más amplio a nuestros políticos, por mucho que seamos una sociedad democrática, olvidándonos que su ámbito ha de ser el de la gestión, y nunca el de las ideas.

POLICÍA. Uno de los efectos donde podemos cifrar el éxito de la actuación gubernamental, en cuanto al indudablemente reforzamiento de sus potestades y su, digamos papel director (me ocuparé de ello en la voz POLÍTICA) es que ha movilizado a amplias capas de la población que se ha sentido llamada a actuar. Las fuerzas y cuerpos de seguridad, por supuesto por tener un papel muy concreto en el dispositivo creado, pero sobre todo los primeros días se les veía actuar más allá del cumplimiento reglado de sus funciones. Lo pude ver por mí mismo en mi propio entorno familiar, con una clara sobreactuación por parte de algunos agentes, incluyendo cierta escenografía un tanto grandilocuente. Si el objetivo era infundir miedo para que todo el mundo obedeciera (quedó claro desde el principio que se daba por hecho que la ciudadanía no sería capaz de asumir su responsabilidad) a fe mía que lo lograron. En mis muy escasas salidas, aunque me limitara a tirar la basura, iba acoquinado y cohibido ante la posibilidad de que detrás de una esquina me abordara una patrulla, y que en cuanto lo hicieran renacería en mí una sana rebeldía juvenil ante la exhibición de la fuerza con lo que seguramente no haría más que empeorar las cosas.
Pero lo curioso es que ese afán un tanto sobreactuado, ese tener la calle bajo absoluto control, se trasladó a ciudadanos normales y corrientes. La sabiduría popular, con el soporte tecnológico del whatsapp, los bautizó rápidamente: la Policía de Balcones, un enorme cuerpo de voluntarios, que tanto aplaudían cualquier actuación de la policía oficial contemplada desde sus balcones, sin pararse a pensar que a lo mejor el pobre ciudadano sometido a sumarísimo atestado no era culpable de nada, como se sentían llamados a la acción increpando a quien les parecía se había saltado el confinamiento, o, peor aún, delatándolos ante la policía oficial, con un ansia de colaboración ciudadana que ya hubieramos querido en el País Vasco en los años de plomo del terrorismo etarra.
Supongo que todo era fruto de la excitación que todos sufrimos, esa desubicación de no saber qué iba a ser de nuestras vidas en los días y semanas que vendrían, porque en cuanto nos adentramos en la dichosa desescalada, todos se han relajado, y ahora veo pasar al coche patrulla a muy pocos metros de un grupo numeroso de adolescentes sin mascarilla ni distancia de seguridad alguna, y los agentes no dicen absolutamente nada.

POLÍTICA. Si en esta tremenda crisis con tantos muertos, una economía colapsada y el triste reconocimiento de la fragilidad de la condición humana y de nuestras muy apreciadas sociedades democráticas avanzadas hay un claro ganador ese es la política. Es decir, la política como ejercicio del poder político. La enorme cantidad de horas en que un ser humano, el Sr. Pedro Sánchez, con una verborrea que ya querrían para sí los vendedores de seguros, se ha dirigido a toda la población del país desde la televisión no tiene precedentes: ha superado claramente a cualquier otro representante político, y a cualquier monarca, incluso muy probablemente al dictador Franco. Y eso solo en cuanto a su manifestación externa.
Hasta el 13 de marzo de 2020 veíamos al poder político en nuestra sociedad como un importante actor, con un radio de acción y afectación en la esfera privada de los ciudadanos muy amplio, pero un actor en un escenario muy coral, con muchas otras voces, con contrapesos y limitaciones. Pero a partir del 14 de marzo ese poder, gracias al excepcional mecanismo constitucional del estado de alarma (a propósito, ¿no es chocante que en cuarenta y pico años de régimen constitucional el recurso a mecanismos extremos como el 155 y el estado de alarma se haya concentrado en un periodo de poco más de dos años?) se intensifica hasta extremos nunca vistos, el poder se concentra en un gobierno, el régimen autonómico queda prácticamente hibernado, dando paso, en el mejor de los casos, a una jerarquizada descentralización administrativa, y un solo hombre, el presidente del Gobierno (secundado a veces, bajo cualquier excusa, por otros gesticulantes actores que no podían permitir perder su cuota televisiva) se erige día tras día en el interlocutor único con millones de habitantes: todo gira alrededor de las decisiones de ese hombre que si bien mantiene ciertas rutinas, reuniéndose con su gobierno, con los presidentes autonómicos, con los asesores científicos, etc., personifica el ejercicio del poder de una forma y con una intensidad que nunca antes se había visto. Y no solo la televisión y los medios, obligados a ser monotemáticos, la misma expresión escrita de ese poder (el BOE), con sus intempestivas ediciones extraordinarias, ha echado humo: nunca antes había sido tan consultado. Porque además ese poder político ha entrado en terrenos nunca vistos, de manera que nuestra vida diaria, nuestros proyectos, nuestras relaciones humanas han dependido durante casi cien días, y siguen haciéndolo, de las decisiones de ese poder.
Y sin embargo, aunque algunos en una reacción más emocional que racional han querido ver en ello una pura expresión dictatorial, esa expansión de la política en su capacidad de decidir la vida de millones de personas ha sido perfectamente democrática. Veremos qué dice nuestro parsimonioso Tribunal Constitucional cuando en su momento dictamine sobre los recursos de inconstitucionalidad presentados, si bastaba el estado de alarma para limitar la libertad de circulación como se ha hecho o si, al menos durante algunas semanas, el instrumento constitucional idóneo era más bien el del estado de excepción. No habiendo precedentes, ni por tanto una jurisprudencia previa a la que agarrarse, creo que mantendrá la constitucionalidad de la declaración del estado de alarma y sus prórrogas. Pero si eventualmente se pronunciara en contra, no creo que hubiera consecuencias.

En cualquier caso, hemos asistido a un triunfo por goleada de la política, que se ha mostrado más necesaria que nunca. Y además hemos comprobado que, tras 42 años, nuestra Constitución, que algunos pretenden desfasada, sigue siendo un instrumento políticamente útil, que aún exhibe sus potencialidades. Y lo más importante: la población ha aceptado muy mayoritariamente ese papel director de la política. Frente a ello será una pura anécdota, todo lo más una nota a pie de página en la historia política de estos meses, la necesidad de armar un poco de ruido que ha mostrado algún representante autonómico, creando insospechados hermanamientos, como el de los presidentes autonómicos Torra y Díaz Ayuso; por no hablar de la ironía de que el partido del arco parlamentario ideológicamente más próximo al más largo régimen dictatorial de nuestra historia se haya intentado erigir precisamente en el defensor de nuestras pisoteadas libertades.

RESIDENCIAS. Incapaces de mantener a nuestros ancianos en sus casas, con sus familias, los internamos en las residencias, confiando en los cuidados que allí se les dan, en lo bien que les atienden, cuando el hecho de estar allí, aislados del mundo, de sus casas, de su vida de siempre, esperando la muerte, ya es una derrota. Nadie en estos años se había preguntado si las residencias estaban preparadas para afrontar crisis sanitarias como la vivida, porque los ancianos de las residencias no tenían voz, no daban la lata: no se manifestaban, ni escribían cartas en los diarios, ni emprendían recogidas de firmas en change.org. Las familias les olvidaron y la política también, convirtiéndoles en muchos casos en campos de exterminio.
Yo diría que lo que ha ocurrido en las residencias ha sido nuestra mayor vergüenza.

TELEDIARIOS. Los telespectadores ya estábamos acostumbrados a telediarios más o menos monográficos cuando los grandes acontecimientos: atentados, terremotos, golpes de estado… Las reacciones, las condenas, las muestras de solidaridad, las investigaciones policiales… todo eso justifica que durante unos pocos días apenas se hable de otras cosas. Pero en el caso de la Covid-19, todas las informaciones han girado absolutamente sobre ese tema, en su vertiente médica, por supuesto, pero también en la política, en la económica y hasta en la deportiva, y además lo ha hecho durante meses. Es cierto que este es el gran acontecimiento global de lo que llevamos de siglo, y que ha afectado a todo, tanto en la esfera pública como en la privada. Pero, pese a que gran parte del metraje de los telediarios ha sido facilitada por nuestras autoridades, con esas largas comparecencias de Sánchez, Illa y Simón, a partir del inicio de la desescalada los editores de los telediarios se han apoyado excesivamente en la banalidad cotidiana, buscando la noticia debajo de las piedras. Puestos a retratar la afectación de la pandemia en la esfera privada de los ciudadanos o, por así decir, en nuestro estilo de vida, y principalmente ese gran filón informativo que ha sido el post-confinamiento, no hacía falta tanto reportaje, repetitivo e intercambiable, de cómo los ciudadanos empezaban a acudir a las terrazas y los dueños de los bares medían la separación entre mesas y colocaban hidrogeles, etc., con entrevistas también repetitivas e intercambiables con consumidores que narraban la emoción del primer cafelito o de la primera caña, acompañándolas de comentarios más bien tontos. Había materia para mucho más y más serio, para analizar de verdad las consecuencias económicas, las complejidades de la búsqueda de tratamiento médico y de una vacuna. Es más, muy poca de la información recibida durante estos meses que, siendo más o menos valiosa nos podía ser útil, nos ha llegado por la televisión. Aún a riesgo de ser víctimas de las fake news y de la desinformación, hemos prestado atención a los videos difundidos por las redes sociales, donde otros “expertos” diferentes a los que copan las cadenas televisivas, nos han dado, al menos, puntos de vista diferentes, explicando aspectos de la enfermedad y su prevención que por lo visto los editores de telediarios consideran que los espectadores no tenemos la capacidad de entender.

TELETRABAJO. El teletrabajo ha llegado para quedarse, se dice estos días. Y ciertamente algo que ya era perfectamente posible antes del 14 de marzo ha cobrado un impulso sin precedentes, poniendo de relieve sus ventajas, pero también sus inconvenientes.
Llegué al teletrabajo, como casi todo el mundo, forzado por las circunstancias, pero en cuanto a los dos o tres días me instalaron un VPN y trasladé a mi domicilio mi propio equipo informático que tenía en el ayuntamiento del que soy Secretario, me pareció una excelente experiencia: había conseguido unificar dos espacios en uno. Rápidamente se instaló una nueva aplicación de contacto del personal, el Slack, con la que podías chatear e incluso videoconferenciar con cualquiera, sustituyendo así a lo que en circunstancias “presenciales” se llama “voy a bajar un momento a la segunda planta a entregar esto a Fulanito y de paso le comento un par de cosas a Menganita”. Los árboles de la calle que empezaban a sacar sus brotes, o los vecinos del edificio de enfrente, se convertían en mi contorno “extrapantalla”, el paisaje de mi nuevo despacho. A veces cambiaba de ubicación y, desde el dormitorio, en el pequeño escritorio junto a la ventana, veía el árbol de Ana Frank del que hablé en la entrada “árboles”. En esa inédita dimensión del trabajo, los verbos, las expresiones habituales cambiaron: ya no tenía sentido decir “me voy al trabajo” sino “voy a conectarme” o “voy a empezar a trabajar”. Tampoco diría más “hoy, en el trabajo”, pues el trabajo había dejado de ser un lugar. El trabajo era una ocupación doméstica, entre otras, pero su límite no estaba claramente definido: en un lugar se entra y se sale, en el “modo trabajo” estás siempre, a un solo clic de distancia: ya no se daría más ese fenómeno de que en ese lugar que llamábamos “el trabajo” alguien preguntara por ti” y alguien respondiera: “pues se acaba de ir, a lo mejor aún le pillas esperando el ascensor”.
Con el buen tiempo el espectro de lugares desde donde teletrabajar se amplió. También podía hacerlo desde la terraza, oyendo los crecientes ruidos de la calle. Y aunque yo no he llegado a ese extremo, he visto a alguien “de mi trabajo” hacerlo in itinere, viendo su imagen mientras hablábamos desplazarse de un lado a otro de su domicilio como en un plano secuencia.
En el capítulo de las ventajas hay que consignar también otra no desdeñable, aunque, como en otras, pasado un tiempo ya no lo parec tanto: la supresión del tiempo y los gastos de desplazamiento. En mi caso no era demasiado, unos 35 minutos entre ida y vuelta, pero media hora al día es mucho, sobre todo cuando ya se va teniendo una edad.
Con el transcurso de los días los inconvenientes se me fueron haciendo más presentes: la inadecuación de mesas y asientos, pues la categoría “mobiliario de oficina” sigue teniendo una justificación, molestias en los ojos por las excesivas horas concentrado en una pantalla, así como ciertas molestias en el brazo, consecuencia del abuso de la firma electrónica y su largo protocolo de clics y ventanas. Pero luego hay otros dos perjuicios, uno psicológico y el otro podríamos llamarlo organizativo.
Al primero lo llamo la supresión de las transiciones: más allá de sus inconvenientes en forma de necesidad de un vehículo y de un tiempo, el desplazamiento al lugar de trabajo cuando no es tu domicilio supone una transición, un calentamiento, como los deportistas antes de entrar en acción, o una descompresión cuando finalizas tu jornada y vuelves a casa. Esas transiciones, que el teletrabajo, en su pragmatismo extremo, ignora, son altamente saludables.
Al segundo, más difuso, lo llamo la supresión del efecto pasillo, es decir, de los encuentros fortuitos con otros trabajadores que en condiciones presenciales te permiten ponerte al día de una gestión o enterarte de algo que debes saber mientras bajas unas escaleras o compartes ascensor, o que sin necesidad de redactar un correo o programar una videoconferencia te permite improvisar una reunión, o, simplemente ver cómo está el ambiente. Es decir, la visión global, lo que no puedes deducir en correos, mensajes o incluso videollamadas, lo que solo te llega cuando ves a otras personas en su lugar de trabajo, tanto si tienen respecto a ti una posición vertical u horizontal en el organigrama.
Mi conclusión es que el teletrabajo puede ser muy útil en determinadas circunstancias (imaginemos que por estar entre los contactos de un positivo el virus nos obliga a guardar cuarentena) pero no debe ser la norma general: pues el lugar de trabajo, como lugar diseñado expresa y saludablemente para dicho fin, y la convivencia en un mismo espacio físico con otros trabajadores, sigue siendo necesaria. Y, en sentido contrario, salvo trabajos muy especializados o excepcionales, es más saludable física y mentalmente separar los espacios del hogar y el trabajo, del ocio y del negocio.

VIDEOCONFERENCIA. Las videoconferencias han sido un instrumento capital para el teletrabajo pero también para la relación con amigos o familiares e incluso para una larga lista de actividades que hemos descubierto que admitían su modalidad online.
En pocos días nos familiarizamos con los nombres de las nuevas aplicaciones: Zoom, Jitsi Meet, Teams, Cisco Web, Whereby… Y el Skype, que seguía ahí, como el gran veterano.
Como en todo, las ventajas han sido evidentes: hgemos podido hablar con nuestros amigos, con nuestros familiares, mantener reuniones de trabajo, impartir y recibir clases, hacer gimnasia o sesiones de yoga, asistir a conferencias… Pero no hemos tardado en descubrir los inconvenientes de esa utilización extraordinaria de la videoconferencia. Y no me refiero a todos los fallos que ha provocado las simultáneas conexiones masivas en todo el país, con desconexiones, conferenciantes congelados, irrupciones indeseadas (yo me vi un día sin saber cómo en una reunión de Zoom en la que nadie nos conocíamos). Me refiero a la forzosa irrupción de una parte de nuestra intimidad que en las reuniones presenciales, quedan preservadas. En la videoconferencia no hay un territorio común, un espacio neutral donde el encuentro se produce, sino un espacio virtual, o mejor dicho un no-espacio, donde los protagonistas son los conferenciantes en su propio entorno. El territorio común se sustituye por una acumulación de territorios que se yuxtapone a la acumulación de rostros. La consecuencia es que nos ofrecemos más a la visión del otro que lo que deberíamos, nos exponemos más, puesto que no solo confrontamos nuestros opiniones, nuestras palabras, sino nuestros entornos más íntimos, nuestro paisaje doméstico. Cierto que había en algunas aplicaciones la posibilidad de anular ese componente, poniendo un fondo virtual, neutro, pero no se solía hacer. También es cierto que esa diferencia es irrelevante para la mayoría, como un reflejo más de ese exhibicionismo social que vemos cada día (esas personas que parecen retransmitirnos su maravillosa vida llena de fiestas y acontecimientos felices, en su Instagram, Facebook, etc. a la espera de que alguien les haga la caridad de concederles un “like” o un corazoncito) y se buscaba no el lugar más cómodo o mejor iluminado, o con mejor señal para plantar el ordenador portátil, sino aquel que ofrecía un ángulo más favorable de nuestra casa, con un fondo de librerías abarrotadas de libros, o un salón elegantemente amueblado.