Este es
uno de los relatos que me permitió, en febrero de 2001, viajar a la
ciudad de Alcantarilla, Murcia, donde se organiza un certamen
literario único: los premios Jara Carrillo. Con él obtuve, tras dos años
como finalista, el primer premio en la modalidad de narrativa corta. Es
único porque no conozco otro, al menos en España, que tenga como tema
el humor. Pero también porque aunque el premio es modesto se mima a los
autores como no ocurre con otros de mayor presupuesto, y además (cosa
que no ocurre siempre) se respira pasión por la literatura. Poder
compartir mesa y mantel -y hablar de libros- con otros autores aún en
las catacumbas o ya consagrados como Soledad Puértolas o Luis Alberto de
Cuenca es ya un premio. Claro, hay un alma detrás de todo esto, y se
llama María José Gómez, a quien una vez más dedico esta página.
EL PAÍS
DE LA LENCERÍA
Si
un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor
como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara
esa flor en su mano…
[Samuel
Taylor Coleridge, citado por Borges].
Habíamos hecho varias
compras en los grandes almacenes y bajábamos ya hacia el
aparcamiento cuando, al pasar por la planta tercera, donde ya desde
las escaleras mecánicas se podía apreciar un inmenso mar de
sostenes multicolores y braguitas y saltos de cama, mi mujer dijo:
—Ahora que me acuerdo
necesito algo de ropa interior.
—¿Cómo? Pero si ya ni
te cabe en el cajón de la cómoda.
—Calla, qué sabrás tú
de eso.
Sabía perfectamente lo que
las palabras de mi mujer significaban. Lo largos que se me iban a
hacer los minutos mientras ella examinaría pormenorizadamente la
ropa interior y luego se introduciría en el probador con unas
cuantas prendas llenas de encajes, y cómo compararía calidades y
precios y lo preguntaría todo a las dependientas. No es que tuviera
prisa, me daba igual llegar a casa media hora antes o después. Era
tener que esperarla precisamente allí lo que me ponía negro.
Esperar en la librería o en la sección de muebles es muy distinto:
hojeas los libros, lees los títulos, paseas entre los expositores o
compruebas lo confortables que son los sofás. Pero en una lencería,
a la vista de tanta gente, no te vas a poner a curiosear las
braguitas de colores o los sujetadores sin aros, so pena de que te
tomen por un fetichista, uno de esos obsesos sexuales con la casa
repleta de maniquíes a las que cada mañana, antes de ir al trabajo,
cambian de ropa interior, cuando no la visten directamente ellos. Por
eso yo —no me digan que a ustedes no les pasa— me pongo tenso en
esos sitios. Y no solo por lo que pueda pensar quien me observe, sino
por lo frustrante que es no poder coger, como realmente desearía,
una de esas perchitas y apreciar, aunque sea de una manera neutra, la
textura de una combinación, calibrar los colores y los encajes y el
acabado del producto, como distraídamente hace, cualquiera que
visita unos grandes almacenes, con un zapato, o una cortina de baño
o un cigarro habano o una cinta de vídeo. Y lo peor, desde luego, es
que te reconozcan. Una vez, mientras paseaba junto a una hilera de
lencería roja (se acercaba el año nuevo) me topé con la hija de
mi jefe, una jovencita de veinte años, ella iba con una amiga, no
tuve más remedio que saludar —había estado en prácticas unos
meses en la oficina— mientras mi cara se ponía del color de
aquella ropa interior. Las oí cuchichear mientras se alejaban: “Ay,
por favor, pero qué está haciendo este hombre aquí, se lo tengo
que contar a mi padre”, a lo que su amiga apostilló: “Si es que
son todos unos salidos, tía”.
Al principio me aposté en
un rincón, mostrando un repentino interés por el techo, como si
aquellas maravillosas prendas que me rodeaban no existieran (¡pero
claro que existían, y qué existencia tan intensa la suya!). Mas
esta vez tuve suerte: a los pocos minutos, entre el mostrador del
fondo y la cortina de acceso a los probadores, descubrí una silla.
Dejé en el suelo las bolsas con nuestras compras y me senté.
Habría cruzado y
descruzado ya las piernas por lo menos una docena de veces cuando vi
a mi mujer salir de los probadores. Llevaba en la mano unas cuantas
perchas de esas con combinaciones. Vislumbré unos tirantes negros,
unas flores de encaje, una etiqueta con la foto de una rubia que
parecía querer salirse de su combinación.
—No me convence nada de
lo que me he probado, voy a buscar más.
—No tardes, por favor
—imploré. Pero ya no me oía.
Como no podía estar todo
el rato admirando lo bien que le sentaba a la maniquí de enfrente el
sostén sin tirantes y la braguita de fantasía con que la habían
vestido, escarbé en el bolsillo y extraje una octavilla que me
habían entregado en la calle. Era de una agencia de viajes. El
anuncio estaba impreso con letras negras sobre fondo rosa y decía
así: PASE UN INOLVIDABLE PUENTE DE LA CONSTITUCIÓN EN BALI ¡PRECIOS
INCREÍBLES! Luego venía una retahíla de fechas y precios y
hoteles de varias estrellas y nombres exóticos y excursiones
facultativas. Advertí que en el mostrador próximo a mí una
dependienta me vigilaba con el rabillo del ojo. Una de esas
dependientas gordas, que usan gafas con cristales ovalados y calzan
zuecos, y llevan un bolígrafo colgando de una cadenita. Todo el
rato doblaba las prendas y las introducía en sus cajas
rectangulares. Luego las apilaba, con poca destreza, por cierto, pues
nunca colocaba exactamente una caja encima de la otra, lo que
proporcionaba a los montoncitos un aspecto lamentable. Cuando me
cansaba de leer una y otra vez el papel, si la dependienta se
encontraba atendiendo a alguna clienta, mi atención se escapaba por
unos segundos para contemplar aquel océano de lencería. Era
prodigiosa la cantidad de prendas distintas que colmaban tan fértil
inmensidad. El aire climatizado las hacía oscilar en sus perchitas,
como trigales mecidos por el viento. Los encajes de los sujetadores
blancos competían en frondosidad con los de los negros y los azul
eléctricos. Las tangas amarillo limón se jactaban de su liviandad
ante los ajustados bodys color crema. Aquí y allá florecían, como
en una eterna primavera, atrevidas transparencias. Del techo
colgaban carteles en los que modelos de generosas curvas lucían
prendas que incitaban a indolentes concupiscencias. Al verlas allá
en lo alto imaginé que eran diosas, sublimes Venus y Afroditas
venidas de su Olimpo, allá en el remoto País de la Lencería; un
país en el que todas aquellas prendas crecían y se multiplicaban en
armonía, en sana competición, sin prisas, alimentándose de encajes
y suavidades, soñando placideces y tersuras, tiñéndose de
excitantes colores, esperando como vírgenes ansiosas el momento de
entrar en las cajas y viajar a las tiendas y ser admiradas en los
mostradores y probadas y adquiridas y vestidas por hermosas mujeres,
que al instante quedarían transfiguradas por la belleza de su
inocente voluptuosidad. Sí, era evidente que toda aquella ropa
interior, llegada del País de la Lencería para colmar los sueños
de las mujeres, había sido tocada por la gracia infinita de sus
diosas protectoras, esas silentes Venus y Afroditas de dadivosas
formas que desde mi asiento yo veneraba. De este modo fantaseaba yo
ante aquel espectáculo maravilloso, pero eran solo breves momentos,
pues enseguida aparecía por allí la dependienta y yo volvía a mi
octavilla.
Ya había logrado memorizar
el anuncio del revés (!SELBÍERCNI SOICERP¡ ILAB EN NÓICUTITSNOC
AL ED ETNEUP ELBADIVLONI UN ESAP, decía) cuando, aprovechando que
una joven había reclamado la presencia de la dependienta en otra
zona de la sala, en un arrebato de diligencia, me levanté, me
acerqué al mostrador y comencé a amontonar correctamente las cajas.
¿Debo aclarar aún que soy de esa clase de personas que no soportan
el desorden?, tendrían que ver mi mesa en la oficina, todo son
montones homogéneos y totalmente paralelos, las sillas alineadas con
la mesa y esta con los estantes, y el cordón del teléfono sin un
solo lío, ustedes ya me entienden. Así que fui poniendo las cajas
una encima de otra de forma que coincidieran exactamente sus
contornos y todas las pilas tuvieran la misma altura, colocándolas
luego en los extremos del mostrador. Fueron un par de minutos en los
que la dependienta no me pudo ver, pues estaba de espaldas a mí, y
a cierta distancia.
Me senté de nuevo,
satisfecho de mi obra, y aproveché entonces para dedicarme con más
serenidad —la dependienta seguía perdida en la espesura— a la
contemplación de aquellos prodigios. Conjeturé que allá en su
país, las tallas grandes ejercerían el poder, eso sí, con más
auctoritas que potestas, y sin duda con exquisito respeto a las
minorías étnicas representadas por ligueros y tangas; que los
sujetadores, organizados acaso en forma de Senado, serían los
encargados de mantener viva las inmortales esencias de glamour y
atrevimiento; que las tallas más pequeñas sentirían una
reverencial veneración por las tallas especiales; que las prendas de
mayor transparencia ejercerían cometidos diplomáticos….Pero de
pronto una voz de timbre cristalino me sacó de mis ensoñaciones.
—Oiga, señor —oí
decir a mis espaldas— ¿puede ayudarme? Necesito orientación.
Me volví hacia los
probadores. Un rostro luminoso, ovalado, de ojos verdes y labios de
carmín, enmarcado por una larga cabellera rubia y ondulada, un
rostro que parecía haberse escapado de algún óleo de Botticelli,
me sonreía desde detrás de la cortina.
—¿Sabe?, no sé si me
queda bien del todo o no —se lamentó, haciendo un encantador
mohín, cuando ya me había introducido yo detrás de la cortina.
La seguí hasta el
probador. No solo era la mujer más bella que había visto en mi
vida. Tenía también el cuerpo más esplendoroso que pudiera
imaginar. Vestía solamente la combinación que se estaba probando,
aunque no se había desprendido de sus afilados tacones. Me inquietó
la sobriedad de sus prendas íntimas, blancas, satinadas y sin
adornos. Intuí que había algo espiritual en esa sencillez. Me dije
también, no sin cierto alivio, que con ella la continuidad de la
especie quedaba garantizada. Y al contemplarla junto al espejo
comprobé que éste no solo la duplicaba a ella: también duplicaba
mi fantasía y mi admiración.
De repente vi que
introducía sus pulgares entre los elásticos de la braguita,
recorriéndola de arriba a abajo y separándola de las nalgas.
—¿Lo ve? —dijo, en un
tono casi susurrante, que me hacía cómplice de sus intimidades—
creo que no me ajusta bien, a la tercera o cuarta vez que la lave las
gomas perderán elasticidad.
—Pues yo se la veo muy
bien —opiné, mientras ella seguía allí ladeándose ante el
espejo, mostrándome su trasero perfecto, sin rastro de celulitis o
similares tragedias.
—Pero que muy bien
—insistí, y no sé cómo pude acertar a decirlo, realmente no sé
cómo pude arreglármelas para hablar y a la vez embriagarme con su
olor y a la vez contemplar extasiado su cuerpo paradisiaco y a la vez
empezar a sospechar que seguramente iba a caer en alguna trampa, que
ella debía ser una mujer virtual, un espectro provocado por
sofisticados ordenadores, o que alguien habría escondido allí —y
empecé a observar las paredes en busca de oquedades o cables
camuflados— una de esas temibles cámaras ocultas. Pero al fin
comprendí: me habría visto apilando las cajas y sin duda me había
confundido con un dependiente.
Entonces comenzó a
cambiarse de sujetador: vi cómo suavemente dejaba caer unos
finísimos tirantes que apenas interrumpían la continuidad de sus
hombros, pidiéndome luego ayuda para desabrochar el cierre, y
comprobando, atónito, cuánta pericia escondía ese aparentemente
sencillo cambio; cómo, a través de esas rápidas acciones,
ocultaba y mostraba lo justo, solamente lo esencial y conveniente, la
adecuada dosis de turgencia como para hacerme enloquecer y caer sin
remedio en sus garras.
Y creo que lo supe en ese
preciso momento, cuando, como nieve repentina, vi descender hasta el
suelo el inicial sujetador blanco, emergiendo en su lugar un
enigmático modelo negro, que alternaba encajes de sofisticados
arabescos con inverosímiles transparencias, y entonces me dije: es
una de sus diosas y ahora me capturará, me dormirá con un beso y me
conducirá a su remoto país, al País de la Lencería, qué será de
mi allí, no, no seré capaz de resistirlo.
Pero muy pronto tuve
oportunidad de escapar, pues distraídamente, sin dejar de ajustarse
los tirantes del nuevo sujetador, ladeando la cabeza frente al
espejo, y señalando una ínfima tanga turquesa que soñaba sobre una
silla, me dijo:
—Mire, esa tanguita me la
llevo, si quiere puede ir empaquetándola.
La alcé con sumo cuidado,
con solo dos dedos, como si se tratase de algo sagrado (y ahora sé
que realmente lo era), y como si el contacto de mi mano pudiera
dañarla, y con una mezcla de temor y fascinación salí de allí,
justo en el momento en que mi mujer aparecía tras las cortinas.
Rápidamente logré ocultar la tanga en el bolsillo del pantalón,
mientras ella decía:
—¿Pero tú qué haces
aquí? — y sin esperar una respuesta añadió:— Tienes mala
cara, ¿te pasa algo?
—No, nada, nada, es que…
—era difícil dar una excusa creíble, pero tuve una rápida
inspiración y añadí:— ….se me ha abierto la cartera y han
rodado unas monedas aquí adentro.
Ella llevaba de nuevo entre
las manos un par de perchitas, supuse que se introduciría en el
primer probador, cuya puerta estaba abierta, pero me equivoqué:
horrorizado, vi cómo se dirigía decididamente al del fondo:
—¡No, ahí no! —exclamé.
Una repentina oleada de sudor anegó todo mi cuerpo.— Ese está
ocupado.
—¿Ocupado? ¿Qué pasa,
que estás de portero o qué? —y de un golpe abrió la puerta.—
¿Ves como no hay nadie?
Y era verdad, no había
nadie: ni el susurro de su ropa interior al deslizarse cuerpo abajo,
ni las huellas de sus tacones afilados sobre la moqueta, ni el rastro
de su olor, ni el de la tanga turquesa sobre la silla, ni el reflejo
de sus hermosos contornos dando vida al azogue.
Afuera, el aire del
climatizador seguía meciendo el frondoso bosque de lencería, bajo
la benévola mirada de sus diosas protectoras. Me pareció que había
pasado un siglo desde mi incursión en el probador, pero allí estaba
la silla con las bolsas con nuestras compras al lado, y la
dependienta gorda, mirándome con asombro, y las pilas de cajas
blancas regresando irremediablemente al desorden. Así que saqué de
nuevo la octavilla de la agencia de viajes y empecé a leer, esta
vez directamente del revés, los exóticos nombres de hoteles, los
precios, los horarios de vuelo, las visitas obligadas en la isla de
Bali. A veces, inútilmente alzaba mis ojos hacia los carteles de las
diosas, esperando una respuesta que en el fondo sabía que no
llegaría.
No tardó demasiado mi
mujer. Entregó las prendas a la dependienta. Esta las guardó en sus
cajas y las introdujo en una bolsa de plástico. Pagamos, cogí las
otras bolsas, y nos alejamos caminando hacia las escaleras, dejando
atrás aquel edén de prodigiosos colores y mágicas texturas. Estuve
a punto de volver mi rostro en dirección al lugar donde ella había
desaparecido, pero no lo hice: temí quedarme paralizado, como una
estatua de sal, sin poder salir nunca más de allí. Al menos me
quedaba aquel talismán, su tanga turquesa escondida en mi bolsillo;
mientras éramos lentamente engullidos por las escaleras mecánicas,
la estreché en el seno de mi mano, acaricié sus recovecos, rememoré
las virtudes de su ama, y musité, como quien recita un salmo:
—Llévame, venga, llévame
contigo a tu país, al País de la Lencería.
Lo había dicho muy bajito,
como se deben decir las oraciones, pero mi mujer lo oyó:
—¿Qué has dicho? ¿Qué
te lleve adónde?
—A Bali, a la isla de
Bali.
Y le tendí mi triste y
manoseada octavilla.
(C) Rafael Orihuel Iranzo, 2000
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