Si no he contado mal dos de estas islas ya están en el blog: Kindros y Trivia, en junio y en septiembre de 2010. Tal vez haya llegado la hora de publicarlas enteras, como fueron concebidas. La cita, y la imagen, es un acto de justicia: el archipiélago no puede ser más borgiano.
EL
ARCHIPIÉLAGO DEL TIEMPO
Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona
que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad
sino como recuerdo presente.
[JORGE LUIS BORGES, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.]
Con una reincidencia rayana en lo patológico, las cartas marinas omiten al Archipiélago del Tiempo. Como si con evitar sus nombres quedase conjurada su abrumadora existencia. Sin embargo, suspendidas en los recovecos del tiempo, las siete islas se empecinan en subsistir en medio del océano, ignorantes de la abyecta ignominia de que alardea la cultura occidental -incapaz de soportar cualquier dato que contradiga sus aquilatadas e inmutables leyes de la física- al relegarlas a la cómoda etiqueta de “territorio mítico o legendario”.
Pero
Trivia, Altonia, Septión, Daraxia, Kindros, Ixenia y Urpión, el
septeto de islas, poseen una concreta ubicación, una precisa latitud
y longitud en un lugar remoto de los siete mares. Navegantes
helvéticos (sé que algunos pondrán en duda esta información, pero
la Verdad no suele ser complaciente con los necios) fueron los
primeros en arribar a sus costas, y en establecer las coordenadas de
cada uno de esos siete escuetos territorios. Nada más fácil que
consignar aquí, con las oportunas cifras, esos datos, reparando o
mitigando el ninguneo cartográfico. Pero, después de todo, ese
voluntario olvido -dejando aparte la grave afrenta que contiene-
tenga quizá su lado positivo: nada más peligroso para la
supervivencia de estas bellas -y, por tantos motivos, trágicas-
islas, que liberarlas de ese olvido, esa falta de “reconocimiento
oficial”, que las preserva del acoso del siglo. Reconocidas por
todos, reseñadas, fotografiadas y filmadas en enciclopedias,
revistas y programas televisivos, el Archipiélago no resistiría
los males endémicos del nuevo milenio: el turismo, los parques
temáticos (que de un modo ridículo pretenderían reducirlas a un
decorado de cartón-piedra, a una visita de hora y media con refresco
y palomitas de maíz incluidas), la telefonía móvil, la abominable
globalización.
Acerquémonos,
pues, al Archipiélago del Tiempo, no con la avidez morbosa del
diletante, ni con la hipócrita petulancia del que se autodenomina
científico, ni con la afectada filantropía del cooperador;
acerquémonos a ellas sencillamente con la modestia del que goza y
se maravilla con las cosas más elementales de este mundo, que
también lo son las más misteriosas: el candor de un amanecer de
verano, el hondo silencio que emiten los gatos, los mapas secretos
que en la noche trazan las estrellas; acerquémonos a las siete islas
con la devoción de quien no se contenta con la información, sino
que aspira ¡oh intento vano! al conocimiento.
I.
TRIVIA
En
Trivia, isla de extensos trigales e intrincadas playas de finísima
arena blanca, sus habitantes lograron, tras tensas negociaciones con
Arnos, dios de los Cuerpos Celestes y de la Memoria, que
a lo largo de sus vidas les fuera dado experimentar hasta cuatro
repeticiones. Así,
un triviense podía, previa notificación en forma al Supremo
Sacerdote de Arnos, revivir, pongamos por caso, el momento en que
besó por primera vez a una de sus dos esposas (en
Trivia no solo está permitida la bigamia, sino que cualquier otra
forma de relación matrimonial monogamia
o poligamia
está mal vista y es considerada una peligrosa desviación social),
o su primera noche
con ella, o una excursión al monte con un amigo, o su participación
en un concurso televisivo, o bien repetir más veces uno de esos o
cualquier otro momento vivido, solo o en concurrencia con otros
trivienses, siempre con el límite de cuatro, y sin que el periodo
rememorado cada vez excediese de veinticuatro horas.
Los
negociadores, que, en un principio, obtuvieron una enorme
rentabilidad política del pacto con Arnos (más de quince días
estuvieron reunidos con él en las nubes que llenan de melancolía la
contemplación del monte Kirka), ingenuamente calificaron esta
facultad revivitoria de “privilegio arrancado a Arnos” (más que
concedido por él) con cuyo uso ningún triviense podría, so pena de
ser tildado de borracho, pesimista o mentiroso, conformarse con no
intentar ser feliz. Ya
no hay pretextos para eludir nuestra felicidad,
declaró ufano a la prensa el presidente del Comité Negociador,
cuando se le vio surgir de las nubes desde las que cada noche Arnos
disponía caprichosamente los cuerpos celestes.
Pero
un tiempo después fueron muchos y
no sólo los arbitristas e intelectuales de siempre
los que advirtieron con cuánta facilidad ese supuesto privilegio
podía devenir en maldición: a menudo los trivienses se veían
condenados a sufrir las eternas dudas sobre qué momentos eran los
más adecuados para ser revividos, si convenía consumir cuanto antes
esas repeticiones (acercándose al límite de cuatro) o si, por el
contrario, había que posponer el ejercicio del privilegio,
esperando la llegada de momentos de mayor felicidad, que, a causa
de precipitadas repeticiones de momentos menos interesantes, podrían
quedar sin posibilidad de ser rememorados (pero ¿y si uno fallecía
de repente, sin posibilidades reales de poder revivir ningún momento
de su pasado?). Es más, ello les llevaba a que muchos momentos de su
vida diaria (una cena íntima, un encuentro furtivo, un paseo bajo la
luna llena) que podrían haber sido plenos y felices en su
despreocupación, perdieran toda espontaneidad, y así los vivían en
total tensión, esperando con angustia la llegada del momento feliz
que luego desearían revivir.
Lo
cual, con todo, no era lo peor, porque muchas veces, como observaron
algunos detractores del privilegio, los momentos revividos dejaban un
sabor a decepción: en el recuerdo (en el recuerdo aún no revivido,
queremos decir) el pasado se
revestía con ciertos tintes míticos que luego no se presentaban en
la secuencia revivida; el tiempo real transcurrido entre lo vivido y
lo revivido había provocado el olvido de lo malo, desgajando
asperezas de lo pretendidamente placentero, de modo que la mera
expectativa de revivir un momento considerado feliz solía superar en
mucho a la efectiva revivencia del mismo, que, por lo general,
decepcionaba.
Pero, aparte de eso, había que
contar con que la mayor
parte de los momentos que cada triviense deseaba revivir habían sido
compartidos con otras personas. Lo menos problemático era el caso de
que esa o esas otras personas estuvieran ya muertas: a un muerto
nunca le hace daño una resurrección no superior a veinticuatro
horas, y no eran infrecuentes los casos de trivienses que, ya en el
lecho mortuorio, al borde del último aliento, exigían a su cónyuge
o amante que revivieran juntos, no una, sino las cuatro repeticiones
posibles; pero, inter
vivos, la cosa
cambiaba, pues uno podía verse revivido sin su consentimiento, y
generalmente eso ocurría en circunstancias desfavorables: así, los
amantes no correspondidos solían revivir, por mero despecho, las
circunstancias de sus rechazos, sin duda ignominiosas para ellos,
pero no menos fastidiosas para quienes habían menospreciado su amor;
o los asesinos y violadores, en la sordidez de las celdas de
aislamiento de sus prisiones, revivían a veces sus crímenes, sin
que nadie pudiera hacer nada por impedirlo, con lo cual todo
triviense asesinado o violado una vez tenía que preparase para la
desagradable posibilidad de que lo fuera aún otras cuatro veces. Ni
que decir tiene que entre los trivienses que se consideraban buenos
ciudadanos se estableció el uso o costumbre de la venia: una
repetición que implicase el concurso de otro triviense nunca se
daba, en los ambientes más distinguidos, sin la venia de los demás
implicados en los hechos a revivir, venia que, todo sea dicho en
honor a la verdad, la mayoría de las veces era negociada a cambio de
dinero o influencias políticas.
Mas,
en definitiva, el privilegio
arrancado a Arnos, a
la larga logró sumir a la antes despreocupada Trivia en un
deplorable estado de desasosiego y pesimismo, nunca antes conocido en
su dilatada historia. Aún así, la pía Trivia siguió adorando al
dios Arnos, al igual que a los demás miembros de su Divina Familia,
haciendo oídos sordos a los heterodoxos que se atrevieron a
conjeturar que todo respondía a una broma de Arnos, cuya risa
aseguraban
se podía percibir desde las laderas del monte Kirka en las apacibles
noches del verano. Pero fueron muy pocos los insensatos. Y, al final,
ninguno, pues todos sin excepción fueron condenados y ajusticiados
por atentar contra el orden inmutable de la Religión y la Patria.
Hay
quien opina que esa atmósfera incierta y desasosegada que preside la
vida de los trivienses es la causante de la extraña afición,
que tantos de ellos observan, a salir repentinamente a nado, en
dirección a otras islas del archipiélago, olvidándose, en su
precipitado éxodo, de cuáles son las verdaderas preferencias
gastronómicas de los tiburones y demás escualos que pueblan las
aguas jurisdiccionales de la isla.
El
viajero que arriba a Altonia hecho
que no suele ocurrir a menos que concurran en él o una ligereza de
espíritu o una errónea interpretación de las cartas marinas, o
bien ambas fatales circunstancias
queda sorprendido de inmediato por su inconsistencia. No sólo por
esas casas y calles y hasta caminos que el viajero no sabe si están
a medio construir o a medio derruir, con materiales inconexos y hasta
contradictorios, puestos unos junto a otros como por accidente, sin
que ningún plan o idea parezca avalarlos, ni por sus campos de
anárquicos cultivos en los que se pretende una agricultura
improbable, de difíciles labores y fatigosas cosechas, puesto que
las diversas especies vegetales (bien sean propias de secano o de
regadío) son mezcladas entre sí sin orden ni concierto, de tal modo
que un naranjo jamás será vecino de otro naranjo, sino de una
lechuga o de una vid, y esta lo será de un olivo, y este de un
nisperero o de un girasol; sino porque sus propios habitantes dan la
impresión de haber sido ganados por una terrible desidia. Con sus
heterogéneos ademanes parecen enfermos mentales en el patio de un
frenopático, hablando solos, iniciando bruscos gestos que
inopinadamente suspenden, olvidados de sí mismos, como los pecios
que (también sin ningún orden, sin ninguna finalidad) arroja el mar
de cuando en cuando a sus costas. Pues precisamente ese, el
olvido, es su condición natural.
Científicos
venidos de otras islas verificaron
ya hace muchos años, tras no pocas y complejas pruebas, que los
altonianos carecen de memoria. Con esa afirmación no queremos
reseñar solamente su incapacidad para, verbigracia, recitar, siendo
ancianos, poesías aprendidas en la escuela o recordar, al día
siguiente de haber ido al cine, el título de la película o el
nombre del director o de los actores principales. No, eso sería lo
de menos, con mucha menos memoria que la necesaria para aprender un
par de números de teléfono, la vida en Altonia sería mucho más
benévola.
Digámoslo sin ambages: salvo
excepciones, la memoria de un altoniano no alcanza más allá de los
diez últimos minutos. En ese lapso, dos altonianos podrán, pongamos
por caso, entablar una conversación, a lo largo de la cual cada
interlocutor podrá recordar sin dificultad que unos minutos antes ha
conocido al compatriota con quien conversa, el cual tiene pecas en la
nariz y usa lentes, o que ese compatriota se le
ha quejado de ardor de estómago; pero, en un momento dado, uno de
los dos dejará sin culminar la dicción de una frase o una simple
palabra de la que solo ha liberado la primera sílaba, sin poder
saber no sólo qué estaba diciendo, o si estaba hablando o cantando,
o qué demonios estaba haciendo, en medio de la calle, aquel tipo
con pecas en la nariz y lentes, sino también lo
que sin duda es mucho peor
quién pueda ser él mismo, cuál sea su nombre, dónde vive, quién
le engendró, qué significa el raro nombre de Altonia.
Que
en esas condiciones, pese a todo, las personas vivan, crezcan y se
reproduzcan (e incluso rechacen otros modos de vida provenientes de
las demás islas del archipiélago) es lo más admirable. Algunos
altonianos, acaso mejor alimentados que el resto, han conseguido en
los últimos tiempos prolongar esos diez minutos con memoria a una
media hora; estas personas privilegiadas son las que, por así decir,
y si es que puede hablarse en esos términos en una isla donde reina
la más absoluta anarquía, ostentan el poder
en Altonia: ocupan las mejores casas (con frecuencia deben emplearse
a fondo para expulsar a aquellos conciudadanos que, confusos, al
olvidar cuál es su domicilio, invaden sus mansiones; pero también,
con esa misma frecuencia, ellos mismos se olvidan de sus
privilegiados hogares y se empeñan en ocupar destartaladas e
incómodas chabolas), practican ciertos refinamientos, en su
indumentaria y en la mesa, y son responsables de una floreciente
literatura. ¿Habrá que aclarar que esa literatura es exclusivamente
oral?: en diez minutos ni suele haber tiempo material para, primero,
aprender a leer y segundo, poder luego leer realmente, aún con
vacilaciones y sin enterarse muy bien de lo que se está leyendo, una
obra de interés, ni, desde luego, se tienen ganas de hacerlo,
sabiendo que enseguida se olvidará no solo lo aprendido sino el
hecho de que se llegó a aprender; literatura que, aunque
inconsistente y sin adjetivos puede resultar muy emotiva. Un claro
ejemplo lo tenemos en estos versos anónimos, de intencionalidad
satírica, sin duda, recogidos por los miembros de una célebre
expedición triviense:
Playa
dulce perro escoba
¿Quién
soy yo?
Latido
falda flor escupitajo
Me
pregunto por qué
Es
todo tan breve
Montaña
tambores mechón
¿Seré
yo la próxima vez?
Mar
lodo rodilla putrefacción
Es
todo tan confuso
¿Qué
significa yo?
No
conocemos,
desgraciadamente, mucho más sobre esos expedicionarios trivienses:
los altonianos, como es natural, les debieron olvidar enseguida; y,
en cuanto a los propios trivienses, al parecer, ninguno de ellos tuvo
jamás deseo de revivirla.
III.
SEPTIÓN
Pese
a lo que pueda parecer a un observador extranjero, la vida en Septión
no resulta nada fácil, y no precisamente por su extravagante
geografía —a la que los septienses hace siglos se han resignado—:
sus siete bosques
petrificados, sus siete ríos circulares, sus siete volcanes activos,
que, con sus frecuentes erupciones, alteran continuamente la
fisonomía de la isla. Esas son dificultades cuyos efectos una
ancestral voluntad de adaptación al entorno ha conseguido mitigar
con bastante éxito. Lo complicado, lo que no acaba de permitir que
los septienses sean felices (siquiera en siete escasas ocasiones a lo
largo de sus vidas), es la incertidumbre absoluta acerca del periodo
que les corresponderá vivir. Se objetará, y no solamente por los
habitantes de las otras islas, que todo ser humano posee esa
incertidumbre; que nadie, salvo los suicidas, y no todos, pueden
predecir su muerte. Es cierto, pero los habitantes de las otras islas
sí pueden tener una indicación, bastante aproximada gracias a las
estadísticas médicas, de su esperanza de vida al nacer. Los
septienses, por el contrario, ni siquiera cuentan con esa indicación.
En Septión la estadística ha devenido una ciencia imposible; sus
resultados serían del todo disparatados, pues tan corriente es vivir
52 días como 13, 98 o 183 años. El habitante más viejo de la isla
(en el momento de redactar esta crónica) es una popular locutora de
la radio pública insular, que sobrepasa los 249 años. Y no porque
su salud sea excelente; al contrario, su salud nunca ha sido buena.
Digámoslo
de una vez: en
Septión, el tiempo de vida va ligado a las ocupaciones de cada uno.
Haciendo determinadas cosas se gana físicamente tiempo, con otras,
físicamente, se pierde. Leer un libro, puede, dependiendo de las
circunstancias, dar tiempo, o quitarlo. Al igual que dar un paseo o
escuchar a Shostakovich o insultar al vecino o comer membrillo o
cepillarse el pelo o ver amanecer o, simplemente, no hacer nada.
Todo, absolutamente todo aquello en lo que los septienses emplean su
tiempo (y, obviamente, prescindiendo del tiempo que se consume),
genera o destruye tiempo. Así, las vidas se alargan o se acortan. Al
final de cada ocupación los septienses saben (poseen para ello una
fortísima e infalible intuición) si dicha ocupación ha sumado
tiempo o lo ha restado. Lo que ocurre es que esa intuición
solamente es ejercible a posteriori, y que no hay reglas fijas y
objetivas acerca de cuáles son las ocupaciones más convenientes
para sumar o restar tiempo. Es lícito suponer que la lectura del
falso Quijote de Avellaneda (aparte de la pérdida de tiempo y el
insulto a la memoria de Cervantes que en sí supone) reste un tiempo
bastante abundante, de varios meses, y que, correlativamente, la
lectura del Quijote cervantino, premie al lector con una cantidad de
tiempo al menos equivalente; pues bien, esa correlación no solo no
se produce necesariamente sino que, con harto frecuencia, suele ser
justamente la contraria, pues la tiempación (así se ha dado en
llamar al fenómeno) es sensible en extremo a lo subjetivo, a la
actitud personal hacia el tiempo. El éxito —dicen los Siete Sabios
de Septión, en su Suma Tiempológica— dependerá de nuestra
modestia, de la confianza que tengamos en lograr más tiempo, y de la
sinceridad de nuestro amor a la vida. Ciertamente los Siete Sabios
lograron vivir muchísimos años (da miedo consignar la Cifra en este
informe), pero sus enseñanzas rara vez son comprensibles: son muy
pocos los que las siguen.
Diremos,
para finalizar, que las actitudes más frecuentes ante este incómodo
designio, ante la continua desazón y alboroto que provoca en los
isleños la tiempación son, en general dos:
La
primera se suele denominar lúdica: esta postura, mayoritaria y
oficialista, que cuenta con su escuela filosófica y con sus
intelectuales y medios de comunicación afines, y cuantiosas
subvenciones, considera que la vida es una especie de prueba
deportiva, en la cual la tiempación es el elemento central, como lo
es el balón en el fútbol. Por tanto, hay que establecer categorías,
ligas, copas, promociones, federaciones, medallas, campeonatos,
juegos olímpicos, ránkings y, sobre todo, hay que apostar. Ni que
decir tiene que en Septión —ya hemos dicho que esta es la
corriente de pensamiento mayoritaria— las apuestas de tipo
quinielístico conocen un extraordinario desarrollo, y la Sociedad de
Apuestas Benéfico-Deportivas (también en Septión el más burdo y
brutal mercantilismo sabe adornarse con un maquillaje “benéfico”)
es un verdadero poder en la sombra, que a menudo ha introducido
elementos de inestabilidad en el gobierno de la isla, gobierno que,
de facto, controlan sus hombres. La cumplimentación del boleto
semanal es compleja: el apostante debe indicar, en relación a los
catorce estrellas que compiten en la liga insular, si la prueba que
el Comité, por sorteo, les propone (por ejemplo, “escuchar en una
grabación de 1955, de la Filarmónica de Berlín, el tercer
movimiento del concierto para violín y orquesta de Beethoven”, o
“decir 99 veces seguidas, en voz alta, y de pie, Oh, Septión, cuán
bella eres” o simplemente “contemplar
durante dos segundos la luna llena en la medianoche del 23 de
agosto”), les dará o restará tiempo. Muchos isleños consumen su
tiempo y su dinero, realizando apuestas sobre el resultado de las
acciones de los otros: esas apuestas, como cualquier otra ocupación,
también restarán tiempo, o lo otorgarán. Y a su vez alguien podrá
apostar acerca de ello. ¡Son tan sutiles las leyes que rigen esa
misteriosa tiempación!
La
segunda actitud, bastante minoritaria, es la de los llamados
estoico-ataráxicos: lectores empedernidos
de Zenón de Citio, Epicuro y Marco Aurelio, consideran que los
septienses deben ignorar la tiempación, y esforzarse en ser
indiferentes al resultado en términos de tiempo de sus acciones, e
indiferentes a la duración de la vida y a las causas que la
producen. Y que solo así se logrará la ansiada felicidad.
Defensores a ultranza del desprecio a los sentidos (Somos un alma que
arrastra un cadáver, proclaman en sus reuniones), consideran las
florecientes apuestas el peor de los males que asolan la patria. Sus
enseñanzas son consideradas peligrosas y sus alocuciones están
prohibidas. La facción más radical, que en su apasionamiento y
violencia ciertamente contradice los principios estoicos que dice
defender, comete frecuentes sabotajes contra la Sociedad de Apuestas
Benéfico-Deportivas, sabotajes que son reprimidos por la policía,
pero no con excesivo entusiasmo: suele ocurrir que las acciones
contra las estoico-ataráxicos restan un tiempo considerable.
En
cualquier caso, y empeñada en ignorar tanto el modo de vida lúdico
como el estoico-ataráxico, abandonada por los dioses (en el
invierno, el rumor del viento en los pétreos siete bosques de la
isla, asemeja una horrible carcajada), Septión es una isla sumida en
el más negro pesimismo. Pendientes de obtener resultados positivos
de su tiempación, o de no caer en resultados negativos, o pendientes
simplemente de no estar pendientes de esa incómoda tiempación, los
septiensen son incapaces de todo gozo o disfrute, que ingenuamente
posponen a un futuro que nunca llega.
IV.
DARAXIA
El
caso de Daraxia, la más septentrional de las islas del archipiélago,
surcada por complejas redes de autopistas y obras hidráulicas e
infraestructuras de todo tipo (todo el paisaje de la isla ha sido
transformado por la mano del hombre), es el de una compleja
civilización, avanzada, racional, refinada, culta, saludable, que
camina a ritmo firme hacia sus inicios:
una civilización, pues, que retrocede.
Día tras día,
con cambios lentos pero irremediables, la otrora envidiada
civilización daraxiana se va tornando rudimentaria.
Así, un buen día y
quizá con la misma sensación de vertiginoso avance con que, en el
mundo que conocemos, se han ido postergando las máquinas de escribir
en beneficio de los potentes ordenadores
los daraxianos comprenden emocionados que ha llegado la hora en que,
tras un largo proceso de perfeccionamiento desde los modelos más
complejos a los más simples y toscos, por fin van a desaparecer ya
los viejos ordenadores portátiles (a lo sumo quedarán algunos en
los museos) y su cohorte de delicado software, y acogen con confianza
los grandes equipos (obsoletos para nosotros, pero no así para
ellos) que ocupan habitaciones y hasta edificios enteros, a los que
la información le es introducida mediante bellas tarjetas
perforadas. Para los daraxianos esa es la marcha natural de las
cosas, pues en Daraxia todo viaja hacia su origen. Y ni siquiera hay
sensación de pérdida; al contrario, ese viajar hacia su origen,
despojándose de lo que en el fondo es superfluo, lo viven como un
enriquecimiento. Acostumbrados a que el tiempo transcurra en ese
sentido, no comprenden lo que han oído decir de las demás islas del
archipiélago, que si caminan hacia el progreso científico y la
complejidad social, que si confían en las nuevas generaciones, que
si han hallado la vía para la mejora genética del ser humano….En
Daraxia el futuro es lo que en las otras islas se conoce como el
pasado, y viceversa.
Puesto
que vivir es, como se ha dicho, viajar hacia ese origen, ningún
daraxiano muere. Simplemente se desglosan en el óvulo y el
espermatozoide del que arrancaron. Y, correlativamente, tampoco
nacen, sino que reviven. Un ejemplo nos ayudará a entenderlo.
Supongamos a un daraxiano, presentador de televisión, de sesenta
años, viudo y con dos hijos gemelos. Cada día que pase tendrá un
día menos de edad. Celebrará con los suyos su 59, su 58, su 57
cumpleaños, etc. Sus hijos con
empleos fijos
ingresarán en la Universidad, con exámenes finales ya el primer
día, luego estudiarán las materias de las que se han examinado y
pasarán a un curso que nosotros llamaríamos “inferior”, pero
que obviamente no lo es para ellos, luego, un poco más atrás, es
decir, un poco más adelante, serán adolescentes, entrarán en el
último curso del Instituto, llamado en Daraxia 1º de bachiller
(momento éste en que aparecerá su madre, con graves heridas
causadas por un accidente de circulación, pero que desaparecerán en
pocos días simultáneamente a la aparición, en perfecto estado, del
vehículo), les saldrán espinillas, les cambiará la voz, creerán
en los Aristócratas Esotéricos (mutatis
mutando, los Reyes
Magos daraxianos), jugarán con muñequitos en el suelo, llevarán
pañales, serán dados a luz por una comadrona antipática y algo
bebedora, crecerán en el seno materno, serán engendrados, sus
padres se casarán, el padre empezará a trabajar en la televisión,
se harán novios, etc.
La
gran pregunta que preocupa a los teólogos de Daraxia es ¿cuándo y
porqué comenzó el Avance? es decir, en el léxico de los estudiosos
no daraxianos, el Retroceso. Pero esa pregunta en pocos años dejarán
de formulársela, pues en pocos siglos la actual religión monoteísta
dará paso según
comentan expertos foráneos
a un primitivo políteismo (más tosco, pero de mayor amenidad),
plagado de mitos y leyendas, y ese problema dejará de ser tal, a lo
sumo alguien inventará un pequeño, valga la expresión, culebrón,
que lo explique debidamente, y que, como suele ocurrir en estos
casos, será tenido como verdad inamovible y se transmitirá de
hijos a padres.
En
cualquier caso, no hay seres más felices (ni
más excepcionales) en todo el archipiélago del Tiempo que los
daraxianos: nacen
viejos, tristes, sólos, inactivos, llenos de achaques, y ,
enseguida, su salud empieza a mejorar, se vuelven día a día más
vigorosos, renacen sus amigos, sus seres queridos, cambian sus
exiguas pensiones por decorosos salarios, realizan proezas
gastronómicas y de otro tipo sin que su salud tenga que lamentarlo,
etcétera.
Alguien
aún
sigue existiendo ese tipo de lector quisquilloso
argumentará que Daraxia es fruto del determinismo, que el daraxiano
no es en absoluto libre, puesto que para que sea posible hacer ese
recorrido en sentido inverso, ese viaje a sus orígenes lo han tenido
que recorrer, en el sentido contrario, todos y cada uno de los
daraxianos. No es éste el momento ni el lugar de entregarnos a tan
ingratas especulaciones: si ese argumento es válido en el caso de
Daraxia, también lo será en el mundo que ahora conocemos, en el que
el tiempo transcurre exactamente del mismo modo que en esta isla
excepcional, con sus horas, sus minutos, sus segundos, sus noches,
sus meses, sus lustros y sus siglos, sólo que en sentido inverso,
como si fueran los dos lados de un espejo. Y, siendo ello así
¿estaría dispuesto a afirmar, ese inoportuno lector, que no es
libre su decisión de tomar este libro y leer esta breve noticia
sobre la isla de Daraxia; que estaba escrito desde el principio del
mundo que él lo haría así y que por tanto mantendría esta
absurda discusión con este modesto autor; que las cosas no pueden
suceder de otro modo al que suceden; y que aunque nos creamos libres,
y podamos actuar como si lo fuéramos, no lo somos en absoluto?
Esa
polémica también existe en la propia Daraxia, pero no en lo que
afecta a ella, sino respecto a las
otras islas del archipiélago. Mas, en unas cuantas centurias,
conseguirán olvidarse de estas especulaciones, y producirán
inofensivas filosofías teñidas de sentimientos poéticos.
Por
lo demás, en muy pocos años se librarán de la luz eléctrica: los
espíritus más avanzados ya predican las ventajas de las antorchas y
las lámparas de aceite.
V.
KINDROS
Apenas
contempla desde su barco el viajero que sale de Daraxia o Trivia, la
blanca y brumosa silueta de Kindros —isla abrupta y de afilados
perfiles y cumbres inverosímiles que con sus penachos de nieves
perpetuas se adentran en las nubes— es derrotado por una
insoportable y creciente melancolía. Las gentes de Kindros son en
extremo pacíficas, saludables, laboriosas, hospitalarias, amantes de
la Naturaleza (pese a la severidad de un paisaje donde todo es
quebrado y arriscado) y de las artes y la belleza en general.
Se
preguntará el lector interesado en esta modesta crónica,
qué, en esas condiciones, impide a los kindrios alcanzar si no su
plenitud vital o su deseada felicidad, al menos una indiferente y
cómoda alegría; y el porqué de esa terrible melancolía que, ya
desde la distancia de un centenar de millas marinas, irradia la isla
blanca.
Lo
que ocurre en Kindros —tanto a los naturales de la isla como a los
que, atraídos por la misteriosa belleza del lugar y la convincente
hospitalidad de sus habitantes, insensatamente la han convertido en
su hogar— es que todos ellos tienen, de un modo continuo y
persistente, la sospecha
(rayana en la certidumbre) de que lo que viven en ese momento no es
sino una copia degradada de otra vida ya pasada.
Los
amantes, apenas logran disfrutar de su amor, pues aunque podrían
hacerlo y decirse a sí mismos, qué bellos son esos ojos de miel
que contemplo y me contemplan amorosos, o qué gloriosa suavidad
trasmite este cuerpo cuyos rincones
transitan mis caricias, o qué candorosa es esa voz que recita mi
nombre y suena a campanas, en seguida son asediados por una incómoda
convicción de degradación, y lo que tendría que ser fascinación,
admiración y arrobo, se convierte en decepción, al adquirir la
indestructible certeza de que esos ojos, en otra vida, en otro
tiempo, en otro lugar, fueron más hermosos (verdaderamente hermosos)
y qué ese cuerpo fue más suave (verdaderamente suave) y que esa voz
es ahora un gruñido comparada con la voz cristalina y etérea que
fue (verdaderamente cristalina, verdaderamente etérea).
Es
más, con el tiempo esa sensación va creciendo, y las acciones se
convierten a sus ojos en réplicas
o sucedáneos más y más degradados: el amante kindrio no tiene más
remedio que optar por amar ese gruñido, pues en breve, ya ni
siquiera será un gruñido lo que oiga, sino un horrible rugido.
Así
pues, todo es pérdida en Kindros, todo es aniquilación, y lo peor
es que cuando se cree que la degradación se detendrá, que ya se ha
alcanzado el Negativo Absoluto (así se le llama en
las escuelas filosóficas), aún surgen escalones hacia abajo,
realidades aún más degradadas, que hacen añorar hasta las
realidades más terribles que han quedado ya ancladas en un momento
del pasado.
No
hay remedio para ello. Algunos
pocos, desesperanzados y sumidos en una profunda debilidad, intentan
el suicidio; pero lo intentan en vano: esa misma sensación de
degradación sin fin que padecen les hace creer en una irremediable
pérdida de las tradicionales habilidades del suicida: incapaces de
saltar al vacío desde una altura adecuada (pero no por incapacidad
física, sino por ese insuperable prejuicio de degradación de toda
realidad, y por tanto de toda capacidad), se limitan a hacerlo desde
una silla, sin más efectos que, si acaso, leves magulladuras, a las
que sin embargo se aferran como un logro suicida, pues saben, que en
ulteriores intentos, sus suicidios aún serán más irrisorios.
Otra
salida, que goza de gran
predicamento, es la literatura. ¿Deberé aclarar que los kindrios
aman fervorosamente su literatura clásica, y más cuanto más se
aleja esta en el tiempo? Es lógico, porque el lenguaje —la otrora
bella y esdrújula y poética lengua kindria, con sus hermosas e
intrincadas declinaciones, y sus 197 preposiciones— se degrada de
día en día, degradación esta que, aún cuando sea más imaginada
que real, impide progresivamente la práctica de una literatura
inteligible…
Así
pues, ¿qué les queda a
los kindrios sino el cultivo, la entrega sin condiciones, a esa
creciente melancolía? En ella se entretienen, para ella —para el
recuerdo de épocas pasadas, donde todo era más consistente, más
perfecto, más humano— existen sin remedio, de ella extraen las
fuerzas para seguir viviendo, aunque vivir, qué desgracia, ya no
será nunca lo que era antes.
Y aunque
la propia melancolía sea objeto también de esa degradación, y se
esté convirtiendo, a pasos agigantados, en un bobo e inconsistente
lloriqueo.
VI.
IXENIA
¿Y
qué decir de Ixenia, esa
isla de difícil geografía, que desde el alto acantilado de su lado
norte, desciende en vertiginosos bancales, repletos de viñas de uvas
color perla, hasta las dulces playas del sur? ¿Qué decir de sus
habitantes, salvo que, habitualmente, andan muy ensimismados? Pues no
es para menos: con harto frecuencia a
cada ixenio se le aparece (sobre todo de noche, cuando el insomnio
se hace insoportable) él mismo en otro momento de su existencia,
pasada o futura. Pero
toda aparición consta en realidad dos apariciones que se
complementan: si el yo aparecido proviene del pasado, el ixenio
presente (el que sufre la aparición) será, para ese yo del pasado,
una aparición de su yo futuro. E, inversamente, si la aparición
sufrida proviene del yo futuro, el yo presente será también una
aparición para aquella, de su yo pasado, en este caso. ¿Pero qué
momento es el momento actual? Nadie lo sabe, ni siquiera hay tiempo
para preocuparse por ello.
Para
la mayoría de los ixenios el
fenómeno carece de toda particularidad, es algo tan natural como el
vuelo de una mosca, la pérdida del azogue de un espejo o el sopor
que sobreviene tras la ingestión del excelente vino de la isla. Esas
apariciones, esos alter ego, tienen un nombre explícito: fantegos,
un hueco en el refranero (quien
a sus fantegos hace caso, acaba al raso,
refrán singularmente injusto y exagerado), y un lugar preferente en
su rica literatura.
Lo
cierto es que esta “peculiaridad” ixénica (soy consciente de lo
benévolo de ese calificativo) da lugar a una compleja red de
apariciones, pues, con frecuencia, una aparición de un momento
pasado va acompañada de otra u otras apariciones tanto de momentos
aún más pretéritos, como de momentos venideros, es decir: se
pueden formar incómodas cadenas de apariciones simultáneas. Sin
mencionar la complicación que se deriva del hecho —recrudecido,
por cierto, en los últimos años— de que las apariciones del
propio yo vayan acompañadas de las de otras personas (la llamada —y
pido disculpas por la palabreja— plurifantegogénesis), las cuales
no necesariamente tienen por qué hallarse en un mismo momento de sus
vidas.
Más
no todo está perdido: un grupo de científicos y filósofos ixenios,
animados por un mismo afán escéptico, trabajan
desde hace muchos lustros en el seno de la reputada Institutio
Fantegensis,
para demostrar que la aparición de fantegos no es un hecho natural,
implícito en la naturaleza ixénica: algún dios remoto, del que los
anales ixenios no dan noticia, debió introducir esa terrible rémora
en algún momento del pasado. Se trata, obviamente, de una mera
hipótesis, difícilmente verificable, pero lo que sí es un hecho
demostrado es que Ixenia ha conocido gloriosas épocas de acciones
culminadas, trabajo productivo y de concentración y dedicación a
las aspiraciones colectivas.
Pues,
en efecto, esta es la tragedia de Ixenia: las discusiones con los
fantegos, el malsano y morboso interés por anticipar detalles del
futuro u ocultar incómodas situaciones del pasado, el continuo ir y
venir por los vericuetos de la existencia, llevan a los ciudadanos de
la isla al abandono de todo aquello que excede lo meramente
individual.
Por
eso, la primera impresión que se lleva el viajero que toca, aún por
unas horas, la escarpada costa de Ixenia, es la del ensimismamiento
de sus habitantes.
En
cuanto a la segunda impresión, esta es mucho menos favorable: los
ixenios desatienden a sus visitantes, engañándoles con falsas
expectativas de amabilidad que luego se desvanecen. Un cochero ixenio
-el modesto autor de esta
breve noticia puede dar fe de ello- no invertirá menos de seis horas
en recorrer, en un landó tirado por bellos corceles, la apenas media
legua que separa a la capital de la isla de su puerto. Entremedias,
el viajero verá detenerse al carruaje en infinidad de ocasiones, y
al cochero discutir con seres invisibles los pormenores más insulsos
y estrafalarios de su existencia. Toda protesta será vana:
entregados a sus fantegos (entregados a la ignominia de ser ellos
mismos fantegos de otros fantegos de otros fantegos), la vida -al
igual que las riendas de mi ingrato cochero- se les escapa de las
manos.
VII.
URPIÓN
El
privilegio del que disfrutan los escasos pobladores de la bella
Urpión, la isla de los cien lagos de aguas negras, habitadas por
legendarios monstruos, es ampliamente envidiado por las demás islas:
los
urpienses viven una vida duplicada. Ello
no significa que al fallecer renazcan y regresen, durante una vida
más, a sus familias, a sus animales domésticos (son expertos en el
adiestramiento de lagartijas), a sus juegos de azar (practican,
apostando grandes sumas, una complicada versión del parchís), a sus
atardeceres llenos de brumosa languidez, a sus querellas y a sus
afanes.
No,
no se trata de eso. Es algo más sencillo: simplemente viven cada día
por duplicado, de tal modo que el primer día es, siempre, un ensayo
del segundo. Lo que ocurre en el primero es, pues, una tentativa, y
tiene carácter reversible.
Si el ensayo fracasa, no pasa nada: el urpiense examina racionalmente
el ensayo realizado, analiza los fallos, valora los aciertos, y acota
los peligros que, al día siguiente, deberá evitar. Luego, en el
segundo día, sus acciones las desarrolla con mayor confianza y
seguridad: el éxito, si no desperdicia la experiencia ganada en el
primer día, estará garantizado.
Se
comprenderá que este privilegio tiene grandes ventajas, sobre todo
en lo que se refiere a las acciones
individuales de riesgo. Por ejemplo, si un joven –y, sin duda,
temerario- urpiense decide arrojarse a un lago desde un promontorio,
y lo hace en un lugar inadecuado, no solo por la probabilidad de ser
devorado por alguno de los abundantes monstruos lacustres, sino por
la escasa profundidad del agua, si antes ha tenido la precaución de
ejecutar dicha acción en un día de ensayo, el cercenamiento de su
cuello, cráneo, columna vertebral y extremidades superiores (el poco
edificante espectáculo de sus pulmones encharcados en sangre y su
masa cerebral desperdigada en las frías y turbias aguas) no surtirá
efectos: esos daños inmediatamente serán anulados, y habrá
obtenido elementos de juicio suficientes para, al siguiente día,
decidir si realiza o no dicha acción, y, en caso afirmativo, bajo
qué condiciones y con qué precauciones.
Pero
las complicaciones vienen -y
esto aún no ha podido ser erradicado- cuando las acciones no se
producen individualmente. ¿Por qué? Muy sencillo: porque no todos
los urpienses llegaron al mundo en días impares. A pesar del empeño
de las autoridades, siguen naciendo niños pares, niños, por tanto,
que, inoportunamente, nacen en días irreversibles (los niños
impares son, por el contrario, reversibles), de modo que, primero
realizan sus acciones, y luego las ensayan, cosa que carece de toda
utilidad, por lo que, si uno de esos urpienses pares pretende
realizar una acción con un urpiense impar, como se comprenderá, el
conflicto está garantizado, porque lo que para uno será ensayo,
tentativa, tanteo o experimento, para el otro será un hecho
definitivo e inamovible. Y pese a que las Leyes Fundamentales del
Reino de Urpión proclaman -y cito textualmente- que todos
los urpienses, impares o pares, son iguales ante la ley, y tienen los
mismos derechos y deberes,
la realidad es muy distinta: la presión contra los pares es enorme.
Los matrimonios entre pares e impares están perseguidos; para
acceder a un cargo público se precisa un documento llamado “fe de
imparidad”; ninguna comadrona se atreve a asistir a parturientas en
días pares, con lo que los pares nacen en la clandestinidad y a
menudo con deformidades físicas y más tarde, lógicamente, tienden
a buscarse unos a otros (aunque su aspecto en nada difiere del de los
impares, hay en ellos un sexto sentido que les lleva a reconocerse
enseguida).
No
es para menos: las complicaciones de la relación impar-par pueden
ser gravísimas. Pensemos en un duelo (los urpienses conservan una
desmesurada afición a resolver sus pendencias por esta vía, tan
noblemente deportiva): si la confrontación, como suele ser habitual,
termina con el impacto de uno de los contendientes, y, pongamos por
caso, quien lo recibe es impar, su muerte será inmediatamente
anulada, pero el urpiense par será considerado reo de asesinato. ¿Un
asesinato sin víctima? ¿Cómo se puede entender eso? ¿Qué
dictaminan al respecto
la jurisprudencia y la doctrina científica? Pero situémonos en el
supuesto contrario: el par recibe el disparo o la herida del acero:
su muerte es definitiva, pero su contrincante (afortunado impar)
puede enmendar, al día siguiente su criminal acción. Al no poder
ser acusado, la acción se considerará como un “accidente”. Cabe
preguntarse si esto es justo. Los penalistas -esa es,
sospechosamente, la rama del Derecho que más cultivan los juristas
urpienses- luchan denodadamente, y con creciente desesperanza, para
resolver esa y otras contradicciones similares. Pero, sin esas
contradicciones, ¿qué sería de los penalistas urpienses?
Y
como, desgraciadamente, el ejercicio de acciones individuales es muy
limitado, y los pares, gente indeseable y pendenciera, tienen
tendencia a la impostura (con cuánta habilidad falsifican las fes de
imparidad), las dificultades son continuas.
Los
informes oficiales,
aunque con un lenguaje rebuscado, dilatorio y oscurantista, no logran
ocultar eficazmente el hecho del creciente número de suicidios en
la isla (si los suicidios son convenientemente ensayados en días
impares, difícilmente podrán, por desgracia, malograrse en los
pares).
© Rafael Orihuel Iranzo, 2000.
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