Últimamente
la lectura desordenada, por instinto, sin someterme a listas ni
cánones, me proporciona insospechados placeres. Y el placer es
doble: el de encontrar, donde uno no esperaba nada, una lectura
interesante, emocionante incluso, y el de disfrutar de la magia de
lo imprevisible, de saber que en nuestro mundo de esclavitudes
tecnológicas, en el que todo parece funcionar a base de algoritmos
que nos predicen, todavía hay un sitio para lo inesperado, y que aún
podemos dejarnos llevar por la ciega deriva de los días.
La
cosa fue así: íbamos a ir a Budapest, uno de esos viajes de tres o
cuatro días por Europa en esta u otra capital que rompen la
monotonía de las semanas. En la sesión semanal de yoga que hacemos
unos pocos vecinos del bloque donde vivimos comenté que por causa de
ese viaje no estaríamos presentes el siguiente lunes. Uno de ellos,
Guillermo, persona inquieta y gran conversador, me habló de Los
muchachos de la calle Pál, una obra de literatura juvenil del
húngaro Ferenc Molnár que afirmaba haber leído varias veces y de
la que yo nada sabía. La novela, leída por generaciones de húngaros
desde su publicación en 1907, tiene por escenario las calles de
Budapest y un amigo o conocido suyo, mientras paseaba por esas calles
hace unos años encontró por casualidad a sus personajes (los
muchachos a los que se refiere el título) representados en una
serie de esculturas en un callejón.
Picado
por la curiosidad ante algo que no había visto en la información
turística consultada antes del viaje, busqué en Internet, y no
tardé en encontrar el famoso grupo escultórico; esas esculturas
urbanas de hierro de tamaño natural ancladas al suelo sin pedestal,
con la espontaneidad de un viandante cualquiera, y que se ven ahora
en muchas ciudades: personajes de otra época que han escapado del
tiempo. No contento con verificar lo que mi vecino me había contado,
la víspera del viaje busqué el libro en el Kindle. No estaba en
español, pero sí lo encontré en italiano: I ragazzi della via
Pal. No creo que llegue a renegar nunca del rito sagrado del
libro de papel, pero debo reconocer que la posibilidad de tener a tu
alcance en pocos segundos el libro que deseas no es menos mágica.
Esa misma noche empecé a leerlo.
Ni qué
decir tiene que al llegar a Budapest localicé la calle Pál a través
de la app Maps del móvil, y vi que estaba en Pest, la parte más
poblada y extensa de la capital húngara, y que no quedaba demasiado
lejos del hotel. Por lo que había visto en las fotos la Pál utca
era de apariencia similar a las calles que transitábamos en nuestros
paseos, de modo que pensé que tarde o temprano me tropezaría con
ese grupo escultórico que representa a unos chicos que salen del
colegio y juegan a las canicas, con sus carteras por el suelo. No
fue así y la víspera de nuestro regreso, después de cenar,
arrastré a mi mujer por las calles del barrio de Józsefváros,
siguiendo con una confusión creciente las indicaciones del Maps, con
esos absurdos “diríjase al nordeste” de difícil observancia si
no llevas contigo una brújula. Tras cuarenta minutos de dar vueltas
sin encontrar la dichosa calle Pál, mi mujer me conminó a que la
acompañara al hotel y que si quería pasarme la noche dando vueltas
Budapest, que lo hiciera, pero que ella quería dormir. La dejé en
el hotel y quince minutos después, regresé yo también a nuestro
confortable hotel.
Por
supuesto, no me di por vencido. A las siete y media del lunes, último
día de nuestra estancia en Budapest, mientras mi mujer aún dormía,
me vestí y salí a la calle. Antes había trazado la ruta adecuada
sobre el plano que en el hotel nos habían proporcionado. Donde la
tecnología digital no había sabido llevarme me llevaría un simple
pedazo de papel con una serie de flechas garrapateadas con el
bolígrafo. Tras veinte minutos de marcha a buen paso (la mañana en
Pest era más bien fría) llegué a la calle Pál sintiendo una
emoción indescriptible, y eso que del libro apenas había tenido
tiempo de leer un cinco o diez por ciento (los lectores de libro
electrónico, al menos del Kindle, ya sabrán que la página es un
concepto voluble, en realidad algo de otra época, y que en el
extraño mundo digital se ve sustituido por porcentajes). Allí,
donde se erigen los viejos edificios de piedra de la estrecha calle
había ubicado en 1907 Ferenc Molnár la serrería con su descampado
donde a la salida de sus clases en el instituto jugaban a la guerra
los muchachos. Pero no había ninguna escultura. Tampoco la había en
la Maria utca, la calle perpendicular, que la novela menciona a
menudo pues el descampado era accesible por las dos calles.
Menos
mal que en mi rechazo a lo digital no cometí el error de dejarme el
móvil. Empezaba ya a ser no un mero capricho sino una necesidad
vital encontrar esas esculturas callejeras que representaban unos
personajes de ficción que sin embargo me parecían dotados de una
realidad más potente que los edificios y las tiendas del barrio de
Józsefváros por las que transitaba. No, no podía irme de Budapest
sin verlas. Una rápida consulta en Internet me sacó del engaño: el
monumento a los muchachos de la calle Pál no está en la calle Pál,
sino en otra cercana, a tres o cuatro minutos: la Prater utca. Había
que cruzar una avenida, la József körut (los nombres en esa zona de
Pest son de personajes evangélicos: la calle de María, la calle de
Pablo -Pal es Pablo en húngaro-, la avenida de José...). Y por fin
encontré a los muchachos, delante de un colegio o instituto, no sé
si porque es aquí donde situó Molnar el instituto donde estudian
Boka y Franz Ats y todos los otros (aunque en la novela nunca da el
nombre de la calle donde se sitúa), o porque la fachada del colegio
queda unos tres metros retirada de la alineación de la calle, cosa
que no ocurre en la calle Pál, de estrechas aceras, de manera que
ese era un emplazamiento idóneo para el grupo. Seguramente lo
explicaría la placa que hay en una pared, pero está escrita
solamente en húngaro, esa lengua imposible. Me daba un poco de
vergüenza exhibir en público mi admiración por un monumento al que
ningún viandante prestaba atención, y tampoco había ningún
turista por aquella zona, bastante alejada de las atracciones
oficiales de la ciudad, así que esperaba a que no pasase nadie para
hacer fotos con el móvil: cuando Pilar despertase vería mi
inevitable selfie acreditando que había encontrado a los muchachos.
¿Era
toda esta peripecia fotográfica un anticipo del placer, y más que
placer, emoción, que me iba a proporcionar la lectura de Los
muchachos de la calle Pál? Podía haber sido una lectura
decepcionante, haberme enfrentado a un texto cursi, moralista, con
pretensiones educativas, de difusión de los tan manidos “valores”,
en cuyo caso mi empeño en ver esta atracción turística menor
habría resultado más bien ridículo, amén de absurdo, pues supongo
que para un turista comme il faut, de
esos que se ponen como objetivo Ver Todo Lo Que Hay Que Ver
debe de ser una monstruosidad no visitar el parlamento y en
cambio empeñarse en ver estas esculturas que en términos artísticos
no tienen nada especial y que ya ni siquiera resultan originales. En
fin, confieso que he hecho otras expediciones literarias, como
recorrer las calles de Palafrugell que menciona Pla en El Quadern
Gris, o visitar en Suiza el sanatorio mental donde acabó sus días
Robert Walser. Lo novedoso de esta ocasión era que la realizara sin
conocer nada sobre el autor. Y en aquellas, y en otras ocasiones
(como la más reciente, antes de la de Budapest: la búsqueda de la
casa en Madrid donde se suicidó Larra) se trataba de un autor, de
una persona real, y no de unos personajes literarios. Sí, había
corrido un riesgo, pero valió la pena y al placer de leer ese libro
he añadido el de saber de qué hablaba cuando mencionaba esas
calles, y el de reconocer la escena (porque es una escena
identificable de la novela) que representa el grupo escultórico.
Quizá
calificar la obra de Molnár de literatura juvenil sea injusto. Desde
luego, sin una recomendación directa como la que recibí, solo con
esa etiqueta no me hubiera decidido a leer la novela. Juvenil lo es
por sus protagonistas, unos chicos que salen de clase y buscan un
solar para jugar, disfrutando orgullosamente de toda esa liturgia
militar de banderas, saludos, toques de corneta, media vueltas,
rangos, hojas de servicios, etc. Pero que más allá de la anécdota
de la rivalidad entre las dos bandas (los muchachos de Boka y los
camisas rojas de Franz Ats) y de la minuciosa narración de la
batalla final, con su gran héroe incluido, en las páginas de Los
muchachos de la calle Pál hay
un muy detallado estudio de sentimientos, de valores, de
comportamientos, y un formidable grado de conocimiento del ser
humano: la valentía, la disciplina, la traición, la envidia, la
incomprensión, la rabia, el dolor...
Dudo que esa novela, tal como está escrita pudiera haberse publicado
tras la primera guerra mundial. En 1907, tal vez con grandes dosis de
ingenuidad por parte del autor, todavía podía idearse una trama
como esta en la que esos chicos se entregan casi religiosamente a los
supuestos valores de la milicia. Los dos líderes, admirados por su
tropa, tienen el empeño de ser justos, de dar ejemplo a los suyos.
En la derrota se muestran honrosos y dignos y en la victoria son
clementes con el enemigo. La guerra es una competición noble, regida
por reglas que hay que respetar. El derrotado admira la valentía y
la determinación del vencedor, y este rechaza humillar al derrotado.
Claro, en 1907 aún no había armas químicas, ni existían los
aviones de combate, ni se atentaba contra la población civil, ni se
había puesto en marcha una industria de guerra como la que impulsó
la Gran Guerra.
La
representación de lo bélico y los valores de la milicia en Los
muchachos de la calle Pál me
recuerda a la de la película La gran ilusión (La
grande illusion,Jean Renoir, 1937), sobre todo el personaje que encarna Eric Von
Stroheim. La ilusión es la misma, la guerra como un ejercicio
noble, casi un deporte; pero las diferencias son obvias: los
muchachos creen en ese mundo, lo ven como un modelo real, un mundo
propio por el que se puede llegar a entregar la propia vida y que los
mayores respetan. Llama la atención la libertad de la que gozan esos
muchachos al salir de clase, sin restricciones de sus padres, que les
dejan crear ese mundo propio y disponer sin límite de ese tiempo y
ese territorio para sus juegos. Y hasta la tragedia que esconde el
libro es acogida por los mayores con desoladora resignación, como si
el solar de la vieja serrería de la calle Pál fuera realmente una
patria por la que se debe dar la vida. Sí, en los inicios del siglo
XX aún podía tener sentido el famoso discurso de Don Quijote sobre
la carrera de las armas y la de las letras. Pero en 1937, tras los
estragos brutales de una guerra como la que estalló en 1914, la
película de Renoir representaba, como bien dice su titulo, una
ilusión, y aún peor: una provocación y un peligro en vísperas del
nuevo conflicto que no tardaría en estallar. No hablo en broma: una
película como esa, que ahora podemos ver con una sonrisa y que en
2019 puede resultar naíf, en Alemania, Italia y Francia fue
prohibida, y
Goebbels,
ministro de propaganda del Reich, llegó a declararla “enemigo
público cinematográfico número 1”.
Mientras
leía la novela, y recordando las atrocidades vistas en Budapest (la
visita al gueto y esa otra escultura, la de los zapatos junto al
Danubio) pensaba en lo que llegó después de que Ferenc Molnar la
escribiera, en todo lo que ocurrió después de 1907 en Hungría y en
el mundo: la derrota de Alemania y sus aliados en la Gran Guerra, la
disolución del Imperio Austrohúngaro, el tratado de Trianón (por
el que Hungría perdió dos tercios de su territorio), y luego la
Segunda Guerra Mundial en la que la Hungría se alió con Alemania,
primero bajo el régimen del almirante Horthy y luego, desde finales
de 1944, bajo el mando de Ferenc
Szálasi
y el Partido de la
Cruz Flechada, de inspiración nazi, que provocó cuando ya tenían
la guerra prácticamente perdida la deportación de numerosos judíos
húngaros, los miles de muertos en el gueto de Budapest y los judíos asesinados a tiros y arrojados al Danubio. Y pensaba si esa adoración
al líder, esa comunión patriótica que los muchachos exhiben, ese
amor absoluto a su solar patrio no estaba de algún modo prefigurando
el caldo ideológico del nazismo, si en el descampado entre las
calles Pál y Maria no se vive intensamente el lema “ein Volk, ein
Reich, ein Führer”. Sí, confieso que esa fue mi primera
impresión, y simplificando mucho podría decir: esta es una obra que
anticipa el fascismo, o preguntarme ¿cuántos lectores de este libro
no acabarían afiliándose a la Cruz Flechada, y participando de sus
crímenes? Pero esa fue solo una impresión fugaz y superficial, no
solo porque la trayectoria del autor lo desmiente (Molnár era judío,
y escapó a principios de la 2ª guerra mundial a los Estados Unidos)
sino, sobre todo porque el joven general Boka, aclamado por su tropa,
exhibe el mejor sentido de la “auctoritas” romana, su poder
deriva de ella y no de la “potestas”: es un líder justo, dotado
de una enorme humanidad, como se ve hacia el final de la novela, en
algún pasaje de alta emotividad, y que siente que su victoria en la
batalla es en realidad una derrota, por el alto precio que ha pagado,
y que las guerras no sirven para nada, reflexión que me lleva a
acordarme de una de esas píldoras de sabiduría que el gran Pessoa
nos dejó en su Libro del Desasosiego, esa que comenté en mi
anterior entrada del blog. Sí, toda victoria es una grosería.