Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

leer DREAM IS OVER (EL SILENCIO)

Este es el relato que abre EL SURCO ES EL ALMA DEL VINILO. Sin ese Dream is over johnlennoniano se publicó en ETCÉTERA el 18 de julio de 2010. En papel abría LA DURACIÓN DEL AMOR, libro con el que gané el premio Caja España de libro de cuentos 2008. El relato original sufrió algún retoque, espero que favorecedor, para integrarlo en el lugar que le correspondía, esa reciente recopilación de relatos unidos entre sí como las canciones de los viejos discos de vinilo.




 
 
And so dear friends, You just have to carry on, 
The dream is over.
 [John Lennon. God. 1970] 

 Apenas ladea la enfermera a la paciente en coma, el doctor Mendoza ve el tatuaje. La muchacha frota con algodón la carne blanca y fofa de la nalga e introduce en ella la aguja, justo cuatro dedos más abajo de los pétalos que asemejan gotas de agua, y cuyo colorido parece querer alegrar a destiempo aquel cuerpo, ignorando su probable final. La noche ha sido bastante tranquila hasta que han traído a la mujer del tatuaje. Justamente ha ido a avisarle Lucía. Así se llama la enfermera: veinticinco años, alta, ojos grandes y verdes, cinta naranja evitando que sus cabellos oculten el rostro. Hace un par de meses coincidieron en otra guardia, llevaba puestos sus auriculares aunque sabe que eso está prohibido, y hasta puede ser sancionada, pues en cualquier momento pueden llamarla por los altavoces. Pero de noche las normas no hacen guardia. Sobredosis de barbitúricos, le ha comentado al doctor, y ha sacado del bolsillo de su bata verde (un verde más oscuro que el de sus ojos) el frasco de píldoras, tendiéndoselo. Y además ha ingerido alcohol. La mezcla fatal, se dice Mendoza, pero habrá que aplicar el protocolo establecido: anamnesis y exploración física, medidas generales (colocar al paciente en decúbito supino con piernas elevadas, monitorizar ritmo y frecuencia cardiacas…), ventilación, infusión de líquidos…, en el ordenador viene todo, paso a paso, incluso los tratamientos realizados en casos similares en ese mismo hospital. Pero la mujer ha vaciado el frasco entero, píldoras y más píldoras de un fármaco ni siquiera legalizado, y encima ha bebido Dios sabe qué. Así que probablemente no servirá de nada lo que se le haga, todo lo más la mantendrán “viva” durante unas horas, las suficientes para movilizar a los allegados, para mentalizarles del tránsito inminente. El émbolo llega al final y la mirada de Mendoza va y viene de la enfermera (del bolsillo de su bata cuelga todavía el cable de goma de uno de los auriculares) a la mujer tendida en la camilla. El rostro de ésta parece acartonado, su palidez es extrema, los cabellos, blancos en sus raíces, necesitados de ser teñidos nuevamente de color caoba. Los cabellos de la enferma, piensa Mendoza un pensamiento nada adecuado para un médico en servicio de urgencias hacen juego con la cinta que mantiene en orden los de la enfermera Lucía. Echa un vistazo al monitor, al que, observando rigurosamente el protocolo hospitalario, ha sido conectada la enferma y vuelve a contemplar aquel rostro, el cuerpo fláccido, excedido de peso, pero vivido, claramente vivido. Con los años ha aprendido a percibir ese tipo de cosas: quién ha llevado una existencia pacata y contenida y quién ha apurado la vida al límite, es algo que se lee en las arrugas de la cara, puede detectarse bien (juraría que en este caso es así) en personas que ya han cumplido los sesenta. Y de pronto advierte que muy en el fondo de su mente algún recuerdo lucha por emerger, poco a poco le gana la sensación de que algo en esa madrugada le quiere llevar al pasado, quizá a veinte o treinta años atrás, y se pregunta si ha atendido antes a esa mujer, si la ha conocido en algún lugar fuera del hospital; se diría que a pesar del coma la mujer le está enviando un mensaje. Tal vez sean las uñas de los pies, coquetamente pintadas de azul, que asoman por debajo de la sábana, o la cadena de oro en el tobillo, o quizá el tatuaje cercano a la nalga... Mueve algo bruscamente a la enferma (Lucía le ve y se asusta, tal vez le tenga por un médico excéntrico, de serie de televisión), aparta el camisón y contempla de nuevo el elegante dibujo, mitad naïf, mitad psicodélico, de los pétalos que asemejan gotas de agua, los grandes triplican en tamaño a los pequeños, con los que se alternan sobre la piel de la mujer, dejando una sensación de movimiento, de mágica danza de los colores del espectro. Da algunas instrucciones a Lucía y abandona la sala. Al final del pasillo hay una puerta que lleva a un patio, allí se consiente que fumen a quienes no han querido o podido renunciar a ese vicio letal, indigno en quien se ha comprometido a curar. Hace mucho frío, y más fría está la silla metálica en que toma asiento, pero aspira el humo como si este fuera un bálsamo purificador. Está a punto de aplastar la colilla contra el suelo cuando por fin su mente acaba de procesar la información que buscaba: sí, es el tatuaje. Ese mismo dibujo, aunque con colores más vivos (el arte del tatuaje tiene sus limitaciones) aparecía en la portada de un viejo vinilo que conserva en casa. No tiene muy claro el nombre del elepé (Feel so glad, o quizá Feelin’ glad o You feel glad, algo así; debía de estar contenta en cualquier caso), pero sí el del artista, Nicka, la legendaria solista de Los Forajidos, la mujer en urgencias será una vieja fan o simplemente le gustaron los pétalos de colores y pidió que se los tatuaran. Está seguro de que es así, hasta se acuerda de él mismo comprando el disco en Morant Discos, cuando llegue a casa lo comprobará. Cree recordar que con ese disco, tras un periodo alejada de las listas, la cantante Nicka, ya sin el grupo, recomponía su carrera, y de qué forma, pasándose al inglés, con la producción y colaboración de Kevin Ayers, probablemente debió grabar el disco en la casa de este en Ibiza (y probablemente pasó algo más entre ellos aparte de grabar el disco). Entra de nuevo en la sala de urgencias, la enfermera Lucía, sin dejar de oír música a través de su iPod (se pregunta qué música escuchará, y se teme lo peor), continua con el protocolo hospitalario. Ahora solo se puede esperar y ver hasta qué punto el organismo es capaz de aguantar. En ese momento otra enfermera requiere la presencia del doctor: un accidentado, está muy mal, pero aún vive. Voy en seguida, dice, pero antes le pregunta a Lucía: ¿Cómo se llama? Ella le mira con asombro, para qué demonios querrá saber el nombre, justo ahora que le están llamando, este tío no está en sus cabales, parecen querer decir sus ojos grandes y verdes, pero toma la tabla de madera colgada de la pared y lee el nombre escrito en la etiqueta, como si pasara lista en el colegio: Fernández Rodilla, Nicanora. Una hora más tarde vuelve a su despacho, deja sobre la mesa el café que ha sacado de la máquina del pasillo y teclea algo en el ordenador. Entre enlaces a webs porno, tiendas de ropa y blogs diversos, Google da cuenta de media docena de páginas que hablan de Nicka a solas o de Nicka y Los Forajidos. En la que se anuncia como web oficial nickaylosforajidos.com encuentra la biografía de la artista: sí, allí está ese nombre, más propio de modistilla o de comadrona que de estrella del rock que acaso desea emular con su gesto autodestructivo a los grandes mitos del género: Nicanora Fernández Rodilla, nacida en Madrid el 15 de febrero de 1942. Sería mucha casualidad que no fuera ella la mujer de la sobredosis. Pero no es hasta que entra en la sección “discografía” y pincha sobre “Feel so glad, 1975” y aparece la portada del disco con los pétalos de colores del tatuaje, resplandecientes, con un algo hippie todavía, como del verano del 67, y un algo de mandala hindú, un diseño que cuadra bien con el título del trabajo: “(Me) siento tan contenta”, no es hasta ese preciso momento que su cuerpo no sucumbe a un escalofrío. Luego pincha sobre el apartado “fotos” y ve a la cantante de Los Forajidos sobre un escenario, parece estar realizando el movimiento típico del twist, las piernas juntas y flexionadas y los brazos extendidos (el micrófono, extraído del soporte, en una mano), como si quisieran abrazar al público. La foto es en blanco y negro pero se adivina un cabello rubio, con flequillo. Los Forajidos están detrás, en perfecto orden (bajo, batería, guitarra rítmica, órgano), uniformados con sus trajes y corbatas, los cabellos más bien cortos, aunque los más atrevidos lucen un tupé que indica su devoción por Elvis. El nombre del grupo está escrito en el bombo de la batería, una Ludwig, como la de Ringo Starr. Hay que hacer un verdadero esfuerzo para establecer la continuidad entre esa muchacha de rostro resplandeciente de apenas veinte años y el cuerpo derrotado de la mujer que ha quedado bajo la vigilancia de Lucía, y que, si sobrevive a estas horas decisivas, no tardará mucho en ser llamada anciana. Solo al llegar a la última foto, la de la presentación del disco homenaje, en 1998, donde se la ve sonriendo entre el cantante de Los Planetas y Andrés Calamaro, se ve claramente que es ella. O nadie se acuerda de Nicka (qué ingrato el público: hoy te ensalza, mañana te olvida), o no ha trascendido el ingreso, o la prensa está falta de reflejos, piensa Mendoza y se inclina por la primera hipótesis. El año pasado, lo recuerda bien, ingresaron a un futbolista, un choque frontal; un portero de un equipo de segunda división, ninguna gran estrella, por tanto, pero aquello se llenó en seguida de periodistas y a cada poco querían saber, alguno incluso sobornó a los celadores para tener la información antes que los otros. Sigue revisando las fotos y encuentra una en que Nicka va vestida de cuero, de arriba abajo, con botas altas, de tacón. Su cabello sigue siendo rubio, pero ahora parece una mujer fatal del rock, a medio camino entre Chrissie Hynde y Debbie Harry, o quizá sea la versión hispánica de Marianne Faithfull, la cantante de voz rota, la novia de Mick Jagger en los sesenta. La foto está fechada en 1981. Claro, ahora lo recuerda, ese fue el año del concierto de Los Secretos en Gandía, él estuvo allí, vendiendo refrescos y bocadillos, allí pasaba su familia los meses de verano; justamente su hermano mayor fue el promotor de aquella memorable velada. Nicka, roquera de otra generación a la que la nueva ola española, o más concretamente, la movida madrileña, consentía todavía respirar, una vieja gloria en un mundo de jóvenes estrellas. Y aún así se permitió llegar más tarde que Los Secretos. Recordaba muy bien esa escena: los hermanos Urquijo probando sonido y ella, vestida como en la foto y con gafas oscuras, aunque ya se había puesto el sol, mascando chicle y acercándose con su caja negra conteniendo su guitarra, seguida de una modesta tropa. A pocos metros del escenario se detuvo, sin soltar la caja. Parecía como si dentro de ésta hubiera una metralleta, y ella, femme fatale del rock patrio, que cuando ni siquiera en Liverpool se sabía quiénes eran los Beatles ya había pisado un escenario, fuera a disparar contra aquellos chavales. Qué tal chicos, preguntó, ¿afilando las hachas?, y Enrique Urquijo, a modo de saludo, hizo una seña a su hermano Álvaro e introdujeron en Sobre un vidrio mojado el punteo de Rock me like a woman, primer single del disco del 75. El doctor Mendoza sale de su despacho y vuelve a la sala donde la mujer que fue Nicka se acerca a su final, las estadísticas médicas así lo dicen. Sin necesidad de hablar, Lucía, que sigue conectada a su iPod, como la paciente lo está ahora a su monitor y antes, durante muchas horas de su vida, lo estuvo a un micrófono y a una guitarra eléctrica, le indica que no hay cambios. Luego, el doctor se sienta en una banqueta junto a la camilla y acaricia el cabello de Nicanora, que todavía sigue siendo el cabello de Nicka, es difícil decir cuál de las dos abandonará la escena primero. Por unos momentos el doctor Mendoza se ve invadido por pensamientos absurdos, como colocarle también a ella unos auriculares con la música que seguramente más le hacía vibrar, la que oiría a sus dieciocho años, el rock and roll de Chuck Berry o de Gene Vincent, o de Elvis, aunque el doctor Mendoza nunca ha sentido demasiada simpatía por Elvis. Tal vez así se despierte, Chuck Berry cantando Sweet little sixteen y ella volviendo a la vida. ¿Y si pidiera la colaboración de Lucía? Podía dejarle un momento sus auriculares, su iPod extraplano, con pantalla en color, tan bonito. Pero a saber qué música lleva en ese chisme. Para despertarla con los Hombres G o con Melendi más vale dejarlo estar. Prefiere no saberlo, la chica le gusta, mejor no estropearlo. A fin de cuentas, recuerda Mendoza, mientras comprueba cómo fluye el suero, él también tiene notas negras en su colección de discos, nombres que prefiere pasar por alto. ¿Hubo alguna vez algo de Los Forajidos en casa?, se pregunta, y se entrega al recuerdo de su primer contacto con los discos, los singles que traía a casa su hermano mayor, el que años después llevó a Nicka a Gandía, y que luego escuchaban en un Bettor Mark, un maletín rojo que se abría en dos, una parte era el altavoz, y la otra el plato con la aguja, el picú. Canciones en inglés (no entendía qué decían, pero eso daba igual) de dos, máximo tres minutos, que al niño que fue le volvían loco, le hacían sentirse especial. No había habido para él más música infantil que esa: los Beatles, los Hollies, los Kinks, los Rolling Stones, Eric Burdon y los Animals… por su cumpleaños una tía suya le regaló un disco de Los Brincos, no estaban mal para ser españoles. ¿Los Forajidos? Sí, tal vez alguno de sus singles pasaron por sus manos, sostendría entre ellas la funda mientras lo ponía en el Bettor Mark y, como hacía siempre al escuchar un disco, miraría la foto de la portada, aquella guapa chica rubia y con minifalda, rodeada por sus uniformados Forajidos. De nuevo le requieren en otro lado, han traído a un hombre mayor con síntomas de infarto agudo. Al final la noche no será tan tranquila como parecía al principio. Es Lucía, precisamente, quien le avisa para que acuda a atender al anciano. El doctor no se mueve, la mira a los ojos y sonríe de una manera que ella tal vez considere equívoca, ella tiene todo el derecho a pensar que tras esa mirada y esa sonrisa se esconde un propósito claro, es joven pero lleva el suficiente tiempo en el hospital como para saber con qué facilidad entre sus paredes se deshacen y se forman parejas, o simplemente se producen acercamientos fugaces que tendrán o no continuidad. Ha de saber la urgencia con que el deseo trabaja en esa cercanía con la destrucción, esa continua conciencia de la fragilidad, cómo, hacinados en salas de urgencias y quirófanos y corredores, conviven el amor y la muerte. Pero el doctor no quiere nada más, simplemente que ella le devuelva su sonrisa y perderse unos instantes en el mar de sus ojos. Han pasado casi dos horas cuando por fin el doctor puede regresar junto a la camilla de Nicka. Lucía no está pero en seguida aparece. Ha habido un momento que parecía que aumentaba su ritmo, dice señalando el monitor, pero ahora… Ahora está disminuyendo a marchas forzadas, la raya blanca es casi plana, sin picos. El doctor se acerca a la enferma y grita a su oído: Nicka, Nicka, despierta, oprime su pecho con las palmas de las manos, la zarandea, pero Nicka no se mueve y el monitor ofrece ya una línea recta y plana, uniforme, sin ningún pico, el monitor al que la mítica cantante de Los Forajidos está conectada es una guitarra eléctrica que ha perdido el fluido energético, que ha enmudecido, no hay más remedio que terminar el concierto, que acercarse al borde del escenario y saludar al público, a los envejecidos fans, y decir adiós; decir adiós y dejar que el telón caiga sobre la escena. Dream is over, el sueño ha terminado, se dice Mendoza, citando a John Lennon en God, mientras extiende la sábana ocultando enteramente el cuerpo sin vida de Nicanora Fernández Rodilla, Nicka para la música. Cuando Lucía llama a la puerta del doctor, media hora antes de terminar la guardia, este ha regresado a 1981, al campo de fútbol donde Nicka fue telonera de Los Secretos. Aún no ha oscurecido cuando la ex forajida sale a escena. La entrada es floja todavía, la gente no tiene prisa por entrar. Cuando Nicka sale con su guitarra a cuestas y dice ‘¡Buenas noches, Gandía!’ ningún clamor le da la bienvenida. Ello es presagio de lo que vendrá después: la roquera desgrana sus temas ante la desatención general; apenas parece interponerse nadie entre el técnico de sonido, instalado con su equipo abajo, a unos cincuenta metros del escenario, y la cantante. Solo un par de docenas de espectadores atienden concentrados a la cantante de rubia melena; el resto hacen corrillos bebiendo cerveza, se saludan, lían sus canutos para ir poniéndose a tono, toman posiciones sobre el exiguo césped, como si la ex líder de Los Forajidos no estuviera allí y la organización hubiera puesto un disco para entretener al respetable mientras se preparan Los Secretos. 


 Nicka no parece preocuparse, debe de ser así a menudo, últimamente. Feel so glad tuvo buena acogida, pero han pasado seis años y ahora ya no interesa, hay otros gustos, ya nadie canta en inglés. Ahora los grupos son muy jóvenes, su edad media no pasa de los veinte y Nicka duplica esa edad: es una vieja, aunque le falte todavía un año para los cuarenta (los cuarenta parecen un límite, porque a esa edad murió, asesinado, John Lennon). Solo hay cierto entusiasmo, efímero, desde luego, cuando al final (los hay que ya protestan, es a Los Secretos a quien han venido a ver) y, porque nadie le va a pedir un bis, toca Rock me like a woman. Luego, en cuanto salen Los Secretos, aquel espacio semivacío se llena milagrosamente… Doctor Mendoza, le traigo el certificado, dice Lucía, casi treinta años más tarde, y le tiende el impreso donde ella ya ha rellenado los datos que constaban en la ficha de la paciente. El doctor Mendoza —pese al cansancio su mente sigue jugando con pensamientos grotescos— contempla el impreso y se dice que al final será él quien le firme a Nicka el autógrafo que en el 81 su timidez le impidió solicitarle. Lucía está esperando, pero la mano derecha del doctor, aunque sostiene ya el bolígrafo, todavía no se mueve, con lo fácil que es escribir: sobredosis de barbitúricos y alcohol. Pero el doctor, cuando por fin comienza a hacerlo, se entrega a esa palabrería médica que elude tener que consignar la causa verdadera. Antes de los treinta, y en el apogeo de la fama, se dice a sí mismo mientras Lucía le mira con verdadera curiosidad, la autodestrucción puede estar revestida de un halo de romanticismo (Hendrix, Joplin, Morrison y unos cuantos más lo hicieron y entraron en la leyenda) pero a los sesenta ese gesto probablemente sea patético y más vale ocultarlo. Ha salido ya el doctor a la calle y al nuevo amanecer, que ya no verán quienes dentro y fuera del hospital han regresado para siempre al silencio, aquellos para los que el sueño ha terminado, cuando pocos metros delante de él, esperando que cambie la luz roja del semáforo, todavía ve a Lucía. Viste su ropa de calle, que hace más justicia que la bata verde a su excelente estructura ósea, y también lleva puestos, cómo no, sus auriculares. Cuando empiezan a cruzar, Mendoza se decide por fin a hacer la pregunta: ¿Qué música escuchas, Lucía? No sé, dice ella, son cosas que me graba mi novio, música un poco vieja, española, pero cantan en inglés. Vaya, se dice Mendoza, no está mal, por lo menos no ha dicho: La Oreja de Van Gogh o Jarabe de Palo. ¿No te habrá grabado nada de Nicka?, se anima a preguntarle. ¿Nicka?, dice ella. Sí, ¿la conoces?, dice Mendoza, ya esperanzado, convencido de que se ha producido el milagro, de que esa noche la enfermera guapa habrá escuchado aunque solo sea un tema de la inmortal Nicka. Ah, ya, dice Lucía, Nicka, una que salía en Operación Triunfo, ¿no?


(c) Rafael Orihuel Iranzo, 2012.

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