NOSTALGIA DEL CONFINAMIENTO
Propuesta para un léxico de la pandemia Covid-19
El 14 de marzo de 2020 va quedando
atrás.
Desconfinado,
desescalado,
normalizado en la Nueva Normalidad, pero aún desconcertado,
entristecido y asustado ante un futuro más incierto que nunca,
escribo estas
palabras introductorias a mi
léxico covídico ya en plena
canícula, cuando una
de esas tontas esperanzas que
se apuntaban entonces, la
ingenua creencia de que con el calor el virus desaparecería, se
ha desvanecido
estrepitosamente.
Me
vienen últimamente
a la cabeza imágenes muy concretas de los días de confinamiento:
los ruidos de muebles de
nuestros vecinos de arriba tras los aplausos
cuando se disponían a hacer
sus tablas de gimnasia, los
zapatos de los tres miembros de la familia que fuimos
confinados en Tarragona, a la
entrada de casa, junto al radiador; la
toalla roja que
colgaba en el toallero y que no
compartía con nadie, pues tuve
miedo de haberme contagiado un par de días
antes del confinamiento;
los árboles sin hojas que
veía cada día pensando que la primavera tardaba demasiado en
llegar. Pero sobre todo el bendito silencio, la sensación de
asomarme y estar ante un mundo desconocido, ante unas calles que
habían
dejado de ser calles para ser
una extraña ampliación de los campos y la playa.
De modo que ahora que vivimos una falsa normalidad, rodeados de
potenciales peligros, esperando el momento en que no haya más
remedio que cerrar las fronteras y volver a nuestras casas, a veces
siento cierta
insensata nostalgia
de esos días de marzo y abril y
de la falsa seguridad del hogar, de esa confortable
burbuja que nos acogía, como
si solo ella existiera.
Aunque
no tuviéramos el virus (los que
lo hayan tenido, y lo hayan sobrevivido podrán contarlo: yo no
puedo ni debo hablar de una
experiencia que no sea mía)
vivimos durante esos tres largos meses algo parecido a un proceso de
curación, incluso de
redención. A través del
televisor y los medios el Dr. Simón, Sánchez e Illa nos daban la
información del mundo exterior, nos
situaban ante las fases de ese proceso. Eramos
animales dentro de un Arca de Noé, a salvo de las aguas embravecidas
del Gran Diluvio Universal. El
confinamiento nos salvaría, había que esperar y confiar en la
ciencia. Llegaría
el
pico de la pandemia y luego poco a poco se aplanaría
la curva, y empezaríamos a
controlar la epidemia. Nuestro
sacrificio tendría su recompensa. Llegaría el buen tiempo y
saldríamos a pasear y a hacer
deporte, abrazaríamos a
nuestros familiares, veríamos a nuestros amigos, nos
acicalaríamos en las peluquerías...
Desescalaríamos por fases y llegaríamos a la tierra prometida de la
Nueva Normalidad. Pero lo que no nos dijeron es que viviríamos un
desasosiego aún mayor, con rebrotes por
todas partes, con indisciplina en amplias capas de la población, con
un temor creciente a que esta pesadilla no acabe nunca.
De
modo que pienso si no era
preferible sabernos a resguardo
de todo peligro, en casita, sin salir, centrados en nosotros mismos,
haciendo un reset
de nuestras vidas, que vivir
rodeados, justo
ahora que tenemos la libertad
de movernos, de ir y venir, de tanta incertidumbre,
esperando la segunda y temible
oleada, esperando el Apocalipsis.
ALARMA. Fue
la palabra más temida.
Busquemos algunos titulares en Internet, cuya lectura nos
produce ahora más
bien vergüenza:
El miedo al coronavirus es peor que el propio virus
Lo decía el experto en la Covid-19 de La Vanguardia, Josep Corbella el 2 de febrero, un periodista serio de un diario serio. Y su comentario se abría así: “Cuando dentro de unos meses haya remitido la epidemia del coronavirus y miremos atrás, ¿qué pensaremos de las medidas que se está tomando ahora para contener la infección? Probablemente que muchas de las acciones fueron desproporcionadas y que el miedo al virus fue peor que el propio virus.”
Eran declaraciones
de la consejera de salud, Santos Induráin, el 26 de febrero.
Cinco datos para poner en su sitio la alarma social por el coronavirus:
El Covid-19 tiene una tasa de letalidad estimada del 0,7%, que podría ser menor, y afecta sobre todo a mayores y enfermos.
La gripe común ha causado más muertes en España el año pasado que el coronavirus en todo el mundo a día de hoy
De la web de RTVE, en fecha 3 de marzo.
Fue
correcto anatemizar el alarmismo, si por este entendemos las
reacciones desesperadas de algunos incívicos
como los robos de material de protección en
algunos hospitales: algo se dijo de ello, aunque
me parece que no se ha querido
ahondar mucho en esos hechos, preferimos pensar que todos los sanitarios fueron héroes, esa desgastada palabra.
También se condenó a aquella
joven
que alguien grabó en video en
el metro: sentada
frente a una mujer de rasgos orientales se cubría la
cara con su bufanda, por temor al contagio: alarmismo
mezclado de xenofobia. Ahora
en cambio sería aplaudida, por autoprotegerse responsablemente.
Sí,
las acciones desesperadas son
condenables, pero para atajarlas no había
más que informar correctamente a la población, no tratarla de menor de edad, y decir la verdad: preparémonos
porque lo de China, y lo de Italia, nos puede llegar, nos llegará
muy probablemente. Y desde luego no hacer
esa comparación estúpida de que la gripe común había matado más
gente. Nib decir hasta la saciedad esa especie de necio mantra, de "tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo".
Lo
que nos salva de daños mayores
en un accidente es precisamente
la alarma, ese ¡cuidado! que
alarmados le gritamos al conductor despistado. Yo me temo que precisamente ese empeño de nuestras autoridades en el “no debemos crear alarmismo social” fue la excusa para la inacción, o al menos para una acción
poco decidida.
Qué
sarcasmo que, tras anatemizar la alarma, el 14 de marzo el Gobierno
tuviera que declarar, precisamente, el ESTADO DE ALARMA. Las palabras nunca perdonan.
APLAUSOS.
Ignoro si la idea de aplaudir a médicos y personal sanitario a
determinada hora se inició en algún lugar concreto, de China o
Italia, o surgió espontáneamente en todas partes. En nuestro país
alguien entre los muchos que frecuentan las redes sociales debió
hacer un “pásalo” sugiriendo esa hora, razonable para los usos
españoles y la época del año, y a velocidad viral (con o sin
Covid-19 la viralidad es una de las señas de identidad de nuestra
época) acabó llegando a todos los hogares.
Aquellos
días se aplaudía con entusiasmo. Todo el mundo salía a ventanas y
balcones. En mi calle había tanta ansiedad por aplaudir que de hecho
se empezaba dos o tres minutos antes de las ocho. Oías el estruendo
y dejando cualquier cosa que estuvieras haciendo, salías como un
autómata a unirte a la comunidad, porque lo que creó ese aplauso
fue una comunidad ciudadana, una espontánea alianza que trascendía
toda otra forma política asociativa. Uno
de mis recuerdos más entrañables del periodo de estricto confinamiento era oír los aplausos que desde el otro lado del piso
iba dando mi mujer mientras caminaba a la terraza donde yo, que solía
estar más cerca ya aplaudía: aún oigo el eco de sus vibrantes
palmadas en mi cerebro.
Los
árboles aún no habían brotado (vivimos en un primero y frente al
balcón están las copas rebosantes de hojas: solo estirando el brazo
las puedo tocar) de modo que veía las caras de los del otro lado de
la calle. Unos a otros nos mirábamos, casi por primera vez, aunque
inadvertidamente nos hubiéramos cruzado antes, como si de hecho nos
aplaudiéramos unos a otros y no al personal sanitario que en sus
hospitales luchaban contra aquella nueva y desconcertante enfermedad,
tan global que su nombre es el mismo en todas las lenguas del mundo:
Covid-19.
Oí
decir a alguien en mi entorno, mostrando quizá esa especie de espiritualidad cívica del momento, que había que concentrarse en
las manos, pues una representaba al sanitario y la otra era como la
palmada de ánimo, de solidaridad, que le dábamos. En cualquier
caso, se trataba de una ceremonia colectiva: esa ceremonia unió a
todos, traspasando las fronteras de nuestras tristes naciones. Toda
Europa acabó aplaudiendo a la misma hora, un gesto global, casi el
único, para enfrentarse a un virus global.
En
casa me decían que aplaudía fatal, con las manos cóncavas, con lo
que producían un sonido cavernoso, como de tablao flamenco: en esos
días aprendí a aplaudir con las palmas extendidas, produciendo un
sonido más alegre.
Los
aplausos, como el desconfinamiento, también tuvieron sus fases. Del
aplauso emotivo del principio se pasó a un aplauso normalizado, y de
este al aplauso rutinario, de trámite, y al final los aplausos se
fueron apagando en una lenta y triste decadencia: hacia mediados de
mayo apenas se oían y siempre llegaban de lejos. También, en mi
caso, los árboles, con su espectacular eclosión primaveral,
hicieron lo posible por romper aquella comunicación visual entre
vecinos: se oía un rumor lejano, pero no se veía ya a nadie.
Por
otra parte, algunos sanitarios habían expresado en vídeos,
entrevistas y comentarios, su recelo o temor ante un gesto vacío, e
incluso hipócrita, si la sociedad entera no se concienciaba de su
escasez de medios, del riesgo tremendo al que estaban sometidos y de
los salarios insuficientes: no nos aplaudan tanto ahora, no somos
héroes, solo cumplimos nuestro trabajo, venían a decir, pero por
favor: sean conscientes de lo que significa una buena sanidad pública
y apoyen nuestras reivindicaciones.
Entiendo
ese recelo: sí, los países mediterráneos somos muy de aplaudir, de
expresar emociones en el momento adecuado (lágrimas, abrazos,
aplausos, buenas palabras) pero no tanto de transformar los buenos
sentimientos en acciones, en actitudes cívicas.
Me
llevó unas cuantas semanas comprender que, aunque no lo supiéramos,
a quienes aplaudíamos era en realidad a nosotros mismos.
ÁRBOLES.
Nunca se acaba de conocer a los árboles. Los de la calle, de hoja
caduca, estaban pelados en marzo, un puro esqueleto de ramas
escuálidas. En una de ellas, como un vestigio del otoño, aún
quedaban unas hojitas amarillas que no habían sabido o no habían
llegado a tener la oportunidad de caer. La necesidad de salir al
balcón, como un triste sustituto de la calle en la época del
confinamiento estricto, me hizo verlos con otros ojos. Estaban allí
desde que vinimos a esta ciudad y a esta casa, quince años atrás,
pero era como si no los hubiera visto todavía. Un buen día vi los
nuevos brotes apuntando ya en aquellas frágiles ramitas y poco
después, muy lentamente, con mucha timidez, empezaron a brotar las
hojas.
El
confinamiento, con su brusca irrupción en nuestros vidas había
traído nuevas rutinas: la de los aplausos era colectiva, pero cada
uno fue forjando las individuales: mi mujer adquirió la costumbre de
fotografiar cada día el árbol delante de la terraza.
En
cambio los de atrás, los de la zona comunitaria, siempre idénticos
a sí mismos, pues son de hoja perenne, nada nuevo me han trasmitido:
lo que me han aportado en esta casa, me lo aportaron ya al principio.
Son tres, en fila india, el de en medio con una copa enorme, de modo
que al subir la persiana del dormitorio, aparece esplendoroso,
a veces agitado por el viento (la
manzana que ocupa el edificio
está
edificada solo en tres de sus lados). Es como si me saludase. En mi
mente tiene un nombre: el árbol de Ana Frank. Debo de confesar que
antes de leer su famoso diario tenía un considerable recelo hacía
esa obra, no sé si por la imagen anticuada y
repelente de esa pobre niña o
porque me parecía excesivamente sentimental, y hasta cursi, lo que
se contaba del libro en los medios de comunicación. La visión de
una niña con tirabuzones escribiendo su diario con su caligrafía
escolar no me resultaba atractiva. Prejuicios tontos, por supuesto.
Tanto que no lo hubiera leído si no fuera porque a uno de mis hijos
se lo hicieron leer en el colegio, y un buen día, coincidiendo con
nuestra instalación en este piso, lo vi, lo hojeé y pensé que
debía darle una oportunidad y hacerle un hueco en mi creciente lista
de lecturas pendientes.
Qué
equivocado estaba. Nada cursi
ni repelente hay en ese diario,
y su lectura es apasionante, aun cuando sabía (no sé si justo en
esos años se supo) que su padre había censurado el diario,
eliminando algunas entradas donde ella hacía comentarios que su
progenitor debió considerar inadecuados. El caso es que en su
escondite, lo único que Ana Frank veía del mundo exterior era un
árbol muy alto, verde y frondoso y esa visión le infundía
esperanzas y le daba fuerzas. De modo que cada vez que veo ese árbol
de detrás, magnífico ejemplar de una especie cuyo nombre ignoro,
recuerdo a la infortunada niña que narró con emotiva sencillez su
encierro hasta que los nazis se la llevaron al campo
de concentración
de Bergen-Belsen, donde murió.
BALCONES.
Creo que somos muchos los que hemos redescubierto los balcones y
terrazas, ese espacio que sin dejar de ser casa es también un poco
calle, por cuanto vuela sobre esta, una forma aérea de la calle, por
así decir. Cuando la ceremonia de los aplausos de las ocho, pero
también en cualquier otro momento, la gente en los balcones como si
fuéramos sustitutos de los exiliados viandantes, dábamos un poco de
calor a la calle desierta.
En
los balcones y terrazas florecía una vida diferente, una vida que se
quería compartir, como la de los que ponían globos de colores, o
carteles pintados por manos infantiles con un arco iris y
bienintencionadas consignas como TODO IRÁ BIEN, o incluso los que
tocaban la trompeta o ponían a todo trapo la horrenda versión de
Parchís del Cumpleaños Feliz. El balcón era el medio de compartir
lo que nos quitaba el confinamiento, un medio de crear un espacio
alternativo al de las calles, las plazas y los parques.
La
vida en los balcones era variopinta y saludable. Si hacía bueno los
habitantes de los pisos tomaban el sol, o leían. Los había que a
pesar de la estrechez del espacio se las arreglaban para poner una
mesita y comer en torno a ella, convirtiendo así al escueto balcón
en sucedáneo de terraza de restaurante. O se hacía deporte en ellos
sobre una bicicleta estática. Y si la terraza, y el piso, eran lo
suficientemente amplios como para disponer de dos ventanales, se
convertían en un circuito para correr dentro de casa, un recorrido
mixto, en parte indoor
y en parte outdoor.
Pero
el balcón también podía tener un uso menos inocente: el de punto
de observación, o mejor dicho de vigilancia, para esa fuerza
siniestra, afortunadamente aún poco vertebrada (aunque no por ello
menos dañina) llamada la Policía de Balcones. Pero de ella me
ocuparé en la voz “Policía”.
BANDERAS.
Con el confinamiento en los balcones de mi barrio, al menos los que
yo veía desde mi balcón, apenas se vieron banderas. Ni unas ni
otras. Si quedaba alguna era casi por olvido o inercia de otras
épocas más entregadas al simbolismo. Descoloridas, rotas,
descuidadas, no pasaban de ser inofensivos pedazos de tela. Y los
aplausos parecían
volverlas aún más insignificantes. Si alguna vez habían tenido
algún sentido (no para mí, pero sí para muchos de mis
conciudadanos y no solo las que las cuelgan en su balcón) con el
estallido global del virus lo perdieron. El virus nos estaba
diciendo, a Europa y al mundo: no necesito una patria, ni una lengua,
ni un Estado, ni una nación, ni unas fronteras ni una bandera: soy
global, soy vírico, soy universal y todos sois iguales para mí. No,
no parecía que las banderas fueran útiles para combatirlo.
Un
día, avanzado ya el confinamiento, vi en la tele una combinación
realmente curiosa, a la que me temo que ya estamos acostumbrados: una
mascarilla con una bandera española. La llevaba una diputada de la
extrema derecha, que en realidad no necesitaba la mascarilla, pues el
Parlamento estaba lo suficientemente vacío como para hacerla
necesaria. Y tampoco es que la bandera fuera un adorno de la
mascarilla; era esta el soporte de la bandera y el mensaje era muy
claro: amo tanto a España, que hasta en la mascarilla la llevo, ella
me protegerá de esos malos aires que nos han llegado del extranjero.
Poco
después llegaron las manifestaciones en el barrio de Salamanca de
Madrid, clamando contra la intolerable dictadura del gobierno
bolivariano y comunista que había suprimido nuestra libertad (lo
que
en el fondo reclamaban era
la libertad de infectar al prójimo), agitando, y algunos
literalmente envolviéndose en ella, la bandera nacional.
Durante
años, como mucha gente, había soportado, aquí en Cataluña, un
hiperbanderismo estelado, contestado aunque con bastante menos fuerza
por las banderas opuestas (y
en
realidad ambas
sonmuy
parecidas) realmente insoportable,
pues nadie parecía conformarse con los tamaños discretos, sino que
había que ocupar todos los balcones y todos los espacios públicos.
Había visto desfilar en manifestaciones absolutamente disciplinadas
a cientos de personas bajo una sola bandera extendida sobre sus
cabezas, y colocar banderas casi en cada farola de algunos pueblos, y
en cada edificio oficial, y hasta en las iglesias, como advirtiendo
de la prohibición
de disidencia alguna: un enfermizo sometimiento a los símbolos solo
visto anteriormente en las imágenes de los regímenes totalitarios.
Y ahora veía esto: idéntico furor, idénticos abanderados, los
mismos supermanes con la bandera atada al cuello.
En
fin. Es preocupante la buena salud de que siguen gozando las
banderas, símbolo de un mundo antiguo, cuasi tribal, perfecto estandarte de la
exclusión, de las fronteras, del miedo al diferente, fetiche de un pensamiento todavía compartimentado en naciones, lastre para unos
nuevos tiempos que no acaban de arrancar.
CASA.
A
algunos el confinamiento nos ha hecho descubrir
nuestra
propia casa. No es que este piso donde he estado viviendo sin interrupción y durmiendo en la misma cama, 90 días (desde los
17 años no había estado tantos
días
seguidos
en una misma casa), no pudiera ser calificado como
tal
pero para mí tenía un cierto estatus
subalterno.
Decía
Max Aub que uno es de donde hace el bachillerato. Aub
nació en París pero cursó el bachiller en Valencia. Como yo nací
en la misma ciudad donde hice el bachiller, después
de
vivir en cinco ciudades diferentes, y
quizá necesitado de unas raíces a las que sujetarme, decidí
hace unos
años ser
del lugar donde mi mujer y yo establecimos nuestra primera casa,
después de mucho
tiempo
viviendo de alquiler. Ese lugar se llama Benicàssim. Luego, años
después, surgió la oportunidad profesional de añadir un nuevo
lugar a nuestra lista de lugares vividos: Tarragona, una ciudad
plácida y agradable, pero para
entonces
ya
era yo demasiado
mayor como para hacerla mía con la misma intensidad que el lugar del
que
había decidido ser,
sin renegar ni mucho menos de mi muy
entrañable
ciudad natal. Digamos
su nombre: Gandía.
De
modo que durante los últimos quince años he vivido en este piso con
una actitud transitoria: sí, es mi casa, claro, pero solo mientras
no estoy en la otra, de la que nunca he soportado estar alejado más
de quince o veinte días.
Mas
llegó el confinamiento y con él primero la resignación y luego la
sorpresa: esta casa, tan diferente a la titular, merecía una segunda
oportunidad y la ha tenido. Con todos los honores ha sido
redescubierta, y además en su doble dimensión: como hogar, ese
refugio cálido y confortable donde uno experimenta una entrañable
sensación de seguridad (últimamente, justo cuando ya podía
hacerlo, he tenido una pereza tremenda de salir a la calle), y como
lugar concreto: esta casa, mi casa, en esta ciudad, en este barrio,
en esta calle.
La
casa se ha portado bien conmigo, nos ha cobijado muy dignamente
permitiéndonos exprimir al máximo sus espacios, no muy amplios,
pero suficientes. Nos hemos reconciliado, y creo que ella lo ha
agradecido, esforzándose en resultar obsequiosa. Antes del
confinamiento solo uno de los habitantes habituales del piso, pasaba
en él todo el tiempo, permaneciendo solo, como un guardián, muchas
horas al día: me refiero a Flynn, nuestro gato. Nuestra relación
con él es intensa, y aunque somos conscientes de que la humanidad
todavía no ha llegado al punto en que se pueda saber qué piensa una
mascota, muchos días me ha parecido que nos miraba con curiosidad,
como diciendo, qué les pasa a estos, que ya no salen nunca de esta
casa... ya no puede uno estar tranquilo, holgazaneando como un
príncipe en los sillones.
CALLE.
La calle ha sido, más que nunca, la contraparte de la casa, su
contrario. Pero en esa contrariedad ha perdido su alma. De repente
fueron las arterias anquilosadas y rígidas de una ciudad fantasma,
surcadas solo de vez en cuando por coches de policía y protección
civil, con sus megáfonos advirtiendo que si abandonábamos nuestras
casas podíamos ser multados. Los gatos y perros callejeros vagaban
tranquilos, a sus anchas, sin que nadie les molestase. Las palomas no
tenían que remontar apresuradamente el vuelo ante la llegada de los
coches. Las calles se convirtieron en un puro accidente geográfico.
La
reclusión no era ni podía ser absoluta, y la consecución de
excepciones permitidas se convirtió en un bien muy preciado. Se
bajaba a tirar la basura con delectación (buscando dentro de
ciertos límites los contenedores algo más alejados, pues la policía
podía aparecer en cualquier momento) para con pasos lentos disfrutar
de la breve sensación de pisar el asfalto, de sentir el aire, la
ausencia de límites, y poder mirar las estrellas, con un cielo que
nunca había estado tan limpio.
Envidiábamos
como a los miembros de una casta privilegiada a los propietarios de
perros, y quien no los tenía se ofrecía amablemente a su vecino, a
su amigo, a ese familiar al que nunca le hemos hecho demasiado caso,
para dar un paseo al pobre animal, pues los perros gozaban para las
autoridades de una consideración que no logramos los humanos. Para
ellos sí era imprescindible la calle. Quienes no lo teníamos
aprendimos pronto que lo mejor, cuando uno no aguantaba más en casa
y necesitaba estirar las piernas, era llevar bien visible una bolsa
de compra, no solo por si aparecía de repente un coche de policía y
te interrogaba sino para tranquilizar a quienes, amparándose en la
supuesta superioridad moral que les confería el amor a su perro te
miraban con la mirada de reproche de quien se cruza con un
indeseable, un insumiso a las normas. O a lo mejor solo me lo parecía
a mí, pero esas miradas no las he olvidado, y si los veía acercarse
prefería cambiarme de acera.
Un
sábado por la mañana, a las dos o tres semanas del decreto que nos
confinó, encontré el pretexto para hacer una pequeña excursión de
tres kilómetros, que con un poco de habilidad, arrostrando mil
peligros, conseguí que fueran cuatro. Puesto que estaba admitido
comprar periódicos y en el barrio había cerrado el
único establecimiento que
los vendía, me fui por una de las principales avenidas hasta el
kiosco
que me dijeron era más cercano (no era verdad, luego me enteré que
en la gasolinera, más cercana a mi casa, también los vendían). No
la necesitaba, pero por si acaso llevé la bolsa, bien visible, y en
el bolsillo mi primera mascarilla adquirida en la farmacia a un
precio elevado para su insignificancia. Sí, era legal salir para
comprar un periódico, pero ¿y si me paraban y me multaban por no ir
en coche o en autobús? Nadie caminaba tres kilómetros por esa
avenida, fantasma como todo el callejero, que une norte y centro del
casco urbano. La policía, tan vigilante aquellos primeros días,
podía denunciarme por salida injustificada, pues estaba claro que
por mucho que el kiosco estuviera abierto, mi empeño en adquirir un
periódico en papel no era más que una excusa para dar un buen paseo
matinal. Y eso que también llevaba en un bolsillo la receta del
medicamento que me prescriben para la hipertensión, por si
necesitaba acreditar esa enfermedad, para la que resultan
beneficiosas las caminatas.
Tenía
algún testimonio en mi propia familia de ciertas sobreactuaciones
policiales, como si más que por el coronavirus estuviéremos
sitiados por la peste bubónica. Y sabía que los atestados de un
agente de la autoridad no son rebatibles, pues gozan de una
presunción de veracidad, y probar que están equivocados y que la
supuesta infracción no existió, es complicado. Y aunque al final no
hubiera sido multado, lo peor hubiera sido la humillación de verme
interrogado, de ser considerado un infractor. Y sin embargo caminaba
con la bolsa bien visible sintiendo una embriagadora sensación de
peligro, contando en el móvil los metros que caminaba, diciéndome:
“ya llevo un kilómetro y no han aparecido”, volviendo la vista
atrás por si venían por allí, con los oídos alerta por si oía el
motor de un coche, en aquel silencio casi atroz, en esa avenida que
lleva aún el nombre de una calzada romana. Cuando llegué al
kiosco, y entré en el local, con la respiración alterada y las
gafas empañadas por la mascarilla, el quiosquero me miró con rostro
alucinado, como si hubiera aparecido ante él un superviviente del
Titanic. Como me temía, el coche de la policía pasó, yo no los
miré, y seguí avanzando a paso firme, con mi periódico (jamás lo
había visto tan escuálido) a modo de talismán o salvoconducto.
Como la posibilidad de que pasaran de nuevo era muy pequeña me
dediqué a meterme por las calles laterales, y a cruzar sin ton ni
son, todo para que en el móvil me marcara más metros, acercándome
a las distancias completadas en mis paseos sabatinos de otras épocas.
CIVISMO.
Comparto esa opinión tan extendida de que los ciudadanos hemos dado
un ejemplo de civismo, aceptando los inconvenientes y sacrificios del
confinamiento, aunque los hay, sin duda que ven en ello un
vergonzante conformismo, un dócil sometimiento a una especie de
ensayo para una dictadura. Sorprende que esta otra opinión provenga
precisamente de los sectores del espectro político más dispuestos a
justificar pasadas dictaduras. Claro está que la política (véase
la voz “POLÍTICA”) lo ha embarrado todo, con su maniqueísmo y
su juego eterno del todo o nada, de buenos y malos, pero aún es
posible aislarse del ruido ensordecedor y razonar serenamente. Con un
simplismo atroz se decía: “nos han quitado nuestra libertad”,
sin entender que la aceptación de esa obligación impuesta legal y
democráticamente por la mayoría de nuestros representantes es un
claro ejercicio de libertad: millones de ciudadanos hemos elegido
libremente cumplir las normas de confinamiento y no buscar excusas
para reunirnos con amigos o familiares, o para viajar a segundas
residencias. Y hemos elegido tanto no someternos al riesgo de ser
contagiados como activamente nos hemos obligado a no poner en riesgo
al prójimo. Es más, quienes aprovechando hábilmente algún
resquicio legal, o reaccionando con mucha rapidez ante el anuncio del
confinamiento, o directamente haciendo trampas, han conseguido burlar
el confinamiento si lo han podido hacer es porque la gran, inmensa
mayoría de la población, ha aceptado, aún a regañadientes, las
reglas del juego. Gracias a que hemos sido muchos los que hemos
cumplido, el incumplimiento no ha sido de suficiente entidad como
para endurecer aún más las condiciones. Civismo, pues, pero también
solidaridad, pues uno lleva a la otra. Y esto es un logro, y un
mérito, de la sociedad en su conjunto.
CONFINAMIENTO.
He aquí un ejemplo de la evolución del lenguaje, de cómo palabras
modestas, de espectro limitado, con
un papel muy secundario en el diccionario en
cualquier momento pueden adquirir gran notoriedad, pues
se hacen necesarias para señalar con gran precisión una nueva
realidad. Sin
duda debido al confinamiento, la RAE aun no ha tenido tiempo de
añadir un nuevo significado de
la voz CONFINAMIENTO
a sus sobrias definiciones actuales:
1. m. Acción y efecto de confinar.
2. m. Der. Pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente,
en
libertad, en
un lugar
distinto
al de su domicilio.
A
pesar
de que
algunos, en el ámbito político (especialmente
los que bajaban a la calle ”un ratito por las tardes” a hacer
sonar sus cacerolas),
lo han sentido más cercano al significado 2, por lo de “pena”
(pero
olvidando que el lugar de confinamiento era precisamente el propio
domicilio, por lo que hubiera sido más preciso calificar su
inconstitucional atropello de “arresto domiciliario”),
nuestro confinamiento ha entrado en el campo del 1.
¿Y
qué es CONFINAR?
Según la RAE:
En
este caso hemos de ir al 2, pues no nos han desterrado.
Al contrario, nos han enterrado
en nuestras casas. Aunque algunos, de rápidos reflejos se
autodesterraron a sus segundas residencias antes de que no se pudiera
hacer, y otros han seguido intentándolo, pese a las multas. En
cuanto al significado 3 de confinar -lindar,
estar contiguo- curiosamente ese sí se ha producido, pues confinados
como estábamos, hemos confinado
con nuestros vecinos de la calle, y especialmente los que veíamos en
los balcones y ventanas de enfrente: ellos eran nuestros lindes.
Pero
creo que en sus próximos trabajos de actualización del diccionario,
los académicos (léase, obviamente, “y las académicas”)
deberían añadir nuevos
significados a las
entradas
confinamiento y confinar, pues
de lo contrario lo que hemos vivido en nuestros domicilios quedaría
huérfano.
Esta
sería
mi humilde
propuesta:
Confinamiento:
3. Situación en la que se encuentra un municipio, territorio o
Estado, por decisión de sus autoridades, en que para prevenir o
paliar los efectos de una epidemia, se obliga a sus habitantes a
permanecer en su domicilio durante un tiempo determinado.
Confinar:
4. Decretar mediante una resolución administrativa el confinamiento
de la población de un territorio.
En
cuanto a la posibilidad de que se acabe añadiendo un cuarto
significado a la voz
CONFINAMIENTO,
referido
a este,
el
del
poco benévolo 2020, es pronto para saber si se impondrá ese cuarto
significado. Buena señal será si acabamos hablando del
Confinamiento, con mayúscula, con la misma precisión histórica con
que las palabras Renacimiento, Desamortización
o
Holocausto se
refieren a periodos y ámbitos concretos. Pero
mucho me temo que acabaremos hablando de los
confinamientos, con
familiaridad, casi
con simpatía y orgullo, como quien enseña sus cicatrices,
añadiendo,
para saber de cuál hablamos, el año en que se nos confinó.
CONSIGNAS.
Unidos venceremos al virus. Este virus lo paramos unidos. De esta
saldremos más fuertes, etc. Son frases bienintencionadas, que
tratan de implicar a cada ciudadano en una misión, que
nos integra en
un sujeto colectivo para
implicarnos
en la erradicación del virus, aunque
también han servido para diluir responsabilidades... ahí lo dejo.
Todos oímos durante las primeras semanas al presidente del gobierno,
en sus interminables y reiterativos mensajes a la nación, incurrir
en estos símiles bélicos: guerra, combate, enemigo, lucha,
armamento,
batalla, victoria... Incluso
(y esta es una especialidad del vicepresidente Iglesias) esa vieja
entelequia llamada patriotismo: cuando oigo últimamente esa palabra,
no puedo dejar de recordar
la
famosa frase de Samuel
Johnson:
el
patriotismo es el último refugio de los canallas.
Me
molestan esas consignas, las veo simplonas, como los tuits, los lemas
publicitarios y
los titulares de prensa. Pero hoy en día todo parece que tiene que
ser así, simple, breve, predigerido
para ahorrarle
cualquier esfuerzo al lector o televidente. No hace falta que el
periodista se esfuerce en extraer un titular, el político de turno
ya se lo da, le ofrece un buen ramillete para que los medios escojan
el más resultón. El
depurado
arte de un Gabriel Rufián, pongamos
por caso.
Yo
detesto esa misión un tanto caudillista que muchos cargos públicos
se arrogan. Como en tantos ámbitos, todo responde a estrategias de
asesores, a trucos de marketing para seducir al oyente, a creaciones
de equipos de guionistas, al frente de los cuales están los Iván
Redondo de turno. Lo malo es que se focaliza tanto la acción de los
gobernantes en la política de comunicación, que la política de
verdad parece relegarse
a un segundo plano.
Y además se nos trata como a menores de edad. No había ninguna
necesidad de recurrir
a símiles bélicos, ni de decir que esto es la peor crisis en Europa
desde la Segunda Guerra Mundial, porque no es verdad y porque no
debemos rebajar el sufrimiento de tanta gente. ¿Nos hemos olvidado
ya de la guerra de los Balcanes? Por no hablar de las muertes en el
Mediterráneo, a pocos kilómetros de nuestras costas. Sí, de
acuerdo, hemos parado los motores de la economía durante un tiempo,
muy largo para nuestro estilo de vida vertiginoso, hemos
reducido todo a lo esencial;
luego ha vuelto
poco a poco la
vida de antes, o algo que se le parece, y
el coste económico ha sido, y
seguirá siendo,
muy alto. Y
sobre todo
ha habido muchos muertos, pero nada comparable a los sufrimientos, a
la brutalidad arbitraria
de
una guerra, que
no la causa un virus sino el odio,
o las tragedias migratorias. Nada
peor que morir de hambre. Y
ni siquiera en términos de epidemia deberíamos hacer comparaciones:
esto es
una broma comparado con
la peste, o
con
la gripe de 1918, que tuvo una letalidad mucho mayor que la de la
Covid-19 y que además atacó especialmente a niños y jóvenes. Mi
abuela nos contaba cómo murieron en un mismo día dos hermanas
suyas, adolescentes: acababan de enterrar a la primera cuando al
llegar a casa supieron que había muerto la segunda.
¿Necesitamos
esos mensajes? ¿ Para
vencer a la pandemia nos
han de decir que hemos de estar unidos? No lo creo, y ni siquiera
creo
que la base esté en la unión,
sino en
una
doble responsabilidad: la
personal de cada uno y
la de quienes nos gobiernan.
DESESCALADA.
Yo no sé si el presidente Sánchez
y sus adláteres han sido conscientes del privilegio que han tenido
(alguna compensación iba a tener su ingrato ejercicio del poder en
estos meses) de acuñar términos, de inaugurarlos,
de
lanzarlos
con solemnidad
al mundo de las palabras en
una de sus interminables intervenciones ante los medios, para
comprobar luego con
qué
facilidad se asumen por todos. Está la expresión “Nueva
normalidad”,
de la que luego me ocuparé, y está la
en mi opinión innecesaria y
horrenda
“desescalada”. ¿No sería
más sencillo y exacto hablar de desconfinamiento? Y además, ¿es
que habíamos
escalado algo? Yo
diría que la experiencia del
confinamiento ha
sido más bien
horizontal.
Puesto
que estábamos confinados la
acción contraria era
desconfinarnos. Supongo que lo
descartarían porque
trasmite
un efecto tajante,
conclusivo, definitivo,
mientras que desescalada implica una acción continua y
gradual (y
también reversible).
Pero no costaba nada decir “desconfinamiento parcial” o
“desconfinamiento progresivo”.
En
cualquier caso, con ese ingenioso y complejo sistema de fases por
provincias o regiones sanitarias, nos han tenido muy entretenidos.
Los que más lo han agradecido han sido los telediarios,
pues han
rellenado su tiempo con múltiples
conexiones con los corresponsales para ver in
situ
los efectos de la dichosa desescalada, en terrazas, tiendas, playas,
parques…
En realidad podían haber utilizado material de archivo, e ilustrar
la apertura de terrazas en Bilbao con imágenes de Sevilla, o
viceversa: las
imágenes eran perfectamente intercambiables.
DISTANCIA
SOCIAL. Otro
aparente neologismo que se ha revitalizado tanto
que parece nuevo.
Y digo aparente porque si no exactamente la misma expresión se usaba
algo muy similar, tal vez distancia de seguridad o
distancia interpersonal, para
referirnos a esas personas que se te ponían muy cerca para hablarte,
hasta el punto de intimidarte, o que si ibas caminando junto a ellas
acababas chocando, y a quienes resultaba muy violento tener que
decirles “por favor, separate un poco, respeta
la distancia de seguridad”.
Espero que con esta nueva enfermedad global, y gracias a las
recomendaciones de nuestras bien amadas autoridades, hayan aprendido
al menos a refrenarse un tanto. Pues qué duda cabe que lo de la
distancia social es un concepto útil, en toda situación, una
exigencia del respeto, y lo único que hemos hecho ahora, o, para ser
más precisos, algunos pretendemos hacer ahora, es ampliarla.
Reconozco
que en mí ha calado perfectamente, tanto
que cuando estos días veo en la calle a gente que se besa y se
abraza y se da la mano, acaso diciendo antes un “Venga, va,
dejémonos de tonterías”, siento una inmediata repulsión.
En
cualquier caso, lo
complicado es el cálculo. Y dos metros, o el metro y medio que
consagra la nueva normalidad, es bastante más de lo que muchos
viandantes creen. Si una persona de complexión normal estira el
brazo, la separación que se obtiene no pasa de 70 cm. Tendríamos
que tener el espacio de dos brazos de adulto estirados y aún no
llegaríamos al metro y medio. Y qué decir de los corredores que
tienen en mente una trayectoria fija de la que no toleran separarse y
para evitar cualquier ingrato zig-zag al pobre viandante que sale de
casa cívicamente dispuesto a mantener la distancia de seguridad le
adelantan casi rozándole, dejando en el aire tras de sí todo el
intenso fragor de su aliento.
Porque
además la
nueva distancia social tiene
hasta una consecuencia
retrospectiva. Al menos yo, como ciudadano común, no especialista en
enfermedades de transmisión respiratoria, nunca había pensado que
gracias
a las
dichosas gotículas la gente en las calles y en el trabajo y en
cualquier lugar mantenemos un secreto
e intenso
intercambio de fluidos. Creía que eso solo pasaba en las relaciones
sexuales, y ahora resulta que no, resulta que mis gotículas pueden
acabar
en los pulmones de cualquiera,
y
las gotículas de seres muy diversos y de toda edad
y condición
sexual
pueden
acabar en mí.
De modo que nuestra relación con los desconocidos es mucho más
intensa de lo que pensábamos. Esperemos
que
la nueva distancia social acabe
con
tanta promiscuidad.
DR.
SIMÓN. Aunque
ya lo conocíamos por la crisis del ébola, hace unos años, con la
Covid-19 el Doctor Fernando Simón ha entrado ya para siempre en
nuestras vidas, como uno de esos personajes que marcarán una época.
Le hemos visto tantas veces, con
ese
pelo indómito,
sus
gruesas cejas,
y el rostro demacrado de agotamiento, que
es y será
una de las imágenes
icónicas de esta época.
Los niños de ahora lo recordarán dentro de unas décadas con
la nostalgia con que
yo recuerdo a las
viejas figuras de la
tele de
mi infancia:
el
hombre
del tiempo Fernando Medina, el montañero César Pérez de Tudela,
los
actores y actrices de Estudio Uno…
Yo
al principio le llamaba Doctor
Rebequita, por su atuendo donde predominaban las chaquetas de punto y
los jerseys; ahora ya no
se lo puedo llamar
porque se
le ve
con camisa de manga corta.
Superó el coronavirus en un tiempo récord y volvió a aparecer a
diario ante las cámaras como si tal cosa; si
hubiera muerto se le habrían dedicado sonrojantes elogios fúnebres.
Como sobrevivió a la enfermedad, y no sé si porque Sánchez e Illa
se han escudado mucho en él y “los científicos” (cuando todos
sabemos que los científicos no resuelven absolutamente nada, y los
políticos solo
les
hacen caso en
la medida que
políticamente
les
interesa),
en este país tan cicatero algunos le han criticado con gran dureza.
Yo
no voy a juzgarle, no tengo ni la preparación ni la información
necesaria para hacerlo. Pero si objetivamente, y preservando por
supuesto su presunción de inocencia, se le considerase responsable
penalmente por homicidio imprudente, habrá que acatar sin
escándalo ni alborozo la resolución judicial.
A pesar de todo creo que tenemos un buen sistema judicial, y
que los jueces se esfuerzan con
todas las dificultades de su
profesión, en hacer justicia. Otra cosa es que satisfagan las
expectativas de los
medios
de información, de
los partidos
políticos y
de
la población en general, pues en este
curioso país nuestro todo
el mundo es
capaz de dictar
en solo cinco minutos sentencia sobre cualquier cuestión espinosa, y
sin necesidad de esos inacabables sumarios con miles de folios.
No,
no me corresponde juzgarle, pero me cuesta mucho verle en el papel de
un irresponsable o un ignorante, y
al menos en su faceta pública no
le veo ninguno de los defectos que suelen acompañar a los
incompetentes: ni es arrogante ni es engreído, ni parece que haya
ensayado ante el espejo, como tantos políticos, para resultar
convincente. Me parece una persona humilde y que
con mayor o menor acierto ha
tratado de cumplir con
su trabajo en unas condiciones muy adversas.
Como
funcionario público
que
soy si
hay un funcionario público en España que merezca mi solidaridad y
respeto, es él. Sin
duda que habrá cometido errores y equivocaciones, pero no me parece
justo hacerle
responsable de los sin duda muchos errores cometidos y
menos en estos momentos.
EMOTIVIDAD.
No me gusta la
impúdica
exhibición
de emociones que hoy se practica en todas partes. No
sé si mi rechazo proviene de mi pertenencia a una generación
diferente a las que
hoy más
se dejan notar
o a
que
fui educado con cierta frialdad y contención. Por supuesto, hay
momentos en que los estallidos emocionales son inevitables, pero no
creo que sea
bueno ser
tan
dependientes
de las emociones. Es más, hacerlo puede ser contraproducente.
Nuestras acciones, si
pretenden ser buenas,
deben ser fruto de la reflexión, de la identificación con el
sufrimiento ajeno y la conciencia de que podemos ayudar a ese otro
con el que compartimos nuestra humanidad. Lo que no podemos es
hacerlo depender de algo tan pasajero, e
irreflexivo,
como la emoción.
De
cualquier modo parece
indudable que el confinamiento trajo consigo un aumento de la
emotividad. Ese resetearnos como individuos y como colectividad, esa
incertidumbre ante lo que iba a pasar, si seríamos víctimas de la
enfermedad o lo serían personas de nuestra familia o entorno, qué
duda cabe que nos ha conmocionado.
Las redes sociales, y en especial Whatsapp, han sido
un muestrario de las reacciones a las que el confinamiento dio lugar.
Los sociólogos y los psicólogos sociales tienen ahí un material de
primer orden para sus estudios. Junto a los contenidos puramente
informativos (vídeos de “expertos”, artículos, noticias), había
otros puramente emocionales: edulcorados
mensajes de amor y solidaridad, entregados sin rubor alguno a la más
ramplona cursilería y adornados con corozancitos y otros emoticonos
al uso, y junto a ellos, mucho más digeribles y en el fondo
terapéuticos, los chistes y gracietas, los memes, los montajes
jocosos, las parodias... el humor ayudó, sin duda, a la resignación.
Por fortuna disponemos de suficientes elementos entre nuestros
conciudadanos capaces de crear y compartir esa terapia del humor, ese
contrapunto necesario al pesimismo que nos llegaba desde los medios y
desde las calles vacías. Puede que algunos pensaran, en
los días en que duplicábamos
el número de muertos, cómo alguien podía hacer chistes sobre “el
pico de la pandemia” que explicaba el cada
vez más
demacrado doctor Simón, pero ¿quién no ha tenido ganas de reír en
un entierro?
En
cuanto a mi particular experiencia, creo que afronté el
confinamiento con buen ánimo, casi con deportividad, con la actitud
positiva de quien se dice a sí mismo: bien, esto es lo que hay, no
lo puedo cambiar, no queda otra opción que adaptarse, dejémonos
llevar por esta deriva, y
descubre, como yo descubrí, que mi piso tarraconense en realidad no
está nada
mal, y que la tecnología estaba a nuestro servicio, con libros
electrónicos, música, cine, series y videoconferencias, por no
hablar de lo emocionante que podía ser bajar la basura al contenedor
y antes de regresar, pegándome a la pared para que no me detectara
la policía de balcones, o la de verdad, dar la vuelta a la manzana,
sintiendo la placidez mágica y silenciosa de la noche. Y estaba
contento además porque, coherente con mis planteamientos, pues
detesto el victimismo, no había sucumbido al lamento ni a la queja.
Además,
hubiera sido muy injusto por mi parte, lamentarme: tengo
la fortuna inmensa de no haber tenido que contar ninguna víctima ni
en mi familia ni entre mis amigos. Y sin embargo hubo un día que
estallé en una pura reacción emocional. Leyendo la versión online
del diario La Repubblica (hace unos años me puse a estudiar italiano
y por mantenerlo procuro leer prensa o incluso literatura en ese
hermoso idioma)
descubrí
una sección
diaria de un escritor que no conocía, Gabriele
Romagnoli.
Es
un poeta, un sabio, un humanista que habla
de las cosas de la vida y a
veces me recuerda a Claudio Magris. La
columna se llama “La prima cosa bella”, y siempre comienza del
mismo modo: “La prima cosa bella del…” y luego el día que
corresponde y la breve historia o reflexión de ese día. Una de las
primeras que leí me
gustó tanto que se la leí a mi mujer. Antes de que pudiera terminar
estallé en lágrimas. El texto de Romagnoli es este
(la traducción es mía):
La primera cosa hermosa del miércoles 1 de abril es la inocentada más terrible que se haya hecho nunca [en Italia, como en los países anglosajones, el día de las inocentadas -il pesce d’aprile- es el primero de abril]. Y el intento desesperado de remediar sus efectos.
Éramos tres chavales de once años: Yo, Meo y Dante, amigos de secundaria. Por las tardes desfogábamos nuestra fantasía reprimida pulsando los fonoportas o haciendo estúpidas bromas telefónicas.
Aquel día Meo marcó un número aleatorio. Una señora mayor y educada respondió. Él, a quien aún no le había cambiado la voz, se presentó como "Elena Doni, de un programa de radio de la Rai". Se trataba de hacer una pregunta y si el oyente la acertaba ganaba un premio misterioso. La pregunta era siempre de una simplicidad abrumadora.Todos sabían la respuesta, incluso la anciana, que la dio con rapidez. En ese momento, Meo tuvo que anunciar: "¡Enhorabuena, señora, ha ganado…!" Lo que seguía era una ordinariez. Pero lo sorprendente es que apenas oyó la palabra "enhorabuena" la mujer rompió a llorar, conmovida. Dijo que estaba muy contenta porque jamás en su vida había ganado nada. Dante cogió el teléfono y fingiendo ser un empleado de la radio le pidió la dirección para enviarle el premio. La anciana nos dio las gracias repetidas veces, y colgamos porque “tenemos que dar paso a la publicidad”.
Durante unos minutos permanecimos callados. Al día siguiente hicimos una colecta. Reunimos el dinero recaudado vendiendo tebeos y compramos algo a la altura de nuestro presupuesto: un transistor. Fuimos a la dirección de la señora y lo dejamos en un paquete en el buzón, con su nombre escrito con rotulador.
Quedaos en casa. Escuchad la radio. No contestéis acertijos.
ILLA. A Salvador Illa, ministro de Sanidad, cuota catalana de eso que llaman el gobierno Frankenstein, le ha tocado bailar con la más fea, con un Ministerio con una estructura raquítica, que de la noche a la mañana pasó de no tener casi competencias a acumular durante tres meses las mayores responsabilidades del país. Serio, tímido, de ademanes contenidos, con sus trajes oscuros y ese rostro de preocupación, parece un amalgama entre Pasolini y el Norman Bates de Psicosis, aunque yo le identifico más con el Caballero de la Triste Figura, pues cuando lo veíamos en la tele nos daba un poco de pena, y parecía que en algún momento podría echarse a llorar.
No sé qué dirá la historia de él, ni si quedará en muy mal lugar ahora que de alguna manera, con más serenidad que hace uno o dos meses, los medios y la población estamos “auditando” lo que ha pasado. Puede ser que todas las culpas por los evidentes errores se las lleve al final Sánchez, lo cual tendría su lógica, por representar esa descarnada lucha por el poder, ante y contra todos, emprendida hace unos pocos años primero en su partido, y luego en el Congreso, con sus retiradas, su resistencia, sus alambicadas estrategias y sobre todo su marxismo de Groucho Marx: ¡Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros! Porque pese a la enorme responsabilidad asumida Illa no parece un político al uso. Su perfil sería más bien el de un técnico, un José Luis Escrivá o un Luis Planas, por situarnos en el actual gobierno. En sus intervenciones no le he visto nunca ningún postureo ni la más mínima actitud política, en el peor sentido de la palabra. No había más que verle junto a Pablo Iglesias para comprender cómo están en las antípodas. Illa parece haber llegado a la política, y al Gobierno, por casualidad. Será un valor seguro para el futuro, y su al menos aparente falta de ambición puede ser su mejor aliado.
JUSTICIA. Se ha dicho siempre que más vale un mal acuerdo que un buen pleito, reflejando así la convicción popular de que los tribunales jamás arreglarán lo que los ciudadanos no seamos capaces de arreglar. Pero, al menos en la esfera pública, se está menospreciando esa sabia convicción. Es más, los políticos que nos representan y amplios sectores de la sociedad parecen haber llegado a la convicción contraria: cualquier conflicto, o cualquier situación adversa ha de ser resuelta por jueces y tribunales. Lo que tendría que ser la última razón, el último recurso para resolver (en el sentido de poner fin a una disputa, no en el de dar solución a nada) una situación conflictiva cuando ya no hay otro, ha pasado a ser el primero. Es la llamada judicialización.
Veamos lo que ha ocurrido con nuestra malhadada pandemia. Apenas pasadas unas semanas de confinamiento empezaron a llegar noticias de querellas presentadas contra las llamadas autoridades sanitarias, de alguna de las cuales se habla mucho estos días. No, no se trata de reclamar reparaciones económicas por el daño soportado por determinados ciudadanos que han sufrido las consecuencias de la falta de previsión en el acopio de equipos de protección o respiradores, de lo que se trata es de encontrar un responsable, un culpable y hacerle pagar con la cárcel, con la inhabilitación, con el descrédito. Vivimos el esplendor del sentido bíblico del castigo. Como si forzosamente cada acción u omisión tuviera que encajar en un tipo penal, el que sea, el que más se ajuste dentro del variadísimo elenco que nos ofrece el Código Penal. Y si no, siempre tenemos ese delito comodín para cualquier autoridad o funcionario público: la prevaricación.
Porque además el ámbito penal tiene un extra de escándalo, de repercusión mediática, de condena anticipada (que luego haya una absolución es lo de menos y algunos dirán eso tan socorrido de “le han absuelto por falta de pruebas”, o sea: lo ha hecho, por supuesto, pero como no lo pueden probar, el muy pillo se ha librado…). ¿La presunción de inocencia? puro sarcasmo: en nuestra sociedad, y no solo en nuestro país, la presunción es justamente la contraria, y permanece a veces aunque haya absolución, y si no que se lo pregunten a Woody Allen.
Parece que se ha creado una correlación necesaria entre acción/omisión y castigo. Y esa correlación se da en todos los ámbitos y niveles, pero especialmente en la política. Y lo enturbia todo. Ya no existe eso que se llamaba la responsabilidad política, ni se obtiene satisfacción por una derrota parlamentaria o una pérdida de votantes del partido a quien acusamos, sin matices y totalmente (no sea que nos llamen “maricomplejines” o equidistantes) de todos los males. No, ahora solo importan las condenas penales, y suerte que ya no hay pena de muerte; pero una buena condena penal acaba con cualquiera. Bajo esa exigencia de justicia retributiva (la justicia de la retribución, la de “el que la hace la paga”) subyace una poderosa y embriagadora convicción, la de que cualquier muerte es una anomalía, y por tanto evitable, de modo que una pandemia como la de la Covid-19 es una anomalía previsible y evitable, y de toda anomalía hay un responsable, siempre. Solo hay que buscarlo.
Leyendo hace unas semanas, con sonrojo, los documentos filtrados por la prensa sobre la instrucción que sigue, o seguía, pues mientras escribía esta voz me llegó la noticia del sobreseimiento provisional, la llamada “jueza del 8-M”, como los informes de la Guardia Civil y del forense, plagados de opiniones en lugar de hechos y en los que ya se establecen culpabilidades, me acuerdo de Mister Taylor, el memorable relato de Augusto Monterroso, donde retrata un imaginario país latinoamericano donde, por necesidades del mantenimiento de la economía nacional, el Derecho Penal se endurece hasta el punto de que los meros errores y equivocaciones se consideran delito.
Pero hubo al principio del confinamiento otras manifestaciones de justicia retributiva que me parecieron, y me siguen pareciendo, muy lamentables, sobre todo porque las he oído a personas a quien consideraba inteligentes. Yo la llamaría la Justicia Cósmica. Y es fruto de esa especie de perniciosa e irracional ensalada pseudo científica, hoy tan de moda, donde convergen una supuesta ecología espiritualizada con los movimientos alternativos. Me estoy refiriendo a esa creencia según la cual la Covid-19 sería la respuesta del planeta a nuestra insensatez, el castigo por maltratar al medio ambiente, por no respetar la Naturaleza. La respuesta a nuestra codicia y egoísmo, etc. En definitiva: un castigo, una plaga bíblica. Llo cual no quiere decir que no estemos maltratando el planeta y no estemos instalados en un muy preocupante y nocivo cortoplacismo. Pero la hipótesis (si es que esa justicia cósmica llega a serlo) del castigo me resulta tan irracional y ridícula como las estupideces que se han oído por parte de algunos, de que el virus lo lanzó Bill Gates para luego suministrar una vacuna que nos introduzca un chip, etc. El castigo somos nosotros mismos.
LIBROS. Parece ser que el confinamiento ha incrementado la media de tiempo dedicada a la lectura. Se ha leído más por parte de quienes leen, pues sigue habiendo una enorme cantidad de españoles que no leen nunca un libro. Pero no voy a hacer ninguna apología de la lectura, no sirve de nada: a la lectura se llega por convicción personal, o se tiene o no se tiene. Es más, me repatean esas campañas de promoción de la lectura, con su tono pedagógico y redicho; es probable que hasta causen más rechazo que convencimiento, y desde luego no debemos pensar ese “pues ellos se lo pierden”, pues seguro que los no lectores piensan también que los que andamos muy a menudo entre libros nos estamos perdiendo muchas otras cosas.
Dicho esto, diré que yo también he leído más estos meses, no solo por disponer de más tiempo (todas esas horas que en la vieja normalidad a uno se le iban en mil pequeñas cosas), sino porque lo he necesitado, por pura necesidad de sobrevivir y mantener el ánimo. Debo decir también que mi método de selección ha cambiado. Durante muchos años he ido creándome una lista de autores, en su mayoría clásicos a los que me parecía imperdonable no haber leído todavía, una “cartera” de autores tan exigente que incumplirla, procrastinando avergonzado el encuentro con sus obras, me resultaba muy frustrante. Elegir entre tantas opciones el momento de entrar en un libro es difícil: ¿retomo En busca del tiempo perdido (me quedé en la cuarta parte, allá por 1979...)? ¿O por fin me atrevo con el Tristram Shandy, de Sterne? Ah, pero qué placer cuando al final, como me ocurrió el pasado verano, puedo decir con orgullo que por fin me he leído Guerra y Paz, o Anna Karenin. El caso es que últimamente me tomo la cosa más relajadamente, y confío en el instinto, en decisiones del momento, espontáneas. Como si fuera un buscador de tesoros, algunos de los cuales resulta que los tenía bien cerca.
Puesto que en ETCÉTERA los libros tienen un papel relevante, voy a comentar mis lecturas durante el confinamiento y la desescalada:
Comencé, y me ha llevado mucho tiempo, pues es largo y denso, y además me empeñé en leerlo en inglés, con SPQR, la historia de Roma de Mary Beard. Hace muchos años que tengo interés en el mundo romano. Mi primera idea era leerme la célebre Historia de Roma, de Indro Montanelli, y empecé a hacerlo en una edición de los años 60 que era de mi padre, pero la letra es tan pequeña que lo dejé en las primeras páginas y busqué el libro de Beard en formato electrónico. Había visto alguno de los documentales de la historiadora británica, y me parecía que empleaba un inglés asequible, pero el libro es diferente: su inglés es muy trabajado, con frases largas y algo barrocas. Claro, es profesora en Cambridge, no voy a pretender que escriba con la sencillez de Paul Auster.
No esperaba releer a Salinger, de quien he leído todo lo que poco que de él hoy se conoce, aunque no creo que tarde mucho la ya hace años anunciada publicación, por su hijo y legatario, de material inédito de su celebérrimo padre. Ocurrió que encontré, en no recuerdo qué televisión o plataforma, un documental sobre Salinger y pensé que tal vez merecía la pena una relectura. Y me tropecé con el librito que reúne dos de sus relatos más largos: Levantad, carpinteros, la viga del tejado, y Seymour: una introducción. Leí ambos, no sé si por segunda o tercera vez. Esigual. El segundo es un relato difícil de leer, oscuro y pretencioso. En cambio el primeroes sencillamente magnífico, triste y divertido a la vez: una gozada.
La primera cosa hermosa del miércoles 1 de abril es la inocentada más terrible que se haya hecho nunca [en Italia, como en los países anglosajones, el día de las inocentadas -il pesce d’aprile- es el primero de abril]. Y el intento desesperado de remediar sus efectos.
Éramos tres chavales de once años: Yo, Meo y Dante, amigos de secundaria. Por las tardes desfogábamos nuestra fantasía reprimida pulsando los fonoportas o haciendo estúpidas bromas telefónicas.
Aquel día Meo marcó un número aleatorio. Una señora mayor y educada respondió. Él, a quien aún no le había cambiado la voz, se presentó como "Elena Doni, de un programa de radio de la Rai". Se trataba de hacer una pregunta y si el oyente la acertaba ganaba un premio misterioso. La pregunta era siempre de una simplicidad abrumadora.Todos sabían la respuesta, incluso la anciana, que la dio con rapidez. En ese momento, Meo tuvo que anunciar: "¡Enhorabuena, señora, ha ganado…!" Lo que seguía era una ordinariez. Pero lo sorprendente es que apenas oyó la palabra "enhorabuena" la mujer rompió a llorar, conmovida. Dijo que estaba muy contenta porque jamás en su vida había ganado nada. Dante cogió el teléfono y fingiendo ser un empleado de la radio le pidió la dirección para enviarle el premio. La anciana nos dio las gracias repetidas veces, y colgamos porque “tenemos que dar paso a la publicidad”.
Durante unos minutos permanecimos callados. Al día siguiente hicimos una colecta. Reunimos el dinero recaudado vendiendo tebeos y compramos algo a la altura de nuestro presupuesto: un transistor. Fuimos a la dirección de la señora y lo dejamos en un paquete en el buzón, con su nombre escrito con rotulador.
Quedaos en casa. Escuchad la radio. No contestéis acertijos.
ILLA. A Salvador Illa, ministro de Sanidad, cuota catalana de eso que llaman el gobierno Frankenstein, le ha tocado bailar con la más fea, con un Ministerio con una estructura raquítica, que de la noche a la mañana pasó de no tener casi competencias a acumular durante tres meses las mayores responsabilidades del país. Serio, tímido, de ademanes contenidos, con sus trajes oscuros y ese rostro de preocupación, parece un amalgama entre Pasolini y el Norman Bates de Psicosis, aunque yo le identifico más con el Caballero de la Triste Figura, pues cuando lo veíamos en la tele nos daba un poco de pena, y parecía que en algún momento podría echarse a llorar.
No sé qué dirá la historia de él, ni si quedará en muy mal lugar ahora que de alguna manera, con más serenidad que hace uno o dos meses, los medios y la población estamos “auditando” lo que ha pasado. Puede ser que todas las culpas por los evidentes errores se las lleve al final Sánchez, lo cual tendría su lógica, por representar esa descarnada lucha por el poder, ante y contra todos, emprendida hace unos pocos años primero en su partido, y luego en el Congreso, con sus retiradas, su resistencia, sus alambicadas estrategias y sobre todo su marxismo de Groucho Marx: ¡Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros! Porque pese a la enorme responsabilidad asumida Illa no parece un político al uso. Su perfil sería más bien el de un técnico, un José Luis Escrivá o un Luis Planas, por situarnos en el actual gobierno. En sus intervenciones no le he visto nunca ningún postureo ni la más mínima actitud política, en el peor sentido de la palabra. No había más que verle junto a Pablo Iglesias para comprender cómo están en las antípodas. Illa parece haber llegado a la política, y al Gobierno, por casualidad. Será un valor seguro para el futuro, y su al menos aparente falta de ambición puede ser su mejor aliado.
JUSTICIA. Se ha dicho siempre que más vale un mal acuerdo que un buen pleito, reflejando así la convicción popular de que los tribunales jamás arreglarán lo que los ciudadanos no seamos capaces de arreglar. Pero, al menos en la esfera pública, se está menospreciando esa sabia convicción. Es más, los políticos que nos representan y amplios sectores de la sociedad parecen haber llegado a la convicción contraria: cualquier conflicto, o cualquier situación adversa ha de ser resuelta por jueces y tribunales. Lo que tendría que ser la última razón, el último recurso para resolver (en el sentido de poner fin a una disputa, no en el de dar solución a nada) una situación conflictiva cuando ya no hay otro, ha pasado a ser el primero. Es la llamada judicialización.
Veamos lo que ha ocurrido con nuestra malhadada pandemia. Apenas pasadas unas semanas de confinamiento empezaron a llegar noticias de querellas presentadas contra las llamadas autoridades sanitarias, de alguna de las cuales se habla mucho estos días. No, no se trata de reclamar reparaciones económicas por el daño soportado por determinados ciudadanos que han sufrido las consecuencias de la falta de previsión en el acopio de equipos de protección o respiradores, de lo que se trata es de encontrar un responsable, un culpable y hacerle pagar con la cárcel, con la inhabilitación, con el descrédito. Vivimos el esplendor del sentido bíblico del castigo. Como si forzosamente cada acción u omisión tuviera que encajar en un tipo penal, el que sea, el que más se ajuste dentro del variadísimo elenco que nos ofrece el Código Penal. Y si no, siempre tenemos ese delito comodín para cualquier autoridad o funcionario público: la prevaricación.
Porque además el ámbito penal tiene un extra de escándalo, de repercusión mediática, de condena anticipada (que luego haya una absolución es lo de menos y algunos dirán eso tan socorrido de “le han absuelto por falta de pruebas”, o sea: lo ha hecho, por supuesto, pero como no lo pueden probar, el muy pillo se ha librado…). ¿La presunción de inocencia? puro sarcasmo: en nuestra sociedad, y no solo en nuestro país, la presunción es justamente la contraria, y permanece a veces aunque haya absolución, y si no que se lo pregunten a Woody Allen.
Parece que se ha creado una correlación necesaria entre acción/omisión y castigo. Y esa correlación se da en todos los ámbitos y niveles, pero especialmente en la política. Y lo enturbia todo. Ya no existe eso que se llamaba la responsabilidad política, ni se obtiene satisfacción por una derrota parlamentaria o una pérdida de votantes del partido a quien acusamos, sin matices y totalmente (no sea que nos llamen “maricomplejines” o equidistantes) de todos los males. No, ahora solo importan las condenas penales, y suerte que ya no hay pena de muerte; pero una buena condena penal acaba con cualquiera. Bajo esa exigencia de justicia retributiva (la justicia de la retribución, la de “el que la hace la paga”) subyace una poderosa y embriagadora convicción, la de que cualquier muerte es una anomalía, y por tanto evitable, de modo que una pandemia como la de la Covid-19 es una anomalía previsible y evitable, y de toda anomalía hay un responsable, siempre. Solo hay que buscarlo.
Leyendo hace unas semanas, con sonrojo, los documentos filtrados por la prensa sobre la instrucción que sigue, o seguía, pues mientras escribía esta voz me llegó la noticia del sobreseimiento provisional, la llamada “jueza del 8-M”, como los informes de la Guardia Civil y del forense, plagados de opiniones en lugar de hechos y en los que ya se establecen culpabilidades, me acuerdo de Mister Taylor, el memorable relato de Augusto Monterroso, donde retrata un imaginario país latinoamericano donde, por necesidades del mantenimiento de la economía nacional, el Derecho Penal se endurece hasta el punto de que los meros errores y equivocaciones se consideran delito.
Pero hubo al principio del confinamiento otras manifestaciones de justicia retributiva que me parecieron, y me siguen pareciendo, muy lamentables, sobre todo porque las he oído a personas a quien consideraba inteligentes. Yo la llamaría la Justicia Cósmica. Y es fruto de esa especie de perniciosa e irracional ensalada pseudo científica, hoy tan de moda, donde convergen una supuesta ecología espiritualizada con los movimientos alternativos. Me estoy refiriendo a esa creencia según la cual la Covid-19 sería la respuesta del planeta a nuestra insensatez, el castigo por maltratar al medio ambiente, por no respetar la Naturaleza. La respuesta a nuestra codicia y egoísmo, etc. En definitiva: un castigo, una plaga bíblica. Llo cual no quiere decir que no estemos maltratando el planeta y no estemos instalados en un muy preocupante y nocivo cortoplacismo. Pero la hipótesis (si es que esa justicia cósmica llega a serlo) del castigo me resulta tan irracional y ridícula como las estupideces que se han oído por parte de algunos, de que el virus lo lanzó Bill Gates para luego suministrar una vacuna que nos introduzca un chip, etc. El castigo somos nosotros mismos.
LIBROS. Parece ser que el confinamiento ha incrementado la media de tiempo dedicada a la lectura. Se ha leído más por parte de quienes leen, pues sigue habiendo una enorme cantidad de españoles que no leen nunca un libro. Pero no voy a hacer ninguna apología de la lectura, no sirve de nada: a la lectura se llega por convicción personal, o se tiene o no se tiene. Es más, me repatean esas campañas de promoción de la lectura, con su tono pedagógico y redicho; es probable que hasta causen más rechazo que convencimiento, y desde luego no debemos pensar ese “pues ellos se lo pierden”, pues seguro que los no lectores piensan también que los que andamos muy a menudo entre libros nos estamos perdiendo muchas otras cosas.
Dicho esto, diré que yo también he leído más estos meses, no solo por disponer de más tiempo (todas esas horas que en la vieja normalidad a uno se le iban en mil pequeñas cosas), sino porque lo he necesitado, por pura necesidad de sobrevivir y mantener el ánimo. Debo decir también que mi método de selección ha cambiado. Durante muchos años he ido creándome una lista de autores, en su mayoría clásicos a los que me parecía imperdonable no haber leído todavía, una “cartera” de autores tan exigente que incumplirla, procrastinando avergonzado el encuentro con sus obras, me resultaba muy frustrante. Elegir entre tantas opciones el momento de entrar en un libro es difícil: ¿retomo En busca del tiempo perdido (me quedé en la cuarta parte, allá por 1979...)? ¿O por fin me atrevo con el Tristram Shandy, de Sterne? Ah, pero qué placer cuando al final, como me ocurrió el pasado verano, puedo decir con orgullo que por fin me he leído Guerra y Paz, o Anna Karenin. El caso es que últimamente me tomo la cosa más relajadamente, y confío en el instinto, en decisiones del momento, espontáneas. Como si fuera un buscador de tesoros, algunos de los cuales resulta que los tenía bien cerca.
Puesto que en ETCÉTERA los libros tienen un papel relevante, voy a comentar mis lecturas durante el confinamiento y la desescalada:
Comencé, y me ha llevado mucho tiempo, pues es largo y denso, y además me empeñé en leerlo en inglés, con SPQR, la historia de Roma de Mary Beard. Hace muchos años que tengo interés en el mundo romano. Mi primera idea era leerme la célebre Historia de Roma, de Indro Montanelli, y empecé a hacerlo en una edición de los años 60 que era de mi padre, pero la letra es tan pequeña que lo dejé en las primeras páginas y busqué el libro de Beard en formato electrónico. Había visto alguno de los documentales de la historiadora británica, y me parecía que empleaba un inglés asequible, pero el libro es diferente: su inglés es muy trabajado, con frases largas y algo barrocas. Claro, es profesora en Cambridge, no voy a pretender que escriba con la sencillez de Paul Auster.
Seguí
con Chejov,
un
autor muy querido por mí, de
los que llamo de
cabecera. Sus cuentos, y aún más sus obras de teatro, me producen
emociones muy especiales y dudo que haya habido un autor tan
importante para la narrativa corta, especialmente la norteamericana,
que Anton Chejov. En otoño, tras leerme (otra aspiración de años)
el curso de literatura rusa de Nabokov, leí dos relatos que no
conocía y
que Nabokov comenta en su curso, una
transcripción de
sus clases en la universidad de Cornell a finales de los años 40),
y en abril, revisando los libros que tengo en
Tarragona,
encontré una antología editada hace unos años por Pretextos. Casi
todos los relatos
los
conocía, pero muchos los había olvidado, y con la relectura exprimí
su jugo aún más.
No esperaba releer a Salinger, de quien he leído todo lo que poco que de él hoy se conoce, aunque no creo que tarde mucho la ya hace años anunciada publicación, por su hijo y legatario, de material inédito de su celebérrimo padre. Ocurrió que encontré, en no recuerdo qué televisión o plataforma, un documental sobre Salinger y pensé que tal vez merecía la pena una relectura. Y me tropecé con el librito que reúne dos de sus relatos más largos: Levantad, carpinteros, la viga del tejado, y Seymour: una introducción. Leí ambos, no sé si por segunda o tercera vez. Esigual. El segundo es un relato difícil de leer, oscuro y pretencioso. En cambio el primeroes sencillamente magnífico, triste y divertido a la vez: una gozada.
En
cuanto a Camus, me pasó una cosa curiosa. Oyendo en febrero un
programa que
los de
La Cultureta (Onda
Cero) le
dedicaron pensé: cómo no lo he leído. ¡Hay que leerlo! Me decidí
por La Peste, y lo compré en formato electrónico. Pensé: vamos a
leer algo sobre una epidemia ahora que la estamos viviendo. No es lo
primero que leía sobre el tema. Hace un par de años leí el gran
clásico del Novecento italiano, Los novios, de Manzoni, obra poco
leída en España pero que en los institutos italianos es lectura
obligatoria. Y otro autor italiano, este del siglo XX, y uno de mis
favoritos, Carlo Maria Cipolla, un historiador económico, de
quien he leído un par de ensayos sobre las pestes que asolaron
Italia en los siglos XVI y XVII y
cómo se combatieron. Investigaciones históricas contadas con gran
pulso narrativo: ¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo? (editado
en Españas por Mario Muchnik en los 80) y, más recientemente, Il
pestifero e contagioso morbo.
Leyendo
La Peste tenía a veces la tenue sensación de que me sonaba algún
pasaje. Pero a la vez me parecía que yo nunca había leído algo
así, pues no es ese un libro como para que se te olvide haberlo
leído. Y sin embargo así era. Desde 1976, el año en que (me
acuerdo perfectamente, puesto que fue una clara decisión, casi como
una llamada) me propuse ser un lector, y además un lector exigente,
me vengo anotando en papelitos que guardo en una agenda de bolsillo
todos los libros que leo. Allí, entre mis anotaciones de 1977,
apareció La Peste. En cualquier caso, había que releerlo, y había
que hacerlo ahora. Lo sorprendente no son los paralelismos con
nuestra pandemia sino cómo tuvo que documentarse Camus para
construir su relato, y no me refiero a la documentación histórica
sino a la de la experiencia vivida, la historia interior de los
habitantes de una ciudad tomada por la enfermedad.
Y
el último leído, tras el cual he vuelto a Mary Beard (con el
asesinato
de Julio César, la cosa se ha
animado),
es también, sorprendentemente, una relectura camuflada y casi
culpable. Se trata del segundo tomo, La ruta, de la trilogía La forja de un rebelde, de Arturo Barea. La emprendí hace más de diez
años, y recordaba que tras el primer tomo, donde Barea narra y
novela sus primeros años, en el Madrid de principios del siglo XX,
me había quedado en las primeras páginas del segundo. Y sin duda
así debió ser, aunque posteriormente lo retomé y me lo leí
entero. Pero lo curioso es que me seguía martirizando la culpa
durante todos estos años de no acabar ese segundo
tomo de una obra, que por referencias de
autores actuales
o recientes (recuerdo cómo la alababa Umbral) o
de lectores muy cercanos a mí, como mi mujer, era una lectura
obligada para conocer la España anterior a la guerra civil y la
propia guerra. De modo que empecé a leerlo, asombrándome
de su estupenda prosa y sintiendo que aquella narración sobre la
presencia del ejército en Marruecos, hace ahora un siglo, era para
mí familiar. No, no es que hubieran leído otras cosas y por eso me
sonaba, es que lo había leído entero y aún así me pesaba el
recuerdo contrario. Había sido víctima por así decir de una culpa
inexacta: mi verdadera culpa no era no haber podido seguir con el
tomo II, sino haber postergado la lectura del III. En cualquier caso,
como con toda gran obra, la relectura puede ser más placentera que
la lectura. Y ahora, finalizado ya SPQR, voy ya por la mitad del apasionante (pero desazonador, por cuanto ahonda en la triste historia no tan lejana de nuestro país) tomo III de La forja de un rebelde.
MASCARILLA.
Es el símbolo de la pandemia, su elemento identificativo, pese a los
titubeos iniciales de la OMS y del doctor Simón y
los doctores Simones de tantos y tantos países.
Fuera de los hospitales ya se
habían
visto, en
aeropuertos y en metrópolis con mucha contaminación, pocas veces en
España, pero también, llevadas casi siempre por turistas
orientales a los que yo miraba con extrañeza, criticando su
radicalismo, o su menosprecio al resto de la humanidad, como si
fuéramos peligrosos apestados. Y ahora, en muy poco tiempo, las
llevamos todos, con una naturalidad pasmosa, como
si las hubiéramos llevado toda la vida.
La mascarilla ya es un complemento más, un artículo que poco a poco
se va costumizando. Ya
las hay de empresa y corporativas, y no
tardaremos en verlas, para el otoño o el
invierno, en pieles naturales o de imitación, y hasta habrá
mascarillas de ceremonia, para las bodas y
eventos.
En
fin, tanto
revuelo en
nuestras sociedades democráticas occidentales hace
unos años con el niqab, el hiyab y el burka, poniendo bajo sospecha
a las mujeres musulmanas
que
los
llevan en nuestros países, y al final todos vamos a acabar
tapándonos
la cara, reservando
esa parte de nuestro cuerpo, como otras, al terreno de la intimidad.
Las
primeras que llevábamos, cuando apenas las
había
y era un artículo casi del mercado negro, eran de emergencia:
básicas, elementales, rudimentarias. Con la producción masiva y a
precios mucho más asequibles se ha introducido el diseño, la
estética. En
los primeros días de desescalada, dando un paseo vi a una chica
joven con una mascarilla de tela, fucsia, de un corte impecable. La
chica era atractiva,
sin duda, pero… ¡y lo bien que le sentaba la mascarilla! Porque
la mascarilla, en un desconocido, es ya un elemento de misterio, que
anticipa el momento en que el rostro quedará desnudo. Dentro de
nada, si no las hay ya, habrá poesías o canciones que,
parafraseando a Aute, bien podrían decir: no te desenmascares
todavía, espera un poco más...
Sorprende
cómo este
complemento se
menospreció al principio argumentando que
aportaba una
falsa sensación de seguridad (las autoridades sanitarias prefirieron
no recomendar un artículo escaso, arriesgándose
a
que faltasen, como de hecho ya
ocurría,
en los hospitales), para actualmente poder
leerse opiniones
tan contundentes
como
probablemente exageradas como
la
de que
su uso masivo es lo
más importante para
tener
bajo control al virus.
Por
lo demás, la mascarilla tiene
una función de identificación: quien la lleva, aun en
situaciones que no comprometen
la distancia social,
trasmite
un claro ejemplo
de
civismo, y
tranquiliza al prójimo que también la lleva, creándose una
conexión cívica.
Quien la lleva bien puesta, quiero decir, porque para llevarla por
debajo de la nariz, o, peor aún, en la barbilla (cuando las veo así
pienso que
ya
no son mascarillas: son
barbilleras) mejor no llevar nada, mejor practicar el descarado
nudismo
mascaril. El
caso es que cuando
en un espacio cerrado veo a alguien así, con la nariz fuera de la
mascarilla, o con barbillera, me tengo que contener para no llamarles
la atención.
En espacios abiertos es otra cosa, pero las personas que veo con
barbillera me producen
una impresión muy
lamentable, hay algo repulsivo en esa posición de la mascarilla,
tapando la papada, o, quién sabe, recogiendo las babas. Y parece ser
que se ha puesto de moda. Porque la manera de llevar estos artilugios
está claramente sometida a las modas. Hace unos años se puso de
moda, y es
algo que aún
se ve, llevar
las gafas de sol ancladas
en
el cabello; más recientemente se llevan en la nuca, boca
abajo,
si las patillas flexibles lo permiten y
no hay riesgo
de caerse. Por no hablar de otra moda, en auge hará unos quince o
veinte años, consistente en las cadenitas para sujetarse las gafas.
¡Qué
mala impresión me causaba ver las gafas sobre el pecho sujetas con
una cadenita o cuerda! Puedo
afirmar con orgullo que yo, que pertenezco
a ese segmento de la población que continuamente
se
pone y se quita
las gafas, jamás caí
ni espero caer en
tan
indecorosas modas.
MUERTOS.
Hemos escuchado, y escucharemos, miles de opiniones de todos los
protagonistas: políticos, tertulianos, sanitarios, trabajadores,
empresarios,
periodistas, niños, ancianos, expertos y
pseudoexpertos,
sacerdotes,
policías, famosos,
hosteleros,
cajeros
de
supermercado, peluqueros… pero nunca podremos saber la opinión de
los grandes perdedores de
esta crisis sanitaria global: los
muertos. No,
no he pretendido decir
una perogrullada. Cierto
que tengo
la fortuna de no haber sufrido muertes en mi entono inmediato. Sí
un poco más allá, pero en general puedo decir que no
he recibido
noticias de muertes de
esas
que,
en
condiciones “normales”, te
obligan
a
presentarte
en una sala de vela de un tanatorio o acudir a un funeral. Pero mi
impresión es que los que han muerto desaparecieron de escena mucho
antes de su muerte, como si llevaran
muertos
muchos
días y semanas antes de ser declarados como tales, pues
ni siquiera pudieron ser
acompañados ni despedirse
de sus seres queridos.
Hasta el punto de que los que sobrevivieron a la UCI, a ese
entubamiento que debe ser absolutamente terrible, y que veíamos en
los telediarios salir entre aplausos de los sanitarios, me
parecían
muertos resucitados. Y
qué decir de las diferencias entre los anotados en el debe del virus
y los que permanecerán por siempre en esa zona gris que marca la
elemental resta entre la cifra media global de muertos en la
primavera de años anteriores, y los fallecidos en esta aciaga
primavera de 2020. Qué dirían desde su insondable eternidad si
pudiéramos comunicarnos. Los
muertos han tenido que resignarse
a ser pura
cifra, y cifra difusa, mil veces calculada y recalculada, sujeta a
errores de recuento, a interpretaciones, a la competencia a veces
sobreactuada entre autonomías, como si no hubiera una frontera clara
entere el ser y el no ser. Sus
familiares no han podido acompañarles
en el hospital ni despedirles,
ni siquiera, según se dice, verles tras
la muerte,
debiendo
confiar en que los que estaban dentro de aquellas cajas selladas con
cinta americana eran sus familiares y no otros: aunque en el fondo,
como cifra que han sido, todos
los muertos son intercambiables. Fueron
todos enterrados con precauciones
sanitarias adicionales a las habituales, por ser considerados como
una peligrosísima potencial fuente de contagio, como el más inicuo
de los residuos: qué
sarcasmo que las víctimas más
brutalmente víctimas
fueran a su vez considerados como el mayor potencial verdugo.
Y
nosotros,
los vivos, felices
de no pertenecer a ese grupo, recibíamos
cada tarde la
noticia del
recuento del día anterior, como el
barómetro que nos indicaba el curso de la pandemia: han bajado, han
subido, el pico, la curva...
MÚSICA.
Pese
a su cada vez mayor uso en la esfera privada, a través de los
auriculares y dispositivos móviles, qué duda cabe de que la música
tiene una función social. Esa misión quedó muy patente desde el
primer día del confinamiento. La particular experiencia vivida ese
día en mi calle se ha tenido que vivir, con otras formas, en todas
partes. Ocurrió que por la tarde, mientras estábamos aquel primer
día aún desorientados y perplejos ante el encierro decretado,
haciendo cábalas de cómo sería nuestra vida y cuánto duraría
aquello, en un balcón alguien sacó una trompeta y comenzó a tocar
el pasodoble Amparito Roca, muy popular en Tarragona, música
obligada en
las fiestas de la ciudad. Convocados por ese
animoso
pasodoble
todos salimos rápidamente a los balcones y terrazas, y empezamos a
acompañar
el toque
de trompeta con nuestras palmas. Por toda la ciudad y fuera de ella
empezaron
a circular vídeos del improvisado concierto. Los
medios se hicieron eco. Esa
u otra tarde saludé
a nuestra vecina de
rellano,
asomada en su
terraza, y
me dijo que el trompetista, que
vivía un
par de bloques más allá del nuestro, era su cuñado. Le pedí que
le diera las gracias en nuestro nombre, por animarnos con su
trompeta.
La
iniciativa
la repitió al día siguiente, y al otro, y al otro… Empezaba a
tocar a las 6 en punto y ya había
gente asomada
esperándole. Poco a poco fue introduciendo otras músicas,
marcadamente populares, entre
ellas ese
“Resistiré” del inefable Dúo
Dinámico. Yo salía siempre a oírle. Se agradecía la rutina que
anticipaba la de los aplausos de dos horas más tarde. Uno
estructuraba su día de confinamiento a base de rutinas como esa, que
conseguían que el tiempo transcurriera más rápido. Pero
después de tres o cuatro semanas aquella rutina se me hizo
insoportable. Estaba leyendo, o viendo una serie o lo que fuera, y
cuando se empezaba a oír la música, con un repertorio cada vez más
pachanguero
y
con interpretaciones de menor nivel técnico, me decía (yo, que
tanto lo había alabado el primer día): ¡pero qué pesado! ¡Con lo
tranquilo que estaba yo! ¡Ya vale, tío! Un buen día dejó de
tocar. Supongo
que
coincidió
con
el inicio de la desescalada, que marcó el lento declinar de los
ritos compartidos
como el
de los
aplausos de las ocho.
No
fue la única música.
En el bloque del trompetista o en el de enfrente, en los que al
parecer surgió una especie de comunidad de la música y la
animación, a alguien le dio los viernes y sábados después
de los aplausos por poner música discotequera a todo trapo, a veces
durante una hora entera. Era de noche todavía y en los balcones
empezaron a aparecer luces de colores que se encendían y apagaban.
Los niños, las mamás, los papás, los
abuelitos, bailaban
en las terrazas y balcones.
Al
principio pensé: bueno, está bien, se han de desahogar. Esa música,
aunque no sea la que yo pondría, es el vehículo de transmisión de
la conciencia vecinal, es
la voz del barrio…
Es natural que uno piense cosas así ante un impacto repentino en
nuestras vidas como era
ese
inédito confinamiento. Pero
como en el caso del trompetista, mi conciencia individual acabó
ganando la partida, disgustándome
profundamente -si
no lo he dicho todavía lo digo ya: el confinamiento ha traído
también consigo algunas cosas buenas-
que el bendito silencio que
teníamos (hasta
me olvidó del ruido de los coches)
se
alterase con tanto escándalo. Es más, me decía (sobre todo durante
nuestra clase de yoga online
que nos impartía un vecino): ¿pero qué se creen estos, que
necesitamos su ruido para animarnos? ¡No
se preocupen de nuestras necesidades musicales, estamos servidos,
gracias! Afortunadamente, con la
desescalada, a
la vez que las calles se llenaban de inéditos paseantes, la
música volvió por completo a su ámbito particular de siempre. Y entre tanto se nos murieron Luis Eduardo Aute y Rafael Berrio. Y John Prine.
NORMALIDAD,
NUEVA NORMALIDAD. Otra
expresión que está haciendo fortuna, porque el fin del estado de
alarma abre una nueva etapa, y
esta tiene que poder ser nombrada. Si lo iniciado el
14 de marzo fuera
un paréntesis, seguramente no haría falta añadir ninguna nueva
expresión a las muchas que ya tenemos los hablantes de este idioma
en que redacto estas notas, pero lo ocurrido dista mucho de ser un
paréntesis que limpiamente se abre y se cierra. Nada
tengo contra esa expresión, que designa algo que ha de ser
designado, aunque si nuestros
gobernantes, con esa ansia por poner nombres, no la hubieran
acuñado, los
medios, o ese ser colectivo y anónimo que crea el lenguaje, hubiera
alumbrado
otra etiqueta, algo así como la post-alarma o la
post-desescalada.
Lo
que me desagrada es que un gobierno invente e imponga palabras y
además lo haga con éxito, pues me
parece
cosa más
propia de
totalitarismos, y pienso en las consignas de Mao y su Gran Salto
Adelante, o de Lenin y la Nueva Política
Económica, o peor
aún, la Solución Final de Hitler. Incluso,
a
nivel nuestro, Franco
y
sus
Veinticinco Años de Paz: recuerdo muy bien (yo tenía 7 u 8 años)
la pancarta que colgaron de lado a lado de la calle Mayor de Gandía,
no muy lejos de la tienda de tejidos de mi tío Pepe, y
cómo en mi cándida alma de niño pensaba, pareciéndome que 25 años
era una eternidad, ¡qué
bien, cuánta paz tenemos!
Y
no
quiero decir, ni
mucho menos,
que haber lanzado esa expresión en una rueda de prensa el presidente
Sánchez (no sé si previo
asesoramiento lexicográfico) le convierta en un totalitario, sería
rebajar mucho y frivolizar esa dura palabra, pero
me desagrada que con
la mayor naturalidad concedamos
cada vez más un papel más amplio a nuestros políticos, por mucho
que seamos una sociedad democrática, olvidándonos
que su ámbito ha de ser el de la gestión, y nunca el de las ideas.
POLICÍA.
Uno de los efectos donde
podemos cifrar el éxito de la actuación gubernamental, en cuanto al
indudablemente reforzamiento de sus potestades y su, digamos papel
director (me
ocuparé de ello en la voz POLÍTICA) es que ha movilizado a amplias
capas de la población que se ha sentido llamada a actuar. Las
fuerzas y cuerpos de seguridad, por supuesto por tener un papel muy
concreto en el dispositivo creado, pero sobre todo los primeros días
se les veía actuar más allá del cumplimiento reglado de sus
funciones. Lo pude ver por mí
mismo en mi propio entorno familiar, con una clara sobreactuación
por parte de algunos agentes,
incluyendo
cierta escenografía un tanto grandilocuente. Si
el objetivo era infundir miedo para que todo el mundo obedeciera
(quedó claro desde el principio que se daba por hecho que la
ciudadanía no sería capaz de asumir su responsabilidad) a fe mía
que lo lograron. En
mis muy escasas
salidas, aunque me limitara a tirar la basura, iba
acoquinado y cohibido ante la
posibilidad de que detrás de una esquina me abordara una patrulla, y
que en cuanto lo hicieran renacería en mí una sana rebeldía
juvenil ante la exhibición de la fuerza con
lo
que seguramente no haría más
que empeorar las cosas.
Pero
lo curioso es que ese afán un tanto sobreactuado, ese tener la calle
bajo absoluto control, se trasladó a ciudadanos normales y
corrientes. La sabiduría popular, con
el soporte tecnológico del
whatsapp, los bautizó rápidamente: la Policía
de Balcones,
un enorme cuerpo de
voluntarios, que tanto
aplaudían cualquier actuación de
la policía
oficial contemplada
desde
sus balcones,
sin pararse a pensar que a lo mejor el pobre ciudadano sometido a
sumarísimo atestado no era culpable de nada, como se sentían
llamados a la acción increpando
a quien les parecía se había saltado el confinamiento, o, peor aún,
delatándolos ante la policía oficial,
con un ansia de colaboración ciudadana
que ya hubieramos
querido en el País Vasco en
los años de plomo del terrorismo etarra.
Supongo
que todo era fruto de la excitación que todos sufrimos, esa
desubicación de
no saber qué iba a ser de nuestras vidas en los días y semanas que
vendrían, porque en cuanto
nos adentramos
en la dichosa desescalada, todos se han relajado, y
ahora veo pasar al coche patrulla a muy pocos metros de un grupo
numeroso de adolescentes sin mascarilla ni distancia de seguridad
alguna, y los agentes no dicen absolutamente nada.
POLÍTICA.
Si en esta tremenda crisis con
tantos muertos, una economía colapsada y el
triste reconocimiento de
la fragilidad de la condición humana y de nuestras
muy apreciadas sociedades
democráticas avanzadas hay un claro ganador ese
es la política. Es decir, la política como ejercicio
del poder político. La enorme
cantidad
de horas en que un ser humano, el Sr. Pedro Sánchez, con
una verborrea que ya querrían para sí los vendedores de seguros, se
ha dirigido a toda la población del país desde la televisión no
tiene precedentes: ha superado claramente a cualquier otro
representante político,
y a
cualquier monarca,
incluso muy probablemente
al dictador
Franco. Y eso solo en cuanto a
su manifestación externa.
Hasta
el 13 de marzo de 2020
veíamos al
poder político
en nuestra sociedad como
un importante actor, con un radio de acción y
afectación en la esfera privada de los ciudadanos muy
amplio, pero un actor en un
escenario muy coral, con muchas otras voces, con
contrapesos y limitaciones.
Pero a
partir del 14 de marzo ese
poder, gracias al excepcional mecanismo constitucional del estado de
alarma (a propósito, ¿no es chocante que en cuarenta y pico años
de régimen constitucional el recurso a mecanismos extremos como el
155 y el estado de alarma se haya concentrado en un periodo de poco
más de dos años?) se intensifica hasta extremos
nunca vistos, el poder se
concentra en un gobierno, el régimen autonómico queda prácticamente
hibernado, dando paso, en el
mejor de los casos, a
una jerarquizada descentralización administrativa, y un solo hombre,
el presidente del Gobierno (secundado a veces, bajo cualquier excusa,
por otros gesticulantes actores
que no podían permitir
perder su cuota televisiva) se erige día tras día en el
interlocutor único con millones de habitantes: todo gira alrededor
de las decisiones de ese hombre que si bien mantiene ciertas rutinas,
reuniéndose con su gobierno, con los presidentes autonómicos, con
los asesores científicos, etc.,
personifica el ejercicio del
poder de una forma
y con una intensidad que nunca
antes se había visto. Y no
solo la televisión y los medios, obligados a ser monotemáticos, la
misma expresión
escrita de ese poder (el BOE),
con sus intempestivas ediciones extraordinarias, ha echado humo:
nunca antes había sido tan consultado. Porque
además ese poder político ha entrado
en terrenos nunca vistos, de manera que nuestra vida diaria, nuestros
proyectos, nuestras relaciones humanas han dependido durante casi
cien días, y siguen
haciéndolo, de las decisiones
de ese poder.
Y
sin embargo, aunque algunos en
una reacción más emocional que racional han querido ver en ello una
pura expresión
dictatorial, esa expansión de la política en su capacidad de
decidir la vida de millones de personas ha sido perfectamente
democrática. Veremos qué dice nuestro
parsimonioso Tribunal
Constitucional
cuando en su momento dictamine sobre los recursos de
inconstitucionalidad
presentados,
si bastaba el estado de alarma para limitar la libertad de
circulación como se ha hecho o si, al menos durante algunas semanas,
el instrumento constitucional idóneo era más
bien el del estado de
excepción. No habiendo
precedentes, ni por tanto una jurisprudencia previa a la que
agarrarse, creo que mantendrá la constitucionalidad de la
declaración del estado de alarma y sus prórrogas. Pero si
eventualmente se
pronunciara
en contra, no creo que hubiera
consecuencias.
En
cualquier caso, hemos asistido a un triunfo por goleada de la
política, que se ha mostrado
más necesaria que nunca. Y además hemos
comprobado que, tras 42 años, nuestra Constitución, que algunos
pretenden desfasada, sigue siendo un instrumento políticamente útil,
que
aún exhibe sus potencialidades. Y
lo más importante: la población ha aceptado muy mayoritariamente
ese papel director de la política. Frente
a ello será una pura anécdota, todo lo más una nota a pie de
página en la historia política de estos meses, la
necesidad de armar un poco de ruido que
ha mostrado algún
representante autonómico,
creando
insospechados
hermanamientos, como el de los presidentes autonómicos Torra y Díaz Ayuso; por
no hablar de la ironía
de que
el partido del arco parlamentario ideológicamente
más próximo al
más largo régimen dictatorial de nuestra historia se haya intentado
erigir precisamente en
el defensor de nuestras pisoteadas libertades.
RESIDENCIAS.
Incapaces de mantener a nuestros ancianos en sus casas, con sus
familias, los internamos en las residencias, confiando en los
cuidados que allí se les dan, en lo bien que les atienden, cuando el
hecho de estar allí, aislados del mundo, de sus casas, de su vida de
siempre,
esperando la muerte, ya
es una derrota. Nadie en estos años se había preguntado si las
residencias estaban preparadas para afrontar crisis sanitarias como
la vivida, porque los ancianos de las residencias no tenían voz, no
daban la lata: no se
manifestaban, ni escribían cartas en los diarios, ni emprendían
recogidas de firmas
en change.org. Las familias les olvidaron y la política también,
convirtiéndoles en muchos
casos en campos de exterminio.
Yo
diría que lo que ha ocurrido en las residencias ha sido nuestra
mayor vergüenza.
TELEDIARIOS.
Los telespectadores ya
estábamos
acostumbrados a telediarios más o menos monográficos cuando los
grandes acontecimientos: atentados, terremotos, golpes de estado…
Las reacciones, las condenas, las muestras de solidaridad, las
investigaciones policiales… todo eso justifica que durante unos
pocos días apenas se hable de otras cosas. Pero en el caso de la
Covid-19, todas las informaciones han girado absolutamente sobre ese
tema, en su vertiente médica, por supuesto, pero también en la
política, en la económica y hasta en la deportiva, y además lo ha
hecho durante meses. Es cierto que este es el gran acontecimiento
global de lo que llevamos de siglo, y que ha afectado a todo, tanto
en la esfera pública como en la privada. Pero,
pese a que gran parte del
metraje de los telediarios ha
sido facilitada
por nuestras autoridades, con esas largas comparecencias de Sánchez,
Illa y Simón, a partir del inicio de la desescalada los editores de
los telediarios se han apoyado excesivamente en la banalidad
cotidiana, buscando la noticia debajo de las piedras. Puestos a
retratar la afectación de la pandemia en la esfera privada de los
ciudadanos o, por así decir,
en nuestro estilo de vida, y
principalmente ese gran filón informativo que ha sido el
post-confinamiento, no hacía
falta tanto reportaje, repetitivo e intercambiable, de cómo los
ciudadanos empezaban a acudir a las terrazas y los dueños de los
bares medían la separación entre mesas y colocaban hidrogeles,
etc., con entrevistas también repetitivas e intercambiables con
consumidores que narraban la emoción del primer cafelito o de
la primera caña,
acompañándolas de comentarios más
bien tontos. Había materia para mucho más y más serio, para
analizar de verdad las consecuencias económicas, las complejidades
de la búsqueda de tratamiento médico y de una vacuna. Es más, muy
poca de la información recibida durante estos meses que, siendo más
o menos valiosa nos podía ser útil, nos ha llegado por la
televisión. Aún a riesgo de ser víctimas de las fake
news y de la
desinformación, hemos prestado atención a los videos difundidos
por las redes sociales, donde otros “expertos” diferentes a los
que copan las cadenas televisivas, nos han dado, al menos, puntos de
vista diferentes, explicando aspectos
de la enfermedad y su prevención
que por lo visto
los editores
de telediarios consideran que los espectadores no tenemos
la capacidad de entender.
TELETRABAJO.
El teletrabajo ha
llegado para quedarse, se dice estos días. Y ciertamente
algo que ya era perfectamente posible antes del 14 de marzo ha
cobrado un impulso sin precedentes, poniendo de relieve sus ventajas,
pero también sus inconvenientes.
Llegué
al teletrabajo, como casi todo el mundo, forzado por las
circunstancias, pero en cuanto a los dos o tres días me instalaron
un VPN y trasladé a mi domicilio mi propio equipo informático que
tenía en el ayuntamiento del
que soy Secretario, me pareció una excelente experiencia: había
conseguido unificar dos espacios en uno. Rápidamente se instaló una
nueva aplicación de contacto del personal, el Slack, con la que
podías chatear e incluso videoconferenciar
con cualquiera, sustituyendo así a lo que en circunstancias
“presenciales” se llama “voy a bajar un momento a la segunda
planta a entregar esto a Fulanito y de paso le comento un par de
cosas a Menganita”. Los árboles
de la calle que empezaban a sacar sus brotes, o los vecinos del
edificio de enfrente, se convertían en mi contorno
“extrapantalla”, el paisaje
de mi nuevo despacho. A
veces cambiaba de ubicación y, desde el dormitorio, en el pequeño
escritorio junto a la ventana, veía el árbol de Ana Frank del que
hablé en la entrada “árboles”. En
esa inédita dimensión del trabajo, los
verbos, las expresiones habituales cambiaron: ya no tenía sentido
decir “me voy al trabajo” sino “voy a conectarme” o “voy a
empezar a trabajar”. Tampoco diría más “hoy, en el trabajo”,
pues el trabajo había dejado de ser un lugar. El trabajo era una
ocupación doméstica, entre otras, pero su límite no estaba
claramente definido: en un lugar se entra y se sale, en el “modo
trabajo” estás siempre,
a un solo clic
de distancia: ya no se daría
más ese fenómeno de que en ese lugar que llamábamos “el trabajo”
alguien preguntara por ti” y alguien respondiera: “pues se acaba
de ir,
a lo mejor aún le pillas esperando el ascensor”.
Con
el buen
tiempo el espectro de lugares desde donde teletrabajar se amplió.
También
podía
hacerlo desde la terraza, oyendo los crecientes ruidos de la calle. Y
aunque yo no he llegado a ese extremo, he visto a alguien “de mi
trabajo” hacerlo in
itinere, viendo su imagen
mientras hablábamos
desplazarse de un lado a otro
de su domicilio como en un
plano secuencia.
En
el capítulo de las ventajas hay que consignar también otra no
desdeñable, aunque, como en otras, pasado un tiempo ya no lo pareció
tanto: la supresión del tiempo y los
gastos
de desplazamiento. En mi caso no era demasiado, unos 35 minutos entre
ida y vuelta, pero media hora al día es mucho, sobre
todo cuando ya se va teniendo una edad.
Con
el transcurso de los días los inconvenientes se me fueron haciendo
más presentes: la inadecuación de mesas y asientos, pues la
categoría “mobiliario de oficina” sigue teniendo una
justificación, molestias en los ojos por las excesivas horas
concentrado en una pantalla, así como ciertas molestias en el
brazo, consecuencia del abuso de la firma electrónica y su largo
protocolo de clics y ventanas. Pero luego hay otros dos perjuicios,
uno psicológico y el otro podríamos llamarlo organizativo.
Al
primero lo llamo la supresión de las transiciones: más allá de sus
inconvenientes en forma de necesidad de un vehículo y de un tiempo,
el desplazamiento al lugar de trabajo
cuando no es tu domicilio supone una transición, un calentamiento,
como los deportistas antes de entrar en acción, o una descompresión
cuando finalizas tu jornada y vuelves a casa. Esas transiciones, que
el teletrabajo, en su pragmatismo extremo, ignora, son altamente
saludables.
Al
segundo, más difuso, lo llamo la supresión del efecto pasillo, es
decir, de los encuentros fortuitos con otros trabajadores que en
condiciones presenciales te permiten ponerte al día de una gestión
o enterarte de algo que debes saber mientras bajas unas escaleras o
compartes ascensor, o que sin necesidad de redactar un correo o
programar una videoconferencia
te permite improvisar una
reunión, o, simplemente ver cómo está el ambiente. Es decir, la
visión global, lo que no puedes deducir
en correos, mensajes o incluso videollamadas, lo que solo te llega
cuando ves
a otras personas en su lugar de trabajo, tanto
si tienen respecto a ti una posición vertical
u horizontal en el organigrama.
Mi
conclusión es que el teletrabajo puede ser muy útil en determinadas
circunstancias (imaginemos que por estar entre los contactos de un
positivo el virus nos obliga a guardar cuarentena) pero no debe ser
la norma general: pues el lugar de trabajo, como lugar diseñado
expresa y saludablemente para dicho fin, y la convivencia en
un mismo espacio físico con
otros trabajadores, sigue siendo necesaria. Y,
en sentido contrario, salvo trabajos muy especializados o
excepcionales, es más saludable física y mentalmente separar los
espacios del hogar y el trabajo, del ocio y del negocio.
VIDEOCONFERENCIA.
Las videoconferencias han sido un instrumento capital para el
teletrabajo pero también para la relación con amigos o familiares e
incluso para una larga lista de actividades que hemos descubierto que
admitían su modalidad online.
En
pocos días nos familiarizamos con los nombres de las nuevas
aplicaciones: Zoom, Jitsi Meet, Teams, Cisco Web, Whereby… Y el
Skype, que seguía ahí, como el gran veterano.
Como
en todo, las ventajas han sido evidentes: hgemos podido hablar con
nuestros amigos, con nuestros familiares, mantener reuniones de
trabajo, impartir y recibir clases, hacer gimnasia o sesiones de
yoga, asistir a conferencias… Pero
no hemos tardado en descubrir los inconvenientes
de esa utilización extraordinaria de la videoconferencia. Y no me
refiero a todos los fallos que
ha provocado las simultáneas conexiones masivas en todo el país,
con desconexiones, conferenciantes congelados, irrupciones indeseadas
(yo me vi un día sin saber
cómo en una reunión de Zoom en la que nadie nos conocíamos). Me
refiero a la forzosa irrupción
de una parte de nuestra intimidad que en las reuniones presenciales,
quedan preservadas. En la
videoconferencia no hay un territorio común, un espacio neutral
donde el encuentro se produce, sino un espacio virtual, o
mejor dicho un no-espacio,
donde los protagonistas son los conferenciantes en su propio entorno.
El territorio común se
sustituye por una acumulación de territorios que se yuxtapone a la
acumulación de rostros. La consecuencia es que nos
ofrecemos más a la visión del
otro que lo que deberíamos, nos exponemos más, puesto que no solo
confrontamos
nuestros
opiniones,
nuestras palabras, sino nuestros entornos más íntimos, nuestro
paisaje doméstico. Cierto que había en algunas aplicaciones la
posibilidad de anular ese componente, poniendo un fondo virtual,
neutro, pero no se solía hacer. También es cierto que esa
diferencia es irrelevante para
la mayoría, como un reflejo
más de ese exhibicionismo
social que vemos
cada día (esas personas que parecen retransmitirnos
su maravillosa vida
llena de fiestas y acontecimientos felices, en su Instagram,
Facebook, etc. a la espera de
que alguien les haga la caridad
de concederles un “like” o
un corazoncito) y se buscaba no
el lugar más cómodo o mejor iluminado, o
con mejor señal para plantar
el ordenador portátil, sino aquel que ofrecía un ángulo más
favorable de nuestra casa, con un fondo de librerías abarrotadas de
libros, o un salón elegantemente amueblado.