Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

leer LIZ DE LAS MIL LUNAS

Es uno de los relatos más estimados por mí. Durante mucho tiempo lo envié a concursos sin ningún éxito. Otros relatos de los que estaba menos contento fueron premiados. En 2008 lo incluí, porque lo consideraba de justicia, en la recopilación DE LA DURACION DEL AMOR, que premió Caja España. El libro se puede conseguir (si las fusiones bancarias no han acabado con él) clicando en el enlace, sobre la foto de la portada, a un módico precio.


LIZ DE LAS MIL LUNAS

Llegué tarde a casa y comí lo poco que me habían dejado. Claro que luego me llené a base de fiambres y dulces navideños. Había bebido más vino que de costumbre, en parte porque aquel somontano estaba realmente bueno, pero también por todo lo que me había pasado con Isa. Así que, cuando me levanté de la mesa, el sopor me aconsejó tumbarme directamente en el sofá, colocando un par de almohadones como respaldo para la cabeza y tapándome con una manta de viaje que tenía mi padre por allí.
En casa solo estábamos mi abuela y yo, aparte de la asistenta, que planchaba en la cocina. Como de costumbre, la abuela veía la televisión, eso era lo único que hacía en todo el día, y, como siempre, la tenía a todo volumen. Al principio estuve por decirle que la bajara, pues quería dormir la siesta, pero no se me iba de la cabeza la discusión con Isa y pensé que viendo la televisión evitaría quizá torturarme más de lo aconsejable. Dejé que la abuela zapeara a gusto, manejando con su habitual pericia el mando a distancia, y casi enseguida consensuamos la visión de una película del Oeste que parecía recién comenzada.
Creo que desde niño no había vuelto a ver ningún western, y al descubrir ahora a los casacas azules cabalgando por paisajes áridos y espectrales, a la caravana de colonos vadeando el río, a los sioux, de nombres metafóricos, recelando de los rostros pálidos, al ver al rastreador amigo de los indios y al coronel de cabellos y mostacho blancos despachando con sus subordinados, con un mapa desplegado sobre el escritorio, recordé las noches lejanas en que iba con mis hermanos al cine de verano, donde las películas casi siempre eran del oeste, películas que luego revivíamos con todo detalle en nuestros juegos en casa. La habitación había quedado sumida en una profunda penumbra, solo malograda por la luz que provenía del televisor. A veces se me cerraban los ojos y en aquella oscuridad me alcanzaban el estruendo infernal del ataque sioux a la caravana, los relinchos de los caballos y el griterío de las mujeres y niños, como si todo aquello estuviera ocurriendo dentro de un sueño. Luego me despertaban el llanto desconsolado de las viudas y las oraciones del pastor frente a la hilera de montoncitos de tierra culminados con rudimentarias cruces de madera bajo los que yacían los colonos muertos. Y entonces, desde mi duermevela, me daba la impresión de estar allí, en una de aquellas renqueantes carretas de lona blanca, perdidas en medio de ninguna parte, oliendo el olor de la pólvora y oyendo el silbido de las flechas arañando el aire. Pero no podía dejar de pensar en Isa, en las palabras que nos habíamos dicho la noche antes, en lo desacertado de mis recriminaciones, en mi voz resignándose a hablar al contestador, pidiendo inútilmente una oportunidad. La veía tumbada en la cama, abrazando quizá la almohada con ambas manos, sus largos cabellos sobre la colcha, mientras escuchaba mis torpes intentos para recuperarla, dudando si debía descolgar o no el auricular. 
Aunque no servía de mucho intentar enfrascarme en la película, pues las secuencias de los colonos y el rastreador se alternaban con las de la bella Liz, la hija del coronel, que se aburría en el fuerte, con tan escasas comodidades frente a las que había disfrutado en el este, en su añorada Boston, pero manteniendo aún a su lado a aquella vieja criada negra, que peinaba frente al espejo esa larga cabellera que tanto habrían apreciado los sioux y le aconsejaba sobre cómo mantener a raya al apuesto capitán que la cortejaba. Y es que Liz me recordaba tanto a Isa. Me parecía una Isabel decimonónica, misteriosa y escotada, con su vestido con polisón y sus delicados modales de Nueva Inglaterra, y su parasol para el paseo, y que leía novelas de aventuras y ansiaba encontrar un amor duradero lejos de los oficiales que la pretendían (pues en contra de lo deseos de su señor padre, por quien ella suspiraba era por el rastreador de cabellos largos y chaqueta con flecos); ambas con profundos ojos negros y labios de fresa, ambas con un abismo en la mirada y la luna llena iluminando su tez tan pálida.
 
Cuando los anuncios de colonias y automóviles y teléfonos móviles interrumpían el film con sus enigmáticas promesas de felicidad eterna, si no me había vencido el intermitente sueño, echaba un vistazo a la abuela, dormida en su sillón, y me removía bajo la manta estirando un brazo para tocarla y comprobar que respiraba. Llevaba mucho tiempo siendo muy mayor yo ya había perdido la cuenta de sus años y sus achaques y cuando la veía en su sillón con los ojos cerrados temía que se hubiera muerto, hay personas a quienes la muerte les atrapa en el sueño, y seguro que eso se da más en Navidad, de pequeño había visto una película de un niño a cuyo abuelo le ocurría precisamente eso. Entonces la abuela se despertaba y hacía algún comentario sobre la película (aún dormida era capaz de seguirla bastante bien), principalmente sobre los progresos del capitán respecto a Liz, para, al cabo de unos minutos, reintegrarse al sueño.
    Yo suponía que habría un baile, que Liz cumpliría años, y que el coronel daría una fiesta en su honor a la que asistirían los oficiales del fuerte y sus esposas, y así fue, aunque tardó en llegar: cuando MacLaughlin, que así se llamaba el rastreador de largos cabellos rubios y chaqueta con flecos (aquel civil colaborador de la compañía, que había aprovechado su conocimiento de la lengua sioux y su buena relación con el jefe Nube Roja para espiar a la tribu), hizo su entrada en el pabellón donde se celebraba la fiesta, afuera en la calle ya se había hecho de noche -el alumbrado público ya debía estar encendido- y sobre el rostro dormido de mi abuela se explayaban impunemente los colores cambiantes, las sombras y luces arrojadas por la pantalla. Una escueta orquestina (piano, violines, acordeón) amenizaba la velada. Sin demasiado entusiasmo, Liz bailaba el baile de lanceros con el capitán. Ejecutaban sus pasos y reverencias de rigor mientras MacLaughlin aguardaba su momento en una esquina, bebiendo ponche. Cuando los músicos comenzaron con los valses, se acercó a ella y el capitán no pudo evitar que le concediera un baile. Ahora sus rostros llenaban la pantalla. Liz sonreía feliz mientras MacLaughlin la llevaba del talle por toda la sala, bajo la mirada quizá preocupada del coronel, que acaso no aprobaba para su hija pretendientes sin galones. Pero Liz solo tenía ojos para MacLaughlin. Dios, cómo me recordaba a Isa, cuántas veces me había mirado ella así, atrapándome en la espesura de sus ojos negros. Por qué no me llamaba, por qué no venía y volvíamos a intentarlo, y olvidábamos todo y reemprendíamos nuestro amor. Pensé: ahora le susurrará algo al oído, ella simulará estar mareada y él le propondrá salir afuera, al porche, y efectivamente así ocurrió: salieron al porche y se acodaron en la baranda. La noche estaba tranquila, solo se oía el rumor del baile y el canto indolente de los grillos. A lo lejos, en lo alto de las torretas de madera, oscilaban las siluetas pardas de los centinelas que hacían la guardia. Entonces pensé: ahora mirarán las estrellas y él dirá “hace una bonita noche” y sus ojos se encontrarán de nuevo y se besarán. Y también acerté esta vez, pero poco duró aquel beso pues de pronto se oyeron los cascos de un caballo y las voces de los centinelas y se vio a un soldado que irrumpía en el pabellón de oficiales, anunciando lo que el coronel y sus hombres fatalmente ya esperaban: el inminente ataque de los sioux.
En efecto, los indios avanzaban a caballo, provistos de antorchas. Desde arriba se les repelía y aunque caían como moscas, siempre surgían más, muchos más, nadie en el fuerte había visto en toda su vida a tantos indios juntos. Intentaban algunos trepar con cuerdas, y aunque antes de darse el último impulso eran acribillados, otros les sustituían. El coronel corría de un lado para otro como un poseso y sin dejar de dar instrucciones a los oficiales buscaba también a Liz. Nada sabía el capitán, tampoco MacLaughlin, que, demostrando que los galones no eran indispensables para ser valiente, enseguida se había encaramado a lo alto de una torreta, cuya posición había sufrido la baja del centinela. Yo me había incorporado en el sofá y me preguntaba también dónde estaría Liz, por qué no se había quedado en el pabellón, con las demás mujeres, por qué también ella tenía que ser tan alocada.
Ahora ya estaba completamente despierto, los efectos del vino se habían disipado, el sonido y las imágenes que provenían del televisor llenaban toda la habitación, no sabía si la abuela estaba despierta o dormida, la intuía allí, muy cerca de mí, en la oscuridad, pero no podía apartar mis ojos de la pantalla. Los indios no solo contaban con sus temibles flechas, disponían también de rifles de repetición que algún traidor les habría vendido. Sus antorchas lanzadas desde el exterior habían penetrado en el fuerte: el pabellón de oficiales estaba ya ardiendo, y las mujeres -pero Liz, ay, no estaba entre ellas- habían formado una cadena entre el pozo y el pabellón para transportar cubos de agua con la que apagar el fuego. Pero era inútil: los sioux acababan de irrumpir en el fuerte y ahora atacaban desde dentro. De pronto, entre el estrépito de las balas y el crepitar de las llamas y el zumbido de las flechas y los gritos ancestrales de los sioux y el dolor de los casacas azules heridos y el desesperado toque de corneta y la sangre densa brotando de un costado de MacLaughlin y la voz rota del coronel y el llanto de la vieja criada negra buscando a su ama, entre todo eso, no sé cómo pude hacerlo, pero logré oír el timbre de la puerta, llamando insistentemente.
Arrojé la manta al suelo y de un brinco me puse en pie. Pese a la oscuridad pude distinguir la flecha que en diagonal había atravesado a la abuela, al menos su cabellera estaba intacta. Tuve que dar un rodeo, pues el acceso al pasillo ya era pasto de las llamas: en la cocina, la asistenta había derribado en su caída la tabla de plancha, a su lado crecía indómito un charco de sangre, el microondas y el frigorífico presentaban impactos de bala. Conteniendo la respiración para no inhalar el aire lleno de humo, llegué al extremo del pasillo y conseguí, al fin, abrir la puerta.
Allí estaba: su vestido largo, su prometedor escote, sus cabellos al aire, su tez tan pálida, el reflejo de la luna llena perviviendo aún en sus profundos ojos negros. La abracé, la besé, mis lágrimas rodaron sobre sus hombros desnudos, pero ella dijo: “rápido, no hay tiempo que perder”, y tomándome de la mano nos precipitamos por las escaleras. Había atado las riendas del caballo a la verja del portal. Montamos rápidamente, yo a su grupa: resultó ser una experta amazona. No nos importaron las músicas navideñas de los comercios, ni la gente ultimando sus compras, ni las aceras atestadas, ni los coches estacionados en doble fila, ni el semáforo en rojo, ni lo inadecuado de la hora: nos lanzamos calle abajo, al galope, cabalgando hacia el fin de la noche, huyendo para siempre de aquel infierno duplicado.
(c) Rafael Orihuel Iranzo, 2000.

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