LIZ DE LAS MIL LUNAS
Llegué
tarde a casa y comí lo poco que me habían dejado. Claro que luego me
llené a base de fiambres y dulces navideños. Había bebido más vino que
de costumbre, en parte porque aquel somontano estaba realmente bueno,
pero también por todo lo que me había pasado con Isa. Así que, cuando me
levanté de la mesa, el sopor me aconsejó tumbarme directamente en el
sofá, colocando un par de almohadones como respaldo para la cabeza y
tapándome con una manta de viaje que tenía mi padre por allí.
En
casa solo estábamos mi abuela y yo, aparte de la asistenta, que
planchaba en la cocina. Como de costumbre, la abuela veía la televisión,
eso era lo único que hacía en todo el día, y, como siempre, la tenía a
todo volumen. Al principio estuve por decirle que la bajara, pues quería
dormir la siesta, pero no se me iba de la cabeza la discusión con Isa y
pensé que viendo la televisión evitaría quizá torturarme más de lo
aconsejable. Dejé que la abuela zapeara a gusto, manejando con su
habitual pericia el mando a distancia, y casi enseguida consensuamos la
visión de una película del Oeste que parecía recién comenzada.
Creo
que desde niño no había vuelto a ver ningún western, y al descubrir
ahora a los casacas azules cabalgando por paisajes áridos y espectrales,
a la caravana de colonos vadeando el río, a los sioux, de nombres
metafóricos, recelando de los rostros pálidos, al ver al rastreador
amigo de los indios y al coronel de cabellos y mostacho blancos
despachando con sus subordinados, con un mapa desplegado sobre el
escritorio, recordé las noches lejanas en que iba con mis hermanos al
cine de verano, donde las películas casi siempre eran del oeste,
películas que luego revivíamos con todo detalle en nuestros juegos en
casa. La habitación había quedado sumida en una profunda penumbra, solo
malograda por la luz que provenía del televisor. A veces se me cerraban
los ojos y en aquella oscuridad me alcanzaban el estruendo infernal del
ataque sioux a la caravana, los relinchos de los caballos y el griterío
de las mujeres y niños, como si todo aquello estuviera ocurriendo dentro
de un sueño. Luego me despertaban el llanto desconsolado de las viudas y
las oraciones del pastor frente a la hilera de montoncitos de tierra
culminados con rudimentarias cruces de madera bajo los que yacían los
colonos muertos. Y entonces, desde mi duermevela, me daba la impresión
de estar allí, en una de aquellas renqueantes carretas de lona blanca,
perdidas en medio de ninguna parte, oliendo el olor de la pólvora y
oyendo el silbido de las flechas arañando el aire. Pero no podía dejar
de pensar en Isa, en las palabras que nos habíamos dicho la noche antes,
en lo desacertado de mis recriminaciones, en mi voz resignándose a
hablar al contestador, pidiendo inútilmente una oportunidad. La veía
tumbada en la cama, abrazando quizá la almohada con ambas manos, sus
largos cabellos sobre la colcha, mientras escuchaba mis torpes intentos
para recuperarla, dudando si debía descolgar o no el auricular.
Aunque
no servía de mucho intentar enfrascarme en la película, pues las
secuencias de los colonos y el rastreador se alternaban con las de la
bella Liz, la hija del coronel, que se aburría en el fuerte, con tan
escasas comodidades frente a las que había disfrutado en el este, en su
añorada Boston, pero manteniendo aún a su lado a aquella vieja criada
negra, que peinaba frente al espejo esa larga cabellera que tanto
habrían apreciado los sioux y le aconsejaba sobre cómo mantener a raya
al apuesto capitán que la cortejaba. Y es que Liz me recordaba tanto a
Isa. Me parecía una Isabel decimonónica, misteriosa y escotada, con su
vestido con polisón y sus delicados modales de Nueva Inglaterra, y su
parasol para el paseo, y que leía novelas de aventuras y ansiaba
encontrar un amor duradero lejos de los oficiales que la pretendían
(pues en contra de lo deseos de su señor padre, por quien ella suspiraba
era por el rastreador de cabellos largos y chaqueta con flecos); ambas
con profundos ojos negros y labios de fresa, ambas con un abismo en la
mirada y la luna llena iluminando su tez tan pálida.
Cuando
los anuncios de colonias y automóviles y teléfonos móviles interrumpían
el film con sus enigmáticas promesas de felicidad eterna, si no me
había vencido el intermitente sueño, echaba un vistazo a la abuela,
dormida en su sillón, y me removía bajo la manta estirando un brazo para
tocarla y comprobar que respiraba. Llevaba mucho tiempo siendo muy
mayor yo ya había perdido la cuenta de sus años y sus achaques
y cuando la veía en su sillón con los ojos cerrados temía que se
hubiera muerto, hay personas a quienes la muerte les atrapa en el sueño,
y seguro que eso se da más en Navidad, de pequeño había visto una
película de un niño a cuyo abuelo le ocurría precisamente eso. Entonces
la abuela se despertaba y hacía algún comentario sobre la película (aún
dormida era capaz de seguirla bastante bien), principalmente sobre los
progresos del capitán respecto a Liz, para, al cabo de unos minutos,
reintegrarse al sueño.
Yo suponía que habría un baile, que Liz cumpliría años, y que el
coronel daría una fiesta en su honor a la que asistirían los oficiales
del fuerte y sus esposas, y así fue, aunque tardó en llegar: cuando
MacLaughlin, que así se llamaba el rastreador de largos cabellos rubios y
chaqueta con flecos (aquel civil colaborador de la compañía, que había
aprovechado su conocimiento de la lengua sioux y su buena relación con
el jefe Nube Roja para espiar a la tribu), hizo su entrada en el
pabellón donde se celebraba la fiesta, afuera en la calle ya se había
hecho de noche -el alumbrado público ya debía estar encendido- y sobre
el rostro dormido de mi abuela se explayaban impunemente los colores
cambiantes, las sombras y luces arrojadas por la pantalla. Una escueta
orquestina (piano, violines, acordeón) amenizaba la velada. Sin
demasiado entusiasmo, Liz bailaba el baile de lanceros con el capitán.
Ejecutaban sus pasos y reverencias de rigor mientras MacLaughlin
aguardaba su momento en una esquina, bebiendo ponche. Cuando los músicos
comenzaron con los valses, se acercó a ella y el capitán no pudo evitar
que le concediera un baile. Ahora sus rostros llenaban la pantalla. Liz
sonreía feliz mientras MacLaughlin la llevaba del talle por toda la
sala, bajo la mirada quizá preocupada del coronel, que acaso no aprobaba
para su hija pretendientes sin galones. Pero Liz solo tenía ojos para
MacLaughlin. Dios, cómo me recordaba a Isa, cuántas veces me había
mirado ella así, atrapándome en la espesura de sus ojos negros. Por qué
no me llamaba, por qué no venía y volvíamos a intentarlo, y olvidábamos
todo y reemprendíamos nuestro amor. Pensé: ahora le susurrará algo al
oído, ella simulará estar mareada y él le propondrá salir afuera, al
porche, y efectivamente así ocurrió: salieron al porche y se acodaron en
la baranda. La noche estaba tranquila, solo se oía el rumor del baile y
el canto indolente de los grillos. A lo lejos, en lo alto de las
torretas de madera, oscilaban las siluetas pardas de los centinelas que
hacían la guardia. Entonces pensé: ahora mirarán las estrellas y él dirá
“hace una bonita noche” y sus ojos se encontrarán de nuevo y se
besarán. Y también acerté esta vez, pero poco duró aquel beso pues de
pronto se oyeron los cascos de un caballo y las voces de los centinelas y
se vio a un soldado que irrumpía en el pabellón de oficiales,
anunciando lo que el coronel y sus hombres fatalmente ya esperaban: el
inminente ataque de los sioux.
En
efecto, los indios avanzaban a caballo, provistos de antorchas. Desde
arriba se les repelía y aunque caían como moscas, siempre surgían más,
muchos más, nadie en el fuerte había visto en toda su vida a tantos
indios juntos. Intentaban algunos trepar con cuerdas, y aunque antes de
darse el último impulso eran acribillados, otros les sustituían. El
coronel corría de un lado para otro como un poseso y sin dejar de dar
instrucciones a los oficiales buscaba también a Liz. Nada sabía el
capitán, tampoco MacLaughlin, que, demostrando que los galones no eran
indispensables para ser valiente, enseguida se había encaramado a lo
alto de una torreta, cuya posición había sufrido la baja del centinela.
Yo me había incorporado en el sofá y me preguntaba también dónde estaría
Liz, por qué no se había quedado en el pabellón, con las demás mujeres,
por qué también ella tenía que ser tan alocada.
Ahora
ya estaba completamente despierto, los efectos del vino se habían
disipado, el sonido y las imágenes que provenían del televisor llenaban
toda la habitación, no sabía si la abuela estaba despierta o dormida, la
intuía allí, muy cerca de mí, en la oscuridad, pero no podía apartar
mis ojos de la pantalla. Los indios no solo contaban con sus temibles
flechas, disponían también de rifles de repetición que algún traidor les
habría vendido. Sus antorchas lanzadas desde el exterior habían
penetrado en el fuerte: el pabellón de oficiales estaba ya ardiendo, y
las mujeres -pero Liz, ay, no estaba entre ellas-
habían formado una cadena entre el pozo y el pabellón para transportar
cubos de agua con la que apagar el fuego. Pero era inútil: los sioux
acababan de irrumpir en el fuerte y ahora atacaban desde dentro. De
pronto, entre el estrépito de las balas y el crepitar de las llamas y el
zumbido de las flechas y los gritos ancestrales de los sioux y el dolor
de los casacas azules heridos y el desesperado toque de corneta y la
sangre densa brotando de un costado de MacLaughlin y la voz rota del
coronel y el llanto de la vieja criada negra buscando a su ama, entre
todo eso, no sé cómo pude hacerlo, pero logré oír el timbre de la
puerta, llamando insistentemente.
Arrojé
la manta al suelo y de un brinco me puse en pie. Pese a la oscuridad
pude distinguir la flecha que en diagonal había atravesado a la abuela,
al menos su cabellera estaba intacta. Tuve que dar un rodeo, pues el
acceso al pasillo ya era pasto de las llamas: en la cocina, la asistenta
había derribado en su caída la tabla de plancha, a su lado crecía
indómito un charco de sangre, el microondas y el frigorífico presentaban
impactos de bala. Conteniendo la respiración para no inhalar el aire
lleno de humo, llegué al extremo del pasillo y conseguí, al fin, abrir
la puerta.
Allí
estaba: su vestido largo, su prometedor escote, sus cabellos al aire,
su tez tan pálida, el reflejo de la luna llena perviviendo aún en sus
profundos ojos negros. La abracé, la besé, mis lágrimas rodaron sobre
sus hombros desnudos, pero ella dijo: “rápido, no hay tiempo que
perder”, y tomándome de la mano nos precipitamos por las escaleras.
Había atado las riendas del caballo a la verja del portal. Montamos
rápidamente, yo a su grupa: resultó ser una experta amazona. No nos
importaron las músicas navideñas de los comercios, ni la gente ultimando
sus compras, ni las aceras atestadas, ni los coches estacionados en
doble fila, ni el semáforo en rojo, ni lo inadecuado de la hora: nos
lanzamos calle abajo, al galope, cabalgando hacia el fin de la noche,
huyendo para siempre de aquel infierno duplicado.
(c) Rafael Orihuel Iranzo, 2000.
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