[Premio Gabriel Miró, Alicante, 2004]
DE UNA PRENDA ÍNTIMA
HALLADA EN EL PATIO DE UN CONVENTO
Estaba
en medio de una sábana tendida al sol del Señor, sujeta entre dos
hilos de alambre. Su blancura hiriente destacaba, como nieve recién
caída, sobre el algodón amarilleado por los años y la lejía.
Creyó, por su pequeñez, que la prenda era un pañuelo que acaso
alguna de las novicias habría traído consigo antes de tomar los
hábitos; mas, al desplegarla, advirtió otra forma que la esperada
en algo destinado a contener los efectos del catarro o de la pena. La
contempló detenidamente, la sopesó, la extendió sobre la sábana
recogida en el barreño. El tejido era extraordinariamente suave al
tacto, como de raso, y en el centro en
lo que supuso la parte delantera
se volvía transparente para dibujar los pétalos ovalados de una
margarita. Era muy bonito ese dibujo, aunque lo más sorprendente era
el lado de atrás, donde la pieza se reducía hasta lo imposible,
dejando solo lo preciso imaginó
para que aquello pudiera ceñirse sin caer. Pero ¿y las nalgas cómo
se cubrirían? ¿Y quién en el convento hacía uso, bajo el hábito,
de aquel... taparrabos?, se preguntó con preocupación próxima a la
angustia, que no cejó hasta que al fin comprendió, aliviada, que
debía haber caído de alguno de los tendederos que, sobre ese
extremo del patio, asomaban del edificio contiguo.
Más
de una vez, desde que alzaron aquel bloque de pisos, había oído
preguntar a través del torno si por algún casual no habían
encontrado un babero de niño, o un calcetín o un trapo de cocina o
incluso prendas más grandes que, por el viento, o por mero descuido,
podían haber caído al patio del convento. Quien encontraba esas
prendas sabía que, por si alguien las reclamaba, debía guardarlas
en el aparador del refectorio, en el cajón más próximo al retrato
de la santa. Pero Sor Genoveva de la Concepción, sin saber muy bien
por qué, prefirió no mezclar aquella prenda con las otras, y la
guardó en el bolsillo de su hábito, mientras, haciendo tiempo para
la oración de la tarde, con ayuda de Sor Serafina, planchaba y luego
doblaba y apilaba en el armario las sábanas y las mantelerías
recién lavadas.
Sor
Serafina era la hermana más joven, apenas llevaba dos años con
ellas. Había nacido en Guinea pero luego había vivido en Sevilla,
y con su cara negrita, su simpatía y su buena disposición para
ayudar, inundaba de alegría el convento, tan maltratado por las
enfermedades y la vejez en los últimos tiempos. Sor Genoveva, en
cambio, llevaba muchísimo tiempo allí, pues había ingresado de
novicia con tan solo dieciséis años. Desde la muerte de Sor Ramona,
pronto haría veinte años, que aparte
de ayudar, como todas, cuando la hermana encargada del obrador así
lo requería, en la elaboración de las obleas, los melindres y los
alfajores
se ocupaba de la ropa blanca y de abrir y cerrar todos los días la
puerta por donde, quienes deseaban comprar dulces o entregar alguna
limosna o encargar misas u oraciones para los difuntos, accedían al
torno, para cuya atención se relevaban todas las hermanas, salvo la
superiora y las que, por enfermedad, no estaban ya en condiciones de
despachar correctamente. La regla de la orden, al menos en lo tocante
a la clausura (el Señor sabría perdonar en su misericordia infinita
sus flaquezas en otros puntos), la había observado a rajatabla.
Jamás había solicitado una dispensa (no había vuelto a pisar el
pueblo ni para el entierro de su madre), ni habían tenido que
llevarla a una consulta médica o a un hospital, pues, gracias a
Dios, gozaba, pese a su edad, de una salud de hierro, y en cincuenta
y tantos años solo había salido del convento una vez, por lo de las
inundaciones del setenta y tres, cuando unos militares las evacuaron
y fueron acogidas en otro convento de la orden, a cien kilómetros de
allí. Entonces aún era relativamente joven, pero ya se percató
durante el viaje de lo deprisa que estaba cambiando el mundo, de cómo
la ropa, y la manera de hablar, y hasta las caras de la gente eran
distintas de cuando ella había dejado el siglo. Luego, durante
décadas, el mundo no fue más que las luces de la ciudad que de
noche veía desde su celda, y los ruidos de los coches que, cada vez
en mayor número, transitaban por el camino, y, en la fiesta del
Corpus, las carcasas de colores que disparaban junto al río,
formando palmeras y espirales que al caer reflejaban sus colores en
el agua, y que todas contemplaban agolpadas contra las escasas
ventanas que gozaban de esa vista. Hasta que la ciudad creció y
lentamente se fue acercando al convento, como queriéndolo engullir,
empeñada en mudar los campos en edificios de pisos y los caminos en
calles. Y así, el huerto que lindaba con el muro del convento se
convirtió en aquel edificio de cuya sombra no podía escapar el
patio y del que, sobre todo en verano, escapaban voces y músicas, y
asomaban rostros y brazos que tendían y recogían la ropa, y que a
veces, por el viento, o por un descuido, caían hasta allí.
Varias
veces estuvo Sor Genoveva aquella tarde a punto de mostrar a Sor
Serafina la prenda que llevaba consigo, y que de vez en cuando
palpaba, no solo por su suavidad, sedosa como una caricia, también
para asegurarse de que estaba aún en su bolsillo, no se le fuera a
caer delante de la otra. Tal vez esta, que en realidad había
abandonado el siglo hacía nada, pudiera informarle mejor de si
aquella prenda tenía la utilidad que sospechaba, y de si la usaban
las mujeres normales (qué vergüenza debían sentir, las pobres) o
si era más bien algo propio de artistas de cine o bailarinas o quizá
de trapecistas del circo. Cuando, después de terminar con las
mantelerías, comenzaron a planchar la ropa interior de sus
compañeras, clasificándola por los nombres bordados en hilo azul
marino, Sor Genoveva pensó que ese era el momento: se animó un poco
y comentó, como de pasada, lo desgastados que estaban los tejidos y
lo anticuadas que seguramente estarían ya aquellas prendas tan
grandes e incómodas, pero Sor Serafina no pareció interesarse
demasiado. “Qué importa, las monjas no somos presumidas”,
contestó, encogiéndose de hombros y riendo con su risa contagiosa,
y enseguida se puso a hablar de otras cosas, que ya nada tenían que
ver con sus ropas.
Al
terminar con la plancha, y antes de que avisaran para la cena, pasó
por su celda y con la puerta cerrada sacó la prenda del bolsillo,
contemplándola otra vez. La dobló cuidadosamente, y antes de
colocarla en el cajón, bajo la ropa, bordada con su nombre, que
acababa de planchar, la rozó en sus mejillas y aspiró profundamente
la fragancia jabonosa que aún conservaba. Iba a salir de la celda
sonaba
ya la campana convocándolas al refectorio
cuando tomó el pequeño saquito con lavanda que guardaba en la
mesilla de noche, junto al rosario y los libros de oraciones, y lo
puso en el interior de la prenda.
Pasaron
los días y, para su extrañeza, nadie se asomaba al torno a
preguntar. Cierto que tampoco estaba la prenda donde debería (Sor
Genoveva la llevaba todo el día consigo, hasta la hora de la cena en
que la guardaba entre su ropa, con el saquito de lavanda dentro),
pero, si alguien hubiera preguntado, sin duda lo sabría, pues eran
pocas y cualquier pequeña novedad se propagaba enseguida. En
realidad, siempre que podía se acercaba al torno e incluso
preguntaba a la que en ese momento lo atendía si ese día no había
acudido nadie a reclamar ninguna ropa. Cuando a las nueve y media
cerraba el portón que separaba el convento del mundo se decía, no
sin satisfacción: un día más que el Señor me la confía. Luego,
ya en la cama, si no se dormía antes, al terminar el rosario y
a veces en mitad de los misterios
se ponía a imaginar cómo podía ser la dueña de aquella prenda,
cómo se llamaría, qué vida llevaría, y si sería feliz en aquel
mundo tan revuelto.
Por
la mañana, cuando salía al patio con la colada, le daba ahora por
fijarse en aquellos balcones donde las mujeres se inclinaban para
tender o recoger la ropa. Fue así como hizo un descubrimiento: de
uno de los balcones, en el segundo piso, colgaba una prenda igual, o
al menos similar, pues si el color no era el mismo (subió a una de
las celdas del segundo piso, cuando su ocupante estaba en el obrador,
y desde allí lo observó mejor) si que le pareció que tenía
también dibujada aquella margarita de pétalos ovalados. Pasó largo
rato observando a través de las rendijas de la persiana y vio a un
hombre mayor, y a dos muchachos de unos dieciocho y veinte años, que
jugaban a pasarse una pelota. Pero al cabo de unos minutos apareció
una chica que se secaba el pelo con una toalla envuelta alrededor de
la cabeza a modo de turbante, y que les decía algo. A causa de la
toalla no pudo ver el color del pelo, pero desde la distancia le
pareció guapa.
Desde
ese día siempre que podía se escapaba a la celda del segundo piso
y, resguardada por las láminas de madera de la contraventana,
vigilaba aquel balcón. Dejaba siempre la puerta entreabierta por si
de repente se le ocurría subir a Sor Juana, que era quien la
ocupaba, no fuera que no la oyera llegar, aunque eso era poco
probable, pues era muy mayor y gruesa, y estaba enferma, y caminaba
tan pesadamente que todo vibraba a su paso. En una de esas ocasiones
vio que la chica estaba asomada: sus cabellos por
fin los pudo ver
eran de color cobre, largos y ondulados, un pelo precioso. De repente
vio que escarbaba algo en el bolsillo y en seguida se ponía a fumar.
Acodada en la barandilla la chica lanzaba el humo al aire, formando
volutas, con su mirada recorriendo precisamente el patio del
convento, y quizá el huerto que asomaba al fondo, con el membrillero
en primer término y las tomateras junto a la verja del pequeño
cementerio, que algún día ni
siquiera la muerte podía anular la clausura
acogerían también sus restos: he
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra,
rezaba todas las mañanas al despertar, todavía, a la vida terrenal.
De pronto oyó unas voces que al principio no pudo entender, y vio
cómo la chica arrojaba el cigarrillo al vacío. A punto estuvo de
quemar un hábito que un rato antes había tendido. Entonces
apareció la mujer de mediana edad que solía ocuparse de la ropa y
esta vez sí que oyó lo que dijo: “¿Pero qué haces aquí
todavía? Vas a llegar tarde, Vanessa.” Al oír ese nombre Sor
Genoveva sintió como si una corriente de felicidad atravesase su
cuerpo. Dios mío, pensó, qué nombre tan bonito, y acarició entre
sus dedos aquella prenda que llevaba siempre consigo.
Y
ahora que por fin su dueña tenía nombre (ese nombre que a veces, en
cualquier estancia del convento, le entraban unas ganas locas de
decir en voz alta), no podía dejar de pensar en ella todo el día.
¿Adónde tenía que ir? ¿Por qué se escondía de su madre? ¿Y por
qué fumaba una chica tan joven? La superiora, que a veces salía del
convento y viajaba muchos kilómetros para reunirse con otras
superioras de la orden, y que sabía muchas cosas que ella ignoraba,
había comentado alguna vez que una de las cosas peores del mundo de
hoy en día es que muchas mujeres se han convertido en fumadoras y
eso, entre otras cosas malas, impide que sean buenas madres, y que el
Papa había condenado el tabaco en una encíclica llamándole “tufo
de las pompas de Lucifer”. Sor Genoveva sospechaba que la Superiora
exageraba al decir estas cosas, puesto que, sin ir más lejos, el
padre Belinchón, que ya en vida había sido un santo, y por cuya
intercesión tantas gracias habían recibido, fumaba en la sacristía
después de celebrar la eucaristía (ella le había visto muchas
veces a través de la celosía desde la que oían misa). Y aunque a
ella misma siempre le había parecido algo feo en las mujeres, ahora
comprobaba con asombro lo mucho que le había gustado ver fumar a
Vanessa, con cuánta gracia aspiraba el cigarrillo y luego soltaba
aquellas volutas con forma de nubes que ascendían al cielo.
Una
noche, al cerrar el portón, la vio. Sor Genoveva llevaba muchos años
abriendo y cerrando la puerta del convento; la cosa era muy sencilla:
por la mañana (salvo en los meses más fríos) abría las hojas y
las aseguraba con unas macetas para que el aire no las cerrase. De
noche la operación era la inversa, y en ambos casos debía pisar
unos instantes lo que antes era camino y luego se había convertido
en calle. Jamás había sentido curiosidad por mirar más allá de
las baldosas de la acera, o de las polillas revoloteando alrededor de
la luz amarilla de la farola adosada al muro. Pero últimamente le
daba por detenerse unos instantes y aspirar el aire de la mañana y
la noche, y contemplar los colores y las formas de los coches
aparcados y de los que pasaban como un zumbido, y ver cambiar las
luces vacilantes del semáforo próximo. E incluso curiosear aunque
procurando no ser vista
a los escasos viandantes que transitaban por allí.
Aquella
noche estaba ya echando el cerrojo cuando oyó un ruido muy intenso.
Al asomar la cabeza vio a dos personas, justo al lado del portón,
estacionando una moto frente al portal del edificio contiguo. La
conducía un chico con pelo largo, recogido en una coleta. En cuanto
a la otra persona, que se apeaba de la moto en el momento en que ella
se asomó, no la reconoció al principio, pues estaba de espaldas y
la luz de la farola era demasiado débil. Pero luego el chico prendió
una cerilla y al acercarla para que la otra persona encendiera un
cigarrillo, reconoció a Vanessa: iba muy arreglada, con varios
collares y pulseras de colores, y una ropa ajustada que le favorecía
mucho. Los zapatos de tacón la hacían muy alta. Estaba guapísima.
Y debía ir muy perfumada pues hasta la puerta del convento llegó
una fragancia deliciosa, que, aun siendo aromas muy distintos, le
recordó al de la colonia que usaba el padre Pérez, que había
sustituido al padre Belinchón como capellán del convento. Un aroma
que, cuando confesaba con él, parecía volverse más intenso en el
momento de la absolución, como si aquel fuera el perfume del perdón.
Ahora habían bajado de la moto y estaban apoyados en el capó de un
coche. Él tenía las piernas abiertas, estribadas en el parachoques
y Vanessa se había acomodado en el hueco que formaban. El chico
jugaba con su pelo: lo recogía con ambas manos y luego lo dejaba
caer. Vanessa contaba algo y reía. Con el cigarrillo hacía volutas,
como aquella vez en la terraza, y él las deshacía con un dedo. Era
el momento: total, solo tenía que dar unos pasos o pedirle que se
acercara, mostrándole la prenda que llevaba en el bolsillo. Ella la
reconocería enseguida. Preparó sus palabras: “Perdone, señorita,
¿se llama Ud. Vanessa, verdad? tras
alguna vacilación, decidió que esta sería la forma definitiva
Encontré esto hace unos días, tendiendo la colada. Me parece que
debe de ser suyo”. Pero no era conveniente llamarla pues tendría
que alzar la voz y tal vez desde dentro la oyeran. Así que se
inclinó por dar unos breves pasos, acercándose al coche. Salvando
su salida de treinta años atrás, cuando las inundaciones, nunca
había ido tan lejos en sus fugaces contactos con lo de afuera; pero
se sentía bien, y hasta olvidaba que aquel breve paseo pudiera
infringir su voto de clausura, como si la calle fuese en realidad una
prolongación de los corredores del convento. Eran solo unos metros
lo que la separaban de Vanessa, aunque hubiera podido seguir
caminando toda la noche, hasta llegar a otros barrios de la ciudad, y
aún a otros pueblos y ciudades. Pero algo la detuvo cuando ya tenía
la prenda en la mano: de pronto Vanessa y el chico de la moto se
habían fundido en un beso, más profundo y arrebatador que los de
las películas americanas que, cuando ella tenía la edad de Vanessa,
veía con sus amigas en el único cine de su pueblo, y que a todas
les hacía contener la respiración. Aunque también había ido una
vez al cine con un chico, uno que la pretendía pero que ella no
estaba muy segura de quererle: era una película muy triste en la que
Tyrone Power descubría que su novia le engañaba. En un momento dado
ella se puso a llorar y él le pasó su brazo sobre los hombros
afortunadamente
estaba muy oscuro
acercó su rostro al suyo, y la besó. Fue una tontería, desde
luego, ella era muy joven pero supo enseguida que ese beso no quería
decir nada. Y sin embargo cuántas veces durante aquellos años había
soñado con la película de Tyrone Power, y con el beso. Hasta
recordaba aún cómo iba vestida aquel día, y el aliento del chico y
sus ojos mirándola en la oscuridad con un brillo maravilloso. Oyó
que la llamaban. Era Sor Serafina, estaba asomada al portón: “Sor
Genoveva, ¿pero qué hace ahí fuera?”. Los dos jóvenes también
se volvieron a mirar, desconcertados ante la visión de aquella monja
anciana en medio de la acera, detenida delante de ellos, guardándose
dentro del hábito un tanga blanco. “La he buscado por todo el
convento: acaba de morir Sor Juana”, oyeron decir a la otra, una
monja negra, bastante joven, antes de que se cerrara la puerta del
convento. Luego volvieron a su risa y a sus besos.
La
hemos encontrado muerta en su celda. Creíamos que se había dormido;
el Señor no ha querido que sufra. Pero no llore usted, Sor Genoveva,
a esta hora ya estará entre los ángeles. Acuérdese de lo que decía
la Santa: nacemos
para la muerte y morimos para la Vida.
Venga, acompáñeme al oratorio, la Superiora llama para rezar un
responso. Y séquese esas lágrimas, mujer.
Sor
Genoveva pasó delante. Al ir a mojar sus dedos en el agua bendita,
Sor Serafina descubrió en el suelo un objeto que le era familiar.
Pero cómo había podido llegar allí; lo había estado buscando por
todas partes, temía que lo hubiera encontrado la Superiora. Lo
recogió, lo acarició entre sus manos y lo acercó a su nariz:
estaba limpio, suave como la arena de las playas de su país, y hasta
olía a lavanda. Se sonrió, y, antes de guardarlo en el bolsillo,
dijo para sí: “ahora ya no te me escapas más”.
Sor
Genoveva no se sorprendió demasiado por la pérdida: pensó que se
le debió caer en la calle al ir a introducirla en el bolsillo. El
Señor lo había querido así y había que aceptarlo. De repente todo
cambiaba y las cosas pequeñas se mezclaban con las grandes: después
de tantos años, la Superiora consideró que era mejor que de la
colada y de la apertura y cierre del portón se ocupase Sor Serafina,
y que Sor Genoveva, por su parte, llevase el obrador, que con tanto
acierto había dirigido hasta su muerte Sor Juana. La celda de esta
quedó libre, y entre una hornada y otra, Sor Genoveva aún se las
arreglaba para escapar del obrador y subir hasta allí, y desde la
ventana, por unos minutos, vigilar aquel balcón del segundo piso,
donde había visto por primera vez a Vanessa.
(C) Rafael
Orihuel Iranzo, 2003.
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