Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

leer LA DOMÉSTICA

La Doméstica fue mi primer cuento publicado (mejor dicho, colgado) en Internet. Sigue ahí, en una web que se llama Proyecto Sherezade, una de las más veteranas, iniciada en 1996. La crearon dos españoles en universidades de Estados Unidos, que ahora dan sus clases en Manitoba, Canadá. El cuento lo escribí en 1998, año en que me inicié en ese mundo fantástico de Internet. Lo envié por e-mail, me lo seleccionaron y el momento en que pude leerlo, y hasta oír mi voz leyendo el inicio del relato, fue de una felicidad indescriptible, mis palabras, alojadas en el servidor de una universidad norteamericana, accesibles desde cualquier lugar del mundo.Años después, dos alumnos de uno de los que llevan la web me hicieron una entrevista vía e-mail. Supongo que era para algún trabajo. Cuando me preguntaron "¿Nunca se preocuparon algunos miembros de su familia que unas de las varias criadas suyas maltratarían a los hijos?" pensé que mi pareja de entrevistadores habían  estado demasiado tiempo sometidos a la influencia de las ficciones televisivas. Aquí se puede leer la entrevista.


LA DOMÉSTICA

No era nuevo aquel recelo: ya de niño, en el confortable y acaramelado hogar familiar, había percibido Anselmo Ríos a las diversas fámulas, mucamas y asistentas que se sucedieron en el servicio doméstico como presencias extrañas, estrafalarias en ocasiones, surgidas de un mundo que le era ajeno y que oscuramente intuía que podría poner en peligro el suyo.
Ahora, cuando muchos años después, tras el difícil parto, no hubo otro remedio que requerir los servicios de una empleada de hogar que auxiliase a Susana, su convaleciente esposa, ocupándose del bebé durante sus primeras semanas, ese recelo, acaso aletargado, revivió.

Bajo una apariencia bondadosa, atribuible tal vez a su corpulencia, su ruidosa risa y sus mejillas excesivamente coloradas (vestigio genético quizá de la dedicación agropecuaria de sus ancestros), le pareció hallar en el rostro de la asistenta resquicios que denotaban cierta bajeza, cuando no franca crueldad: en su deteriorada dentadura, apuntalada aquí y allá con piezas metálicas y empastes varios, se mantenían incólumes los puntiagudos colmillos, justificando así tal vez su indisimulable voracidad. Esa potencial brutalidad se le hizo patente a Ríos la tarde en que contempló horrorizado con cuánta delectación la mujer, provista de un enorme cuchillo, degollaba en el suelo de la cocina a un asustado conejo, obsequio de su prima la del pueblo (toda criada tiene siempre una prima en el pueblo que regularmente la provee de conejos y dulce de membrillo, constató Ríos, a modo de ley sociológica).

 Ejecutado el degüello, creyó hallar una sonrisa sádica en la mujer mientras esta llenaba una palangana de plástico con la sangre espesa y muy roja, casi negra, que brotaba del animal muerto.

Desde el primer momento, Anselmo Ríos, aún siendo consciente de sus propios prejuicios, presagió en la mujer el propósito deliberado de arrinconarle, de alejarle del hijo recién nacido: apenas tomaba a Anselmito en brazos para mecerle o le alzaba al aire para arrancarle una sonrisa, ella se lo quitaba de las manos, reprochándole su ineptitud para esas labores, instándole a que se pusiera a leer el periódico o a mirar la televisión, a que asumiera, en definitiva, el papel de pater familias decimonónico, para quien la crianza de los niños, hasta bien entrada la pubertad, era algo exclusivo de las mujeres. Si no soportaba ese exclusivismo, menos aún soportaba el alborozo con que al llegar cada mañana buscaba enseguida a Anselmito y recorría la casa estrujándole contra sí y proclamando sus deseos de comérselo a besos. Para colmo, la criada era un caso claro de ubicuidad: si Ríos precisaba acudir al baño, la encontraba limpiándolo; si quería visitar a Susana en su dormitorio ella lo impedía so pretexto de que estaba amamantando al niño (acto alimenticio este que no incumbía a los hombres); si pretendía la exigua evasión de la prensa diaria en la salita, ella se presentaba allí ipso facto con su fregona en ristre dispuesta a limpiar el piso.

Transmitir sus quejas a Susana era clamar en el desierto: tendrá muchos defectos (todos los tenemos), pero quiere mucho al niño y le cuida perfectamente, y eso es lo que importa ahora, sostenía ella. Si Anselmo insistía era mucho peor, esgrimiendo ella entonces el argumento social: lo que ocurre es que eres un clasista, no soportas a la gente sencilla, sin estudios, ruda, si quieres (un poco bruta sí que es), pero con buen corazón.

También era cierta, y Anselmo Ríos lo reconocía, su propensión a desvelar en los objetos cotidianos lo escabroso y terrorífico. En un cuchillo de cocina, antes que el utensilio culinario en sí veía Ríos el arma blanca de un crimen posible; la almohada era, más que el complemento adecuado para el reposo, el instrumento ideal (silencioso y sin huellas) para la asfixia del durmiente; una inofensiva radio en la repisa del lavabo, convenientemente dejada caer en una bañera llena de agua y sales de baño, era sobre todo una invitación a electrocutar al bañista.

Por eso no era de extrañar el pavor que sintió Ríos aquella vez en que al llegar a casa a mediodía vio a la mujer poniendo al fuego un descomunal perol. No era necesario mirar y calibrar al bebé, que dormía plácidamente en su moisés, ubicado junto a la mujer que troceaba rítmicamente, con sádica precisión, unas zanahorias, para calcular que dentro del perol cabría perfectamente Anselmito y aún quedaría suficiente espacio para la hipotética guarnición. Aprovechando que ella había entrado en la despensa, en busca tal vez de algún condimento que proporcionara más sabor al guiso, tomó al niño y precipitadamente lo trasladó al dormitorio.

“Qué idiota eres Anselmo”, le dijo Susana cuando él expuso sus temores, “está haciendo cocido y quiero que congele lo que sobre. Estás enfermo, Anselmo, las manías te pueden, deberías ir a un psiquiatra”.

Anselmo Ríos razonó que quizá no conviniese oponerse frontalmente a la mujer. En espera de tiempos mejores trató de olvidarla; procuraba no cruzarse con ella, no mirarla ni escucharla (lo cual resultaba harto difícil cuando ella proclamaba diariamente sus antropófagas ansias de comerse a Anselmito a besos). Las horas en que coincidían en la casa se encerraba en su despacho, entregándose a su renovada afición filatélica, o bien salía a la calle a buscar en los comercios especializados rarezas enológicas (un Chateau Lafitte del 79, un Martín Prim, gran reserva, del 82) con las que engrosar su bodega. Susana ya se estaba recuperando y pronto volvería al trabajo. Intentó entonces convencerla de que podían prescindir de la asistenta, se comprometió a colaborar: haría las camas, limpiaría los cristales, iría al hiper, se ocuparía de la ropa de Anselmito. Acordaron reducir paulatinamente sus horas de servicio, pero Susana no aceptó prescindir totalmente de ella. Intentó también, con relativo éxito, alterar su horario en la oficina para evitar que cuando Susana se reincorporase a su trabajo vespertino Anselmito permaneciera a solas con la criada, pero aún así quedaban en medio un par de horas, entre las tres y las cinco, en que eso no sería posible.

Mientras tanto el bebé ganaba en peso y en altura. Sus carnes se hicieron más tersas y bruñidas, más apetitosas para los besuqueos incontrolados de la doméstica; su cara adquirió más consistencia y pronto Anselmito comenzó a provocar exclamaciones admirativas en las consultas pediátricas.

El día en que Susana se reincorporaba a su trabajo Anselmo trató de mantener la serenidad, pero la figura siniestra y rolliza de la mujer, la silueta afilada de sus colmillos sobresaliendo en su caótica dentadura, le impedían concentrarse en su trabajo: a cada rato venían a su mente escabrosas historias oídas tiempo atrás de mucamas que dormían a los bebés haciéndoles inhalar gas butano o rellenando el chupete con brandy. A las tres menos cuarto simuló un repentino malestar y consiguió que el jefe le dejara salir antes de tiempo, pero una inesperada manifestación de airadas amas de casa contrarias al alza de precios retuvo su vehículo casi tres cuartos de hora en mitad de la calle. Apenas faltaban cinco minutos para las cuatro cuando entró en el ascensor. Ya arriba, conteniendo la respiración, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Al principio no oyó nada, tal vez hubiera sacado el niño a pasear, el día era soleado. Pero a medida que avanzaba por el corredor identificó el murmullo sincopado de un ronquido: una a una recorrió las habitaciones desiertas. Finalmente abrió la puerta del despacho: esparcidos sobre la alfombra yacían los álbumes de sellos y una botella vacía de brut Veuve Cliquot; tendida en el sillón (en el confortable sillón de cuero donde tantas y tantas tardes se dejaba caer él con sus álbumes de sellos para no verla) roncaba sosegadamente la mujer, con la boca abierta. Su falda negra, subida por encima de las rodillas, dejaba ver unas piernas fofas y sudorosas, irregularmente afectadas por varices. Sostenía en una mano el Chateau Lafitte del 79, casi vacío; en la otra, lo que al principio identificó con un muslito de pollo. Pero una breve mirada al fondo del cuarto, frente a los doce tomos color púrpura de la colección Joyas de la Literatura Gótica, le confirmó cuán equivocado estaba: desperdigados alrededor de la papelera apareció el otro muslito y las paletillas (aún con adherencias de masa muscular), trozos de pellejo, un globo ocular, restos de pelo, y un sinfín de huesos de muy diverso tamaño; parece mentira, se dijo Anselmo Ríos con fatal resignación, un ser tan pequeño y qué gran complejidad anatómica la suya.