Aunque
la llamada cuestión catalana no es nueva, sino que se ha mantenido
vida durante décadas e incluso siglos, en los últimos diez años ha
experimentado un considerable auge, provocando en toda España, pero
como es lógico más en la propia Cataluña, una creciente
confrontación política e ideológica. El arranque de esta fase de
tremenda agitación, que ha traspasado claramente la esfera de la
política, se puede situar a partir de la aprobación del nuevo
estatuto de autonomía, en 2006. Pero incluso antes de ello: recuerdo
con qué interés seguía yo, antes de vivir en Cataluña, en 2003 y
2004, ese movimiento de intelectuales que decepcionados con el
tripartito -creían que los socialistas se distanciarían de los
gobiernos de CiU y su inflamación nacionalista- promovieron un
movimiento político para articular una respuesta a ello, y que dio
origen al que hoy es uno de los principales partidos catalanes:
Ciutadans. A veces, la excitación mental que me ha provocado este
fenomenal debate de ideas (alimentado por la lectura casi obsesiva de
cientos de artículos de opinión en la prensa) aunque las más de
las ocasiones, más que de ideas, de visiones y sentimientos, se
me ha hecho insoportable. Como muchos ciudadanos que residen aquí
el tema, el asunto, lo tenía siempre ahí, a flor de piel. El ruido
ha sido y es ensordecedor. Vivir momentos de cambio histórico como
los que vive España, y muy especialmente Cataluña, puede ser muy
interesante y a ratos también emocionante, pero también es
agotador. Recuerdo haber experimentado en algún momento de la
transición, hacia 1977, una incomoda sensación de vértigo
histórico, de decirme a mí mismo, qué pasará, a dónde vamos,
qué país me espera, por qué he tenido que nacer en España.
Entonces tenía 20 años y mi posición ideológica, muy volátil
tras la desorientación que provocaba el haber vivido mis diecisiete
primeros años bajo la anestesia política del franquismo, aún no
estaba fijada (maduró por fin, al menos así lo sentí yo, con los
hechos del 23 de febrero del 81); ahora es distinto. Sé lo que soy,
lo que pienso, lo que creo y lo que siento, pero esa especie de
desamparo, de miedo ante el futuro (con el añadido, y hasta el
remordimiento, de la preocupación por el mundo que les voy a dejar a
mis hijos, que creo será peor y ojalá me equivoque), de asombro
ante lo fácilmente que este país puede dar un terrible traspiés,
es el mismo que entonces.
Lo
que pretendo con estas notas es trazar un mapa de esa agitación, un
mapa y un inventario de lo que percibo, y no para defender ni
denigrar ninguna ideología ni posición ni aspiración, sino para
orientarme yo mismo en esta selva. Obviamente, sé cuál es mi
posición, mi aspiración y mis sentimientos, pero quiero
desmenuzarlos, deconstruirlos e interrogarlos, someterlos a la
razón, sin dar por sentadas las conclusiones a las que llegue, si es
que llego a alguna.
Tampoco
busco convencer a quien pueda leer esto. Busco saber, libre de
creencias y lugares comunes. Indagarme a mí mismo, tal vez, como
un Michel de Montaigne en la soledad de su torre.
Me
pregunto qué es "ser" de un sitio. Qué es decir, por
ejemplo, “soy valenciano” o “soy español”. ¿Haber vivido
o nacido en ese lugar y ese país? ¿Ser hijo de padres valencianos o
españoles? ¿Comprender la manera de ser, eso que supuestamente
reducimos a una serie de rasgos más o menos comunes? Es difícil
decirlo, y sin embargo, cuando a uno le preguntan, sabe qué
responder, con rotundidad. Si, tras diez años residiendo en
Cataluña (y sabiendo que tener aquí mi domicilio y pagar aquí mis
impuestos me convierte civil y administrativamente en catalán), me
preguntan si soy catalán, mi respuesta será no, y no creo que esa
respuesta cambie, aunque acabe mis días en esta bendita tierra y
llegue, Dios lo quiera, a una edad avanzada. Porque si dijera que
no mentiría, pues no me siento catalán, por mucho que aprecie
muchas cosas de eso que comúnmente se identifica con el "ser
catalán", y mentiría porque siento, como algo completamente
natural, que eso que conozco y aprecio, y reconozco y me puede hacer
sentir bien cuando me encuentro entre catalanes, y que no rechazo, es
en realidad ajeno a mí. Y porque ese sentimiento no sé si toleraría
otros que se presentan como contrarios a él.
Hace
unos años, en cuanto había oportunidad de hacerlo, me gustaba
ponerme a hablar, medio en broma medio en serio (remedando quizá el
título de esa maravillosa novela de Goethe, Las Afinidades
Electivas) de las "identidades electivas". Imaginaba unos
estados no nacionales, sin más identidad que las leyes que los
rigen (estados de ciudadanos strictu
senso),
en los que esos ciudadanos escogían libremente, no por costumbre ni
obligación, sino por puro amor o gusto, como quien se hace un
tatuaje o modela un estilo de vestir, su o sus identidades. Yo mismo
suelo bromear (pero la broma es la coraza para que no se rían de mí
o me llamen chalado) con que soy algo británico/inglés (y no sólo
porque admiro muchas cosas de ese país, y no sería yo mismo sin
toda la música británica que he escuchado y amado, sino porque
algunos rasgos de mi carácter los identifico como típicamente
ingleses: cierta reserva, algo de flema, mi repulsa a compartir en
las relaciones sociales cosas demasiado íntimas, sin contar la
cultura británica, cierto conservadurismo y gusto por los buenos
modales), y desde que hace unos años, estando en Sicilia, y viendo
en un puesto callejero, unos libritos que me apetecía leer y
entender, sentí un repentino deseo de conocer la lengua italiana
(un claro ejemplo de elección, claramente sentimental, de una
identidad que no era la mía pero ya lo es), me da por decir a veces
que me considero un poco italiano. En definitiva, uno es lo que
quiere ser, igual que uno habla en la lengua que le da la gana, y
me parece un sano ejercicio de libertad el aspirar a que salga del
ámbito de la política esa pretensión de conformar la sociedad, de
modelarla en vez de limitarse a respetarla y entenderla, gobernando
el país, haciéndolo más libre y justo, pero sin pretender cambiar
su sociedad con su ideología. Y sin embargo veo todos los días,
con asombro, que los políticos dedican enormes esfuerzos a promover
los sentimientos autoidentitarios de la sociedad a la que pertenece
el pueblo que los elige, y lo hacen muchas veces con el
consentimiento y hasta el aplauso de buena parte de estos.
Pero
volvamos al tema. Mis identidades llamémoslas naturales son las de
español y valenciano. Uno se acostumbra a ser reconocido así, y
sin entusiasmo pero tampoco con pesar (nada que ver con la frase de
Borges en Funes
el memorioso,
más fácilmente imaginable en un escritor identificado como español
que como catalán: "mi deplorable condición de argentino me
impedirá, etc.), con "naturalidad" lo asume. Lo cual no
quiere decir que no critique, y deplore, mil cosas que se identifican
como propias del modo de ser español y valenciano: el modo de ser
ruidoso, el nefasto orgullo, la exageración, la grosera
improvisación y pragmatismo valencianos... Pero entonces, ¿qué
queda de mi identidad natural? Pues no lo sé muy bien, puesto que
en realidad critico mucho lo español y lo valenciano (quizá como
quien critica a su propia familia, pero ay de quien lo haga desde
fuera de ella... ), y llevo mal salir al extranjero y encontrarme con
otros españoles y no sé qué es en realidad lo positivo de ambas
identidades (¿la imaginación?, ¿la vitalidad?, ¿la generosidad?),
supongo que al final identidad es lo que uno no nota, lo que no sabe
discernir, lo que le hace sentirse en casa. Pero quizá lo que me
hace no rechazar esas identidades (siempre que no se me imponga
ninguna insoportable monogamia identitaria) es que las entiendo y
conozco muy bien y me oriento perfectamente en ellas, sin sentirme
coartado, ni limitado, pues puedo salir de ellas cuando lo deseo, y
buscar más allá de esos códigos que imponen las identidades y los
identitarios, riéndome un poco de su frecuente cortedad de miras. No
las siento como identidades limitadoras ni enfrentadas a nada ni a
nadie.
Pero,
¿qué me sucede con la identidad catalana? ¿Por qué, pese a
vivir y trabajar aquí, y sentirme bien en esta tierra, sé que no
me hará gracia que alguien me llame catalán, como no soporto que
cambien mi nombre por ese Rafel
que hasta me daña al oído? Y además reconociendo que muchas cosas
de lo catalán sinceramente me gustan (y a quién no, me pregunto),
sobre todo ese admirable sentido de la organización, esa
pretensión de hacer las cosas bien hechas, sin buscar atajos
ingeniosos, esa seriedad en el trato. La respuesta que primero me
viene a la mente es: porque la identidad catalana exige una adhesión
cuasi sagrada a sí misma y está dispuesta, a la mínima, a lanzar
el anatema de “lo anticatalán”. Así como uno se puede
considerar, qué sé yo, un poco andaluz o navarro o gallego, tras
vivir diez años en Andalucía, o en Navarra o en Galicia, no se
puede ser catalán a la ligera. Supongo que habrá catalanes que con
toda convicción dirán que pueden compatibilizar muy bien su
identidad catalana con otras, incluso la española, pero desde fuera
(y desde fuera a veces se ven mejor las cosas que desde dentro) uno
se encuentra todos los días y cada día más con una identidad
catalana altamente recalentada, que no le basta con expresarse
libremente (y a fe mía que se expresa con mucho empeño) sino que
necesita afirmarse contra. Contra España y lo español,
naturalmente. ¿Y por qué? ¿Por qué la identidad catalana exige un
ser tan distinto a las otras? ¿Por qué precisa construir un espacio
distinto a los otros, cerrado sobre sí misma, justamente cuando en
el resto de Europa, y ya no digamos en España, se da el movimiento
contrario?
En
una sociedad democrática, con libertades individuales garantizadas y
donde la política no pretenda conformar la sociedad a ninguna
ideología o identidad, limitándose a conocerla y corregir las
desigualdades sociales, y por supuesto mantener los valores
democráticos que la sustentan, se pueden mantener identidades
diversas sin conflicto entre unas y otras, sabiendo, eso sí, que los
estados nacionales son fruto de la historia, y que la tendencia
natural de esta, en la era de las comunicaciones instantáneas y
globales, será la de progresivamente desnacionalizarlos, cediéndose
por un lado soberanía entre unos y otros, pero por otro consiguiendo
ser espacios no de nacionales -de españoles, franceses, bretones o
catalanes- sino de personas que se identifiquen entre sí no por sus
orígenes nacionales o raciales, o sus religiones, sino por sus
valores ciudadanos compartidos, hasta conseguir grandes espacios de
leyes justas, solidaridad y protección social y respeto al
individuo, espacios donde estos se puedan mover con libertad, y que
requieren ser grandes para protegerlo de las amenazas en sentido
contrario: el integrismo religioso (tan teñido de nacionalismo) y el
populismo, que convierte a los individuos en súbditos de una idea o
productos de la publicidad.
Pero
quizá me esté adelantando. Estábamos con el identitarismo catalán.
Después de diez años de vivir aquí observo que es un identitarismo
muy exigente, se exhibe con orgullo (banderas en los balcones,
pegatinas en los coches, públicas exhibiciones colectivas donde no
es difícil ver gente literalmente envuelta en sus banderas,
interacción con lo deportivo, particularmente con el barcelonismo...
), y sobre todo se le sitúa en un punto más allá de toda discusión
posible, como si de un dogma religioso se tratase. Pero los que con
más entusiasmo se aferran a él, llamándose nacionalistas, cometen
sin embargo un grave exceso, pues se muestran incapaces de imaginar
al resto de la humanidad no sujetos a un sentimiento identitario,
aunque distinto, igual de exigente y comprometido que el que ellos
sustentan. Y así, cuando en el resto de España se critica el
nacionalismo catalán inmediatamente se contesta con acusaciones de
nacionalismo español, como si fueran idénticos en su intensidad y
su configuración compacta y hasta sagrada, y hasta se identifica la
racional preferencia de tantos españoles porque pese a la diversidad
de sus territorios se mantenga la integridad territorial del Estado,
con una muestra de nacionalismo. Es innegable que existe un
nacionalismo español como lo existe el norteamericano y el alemán.
Y sin embargo no creo que haya que pensar mucho para ver enseguida
las diferencias entre el nacionalismo catalán y el español:
Nacionalismo
catalán:
no
ha dejado de expandirse en los últimos cuarenta años, explotando
con habilidad los naturales sentimientos de pertenencia, y creando
con gran empeño e indudable éxito la sensación de que el catalán
es un pueblo incomprendido, envidiado, despreciado y hasta
perseguido, y que todos sus males derivan de los ultrajes que a lo
largo de la historia les ha provocado España.
se
le queda corto el territorio, y tiene siempre en la recámara,
buscando el momento propicio para impulsarlo, su proyecto de Països
Catalans,
que a modo de recordatorio muestra todos los días la televisión
autonómica, so pretexto de informar sobre el tiempo.
ha
marcado los límites entre lo catalán y lo no catalán en muchos
ámbitos sociales
Nacionalismo
español:
no
ha dejado de retroceder, desde la muerte de Franco. El abuso
nacionalista durante la dictadura, muy unido al catolicismo (creando
ese engendro llamado nacionalsocialismo), ha llevado tanto a uno
como otro a sus horas más bajas.
el
otrora vibrante nacionalismo español se ha visto muy mermado con la
integración en Europa, y al contrario que en otros países europeos
no hay movimientos políticos significativos, eminentemente
nacionalistas, que defiendan salir de Europa.
no
tiene, quitando reivindicaciones trasnochadas como el viejo
“Gibraltar Español”, enemigos declarados que lo reafirmen.
Hablo
de nacionalismo como una expresión política que exacerba los
sentimientos identitarios y que en el fondo, aunque se pase de
puntillas sobre este extremo, postula que la nación es más
importante que las personas, y que en Cataluña ha conseguido (yo lo
he oído ya en la calle en alguna ocasión) que haya quien diga que
abraza el independentismo pensando no en sí mismo, ni en sus hijos,
para quien no será un camino de rosas, sino en sus nietos. Por otra
parte, si nos fijamos bien, el nacionalismo hace una segregación
entre los ciudadanos, al fijar ese sentimiento identitario exacerbado
como motor de su acción política, como diciendo “seremos el
gobierno de los findanleses” (o de los hutus, o de los vascos), y
toda nuestra acción se va a centrar en nosotros, en los que somos y
sentimos de forma similar (y a quien no lo sea ni se sienta como
nosotros, le aceptaremos si quiere integrarse). Bien mirado, ¿no es
esto tan absurdo como si hubiera ideologías políticas, con sus
partidos, centradas solo en los varones, o en las mujeres, o en los
homosexuales, o en los cristianos, o en los ateos, o en la raza blanca? Es decir, por importante que sea, se toma
solo una parte de una sociedad que sabemos que es muy diversa y
compleja, y se busca una política que la complazca y defienda a esa
parte, principal y mayoritaria, frente a todo lo demás que no se
“identi”-fica con esos mismos valores. El nacionalismo, en
definitiva, practica un corte en la sociedad de lo que llama “su”
nación. Sí, ya sé que ese binomio “una nación/un estado” ha
sido el principio activo durante siglos para la creación de muchos
estados, y que aun sigue vigente, y también sé de la incapacidad de
los nacionalistas para imaginar algo distinto y hasta creer que ese
esquema, que ignora la complejidad social actual y supedita el
individuo a una nación, es el único posible. Porque que los poderes
públicos de un estado moderno intenten preservar la unidad de ese
estado, máxime cuando su constitución, democráticamente aprobada
por la ciudadanía, obliga a ello, no puede confundirse con una
manifestación de nacionalismo, sino de legalidad. El nacionalismo
se practica hacia dentro, buscando compactar más la sociedad, en
torno a unos ideales y una historia, y unas supuestas características
comunes o supuestos hechos diferenciales, que considera más
importantes que la amplia identificación con valores ciudadanos,
pero también se practica hacia afuera, pues sin un enemigo exterior
el nacionalismo pierde consistencia. El nacionalismo catalán lo
tiene fácil: solo tiene que mirar a España (obviando que Cataluña
es parte de ella) y considerarla responsable de todos los males de su
oprimida patria. El nacionalismo español lo tiene más complicado.
Ya no puede decir que Europa no nos entiende, y no parece que haya
muchos ciudadanos preocupados por agresiones externas, dispuestos a
tomar al asalto Gibraltar o a dar una lección a los moros que nos
amenazan Ceuta y Melilla. Y, por otra parte, ya quisiera España
tener en su seno una identidad tan compacta como la catalana, que,
quitando quizá el valle de Aran, y el llamado “cinturón rojo"
de Barcelona, extiende "transversalmente" (este es uno de
sus vocablos favoritos) sus tradiciones y “señas” casi
uniformemente por todo el territorio catalán, y si les dejan (pues
la reivindicación de los Països Catalans está ahí, como he dicho,
aguardando discretamente), incluso fuera de él.
Pero
aquí la pregunta es evidente: ¿Por qué la visión nacionalista
tiene tanto éxito en Cataluña? Y la respuesta inmediata a esa
pregunta es una lista de sustantivos que comparten el adjetivo propio
y propia: historia propia, lengua propia, tradiciones propias,
sentimientos propios. Pero otros territorios integrantes de España
también tienen esa triada (Galicia, Baleares, Valencia... -El País
Vasco es un caso distinto que merece un estudio aparte-) y sin
embargo aunque cada uno de esos territorios cuentan con habitantes y
grupos sociales y políticos autodenominados nacionalistas, sus
propios nacionalismos (hermanados con el catalán en el caso
valenciano y balear) ni de lejos son tan pujantes y potentes como el
catalán.
De
modo que la causa no puede ser esa solamente, yo creo que es más
compleja, y no es tanto la existencia de ese triunvirato
lengua-tradiciones-historia, como la hábil utilización del mismo
por los políticos (el franquismo ayudó, desde luego, con su nefasto
nacionalismo español, creando un profundo malestar en territorios
como el catalán), que se emplean a fondo para mantener vivos los
agravios de otras épocas, pero también por la presencia de una
especie de catalanidad básica, yo diría que quasi genética, una
especie de sentimiento fatal y hasta complaciente (la diada
nacional conmemorando una derrota; el himno, cuya partitura parece
una marcha fúnebre; la exaltación de la pérdida) que no podemos
calificar de inventado, aunque sí de irracional, pues no es algo
fingido, es algo que está ahí en el ambiente y a lo que unos más
que otros se adhieren con facilidad; unos sentimientos que podríamos
comparar con la religiosidad tradicional (presente, más de lo que
estarían dispuestas a admitir, hasta en personas que se declaran
ateas o agnósticas), y que -y aquí radica en mi opinión el “hecho
diferencial”- hábilmente ha sido explotada por el nacionalismo
político, construyendo a partir de materiales ciertos pero a menudo
exagerados, y sin duda sesgados, un relato de opresión que ha
cuajado sobre todo en las áreas no urbanas y menos expuestas a la
masiva inmigración interior de los últimos setenta años, y cuya
llama se aviva continuamente sin permitirles que ni por un instante
olviden la sagrada identidad catalana.
Vale
la pena que nos detengamos aquí. He seguido de cerca en ciudadanos
catalanes que trato habitualmente ese sentimiento del que rara vez se
habla, he oído expresiones como “es que mi padre es muy catalán”
como diciendo hay ciertas cosas que no las puede oír, o incluso
alguien (de origen foráneo) que me contó cómo su novio no se
atrevía a presentarle a sus padres (también “muy catalanes”) o
la expresión abatida de un hijo de matrimonio mixto (padre catalán
“de soca” y madre sevillana) diciendo, mientras comentábamos la
asfixiante atmósfera política de estos años: “yo es que estoy en
medio”.
Y
ahora expresaré mis sentimientos: me siento muy afortunado de no
verme sometido a ese peso, a esa exigencia social, política y hasta
muchas veces familiar de ser "muy catalán", o de no poder
manifestar con claridad el hartazgo ante este estado de cosas, por
temor a ser tildado de facha o español. Porque he visto que ese
catalanismo, depurado y exacerbado durante décadas y hasta siglos,
puede resultar una carga, y hasta (por expresar la expresión de mi
abuelo paterno referida al noviazgo) “un lastre molt pessat”. Un
lastre, algo que impide volar libremente. He conocido también estos
años testimonios, algunos de primera mano, de personas que después
de unos años de vivir lejos de Cataluña han relativizado mucho su
catalanidad, abjurando de antiguos excesos y hasta reconociendo la
visión equivocada que tenían de la España que luego han conocido.
Pero
creo que incluso se puede ir más lejos en este análisis, pues más
allá de sentimientos más o menos difusos y explícitos, creo haber
advertido en Cataluña más que en otros lugares esa nefasta y
universal distinción entre “lo nuestro” y lo de “los otros”.
Esa contraposición está muy presente en Cataluña. Supongo que si
lo califico de sentimiento tribal se me llamará exagerado, pero no
sé definirlo de otra manera que con esa metáfora. Quien pase una
temporada en Cataluña observará el fenómeno del omnipresente
marcar el territorio, de señalarlo. En Sant Jordi, por ejemplo: las
paradas de libros lucen todas la senyera;
los campos de fútbol, en partidos internacionales, son una
reivindicación patriótica; en los supermercados abundan productos
hábilmente dirigidos al público más identificado con esos valores
autoreferenciales, pues solo con ellos se puede alcanzar una cosa de
mercado nada despreciable. Hasta me produce vergüenza ajena escribir
esta marca de leche presente en todos los supermercados: Llet
Nostra,
en cuyo envase aparece dibujado, sobre el lomo de una vaca, el mapa catalán.Y hasta en las
manifestaciones sindicales el sindicato antiguamente llamado
comunista, Comisiones Obreras (cuyo ideario no parece precisamente
nacionalista) luce unas senyeras
de considerable tamaño en las que se han impreso las siglas CC.OO.,
como dejando claro que la defensa de la nación es primordial frente
a la defensa de la clase trabajadora (¿O tendrá razón Pérez Andújar con eso de que "ser español es de pobres"?). Es decir, en todo hay que
marcar lo nuestro frente a lo de los otros, creando obviamente el
marco adecuado para que se facilite el natural surgimiento de los
mejores defensores de "lo nuestro". Obsérvense los
carteles electorales y hasta los logos de los partidos. La imaginería
electoral es muestra de una competición sin cuartel por presentarse
como más catalán y que ama más intensamente a su patria que el
adversario. ¡Si hasta el PP, que en toda España se presenta con
esas sencillas siglas ha tenido que añadir una tercera sigla, la C,
convirtiéndose aquí en el PPC o Partido Popular de Catalunya!
Pero
además lo que se ha conseguido con el tiempo, tras treinta y tantos
años de gobiernos autonómicos nacionalistas, y creo que se ve con
mucha claridad en estos momentos previos al autocalificado de
histórico 27-S, es crear una especie de plataforma
catalanista-patriótica, que ocupa la mayor parte del escenario
social y está claramente hiper representada, y que aspira a ser la
única posible, para la cual todo el que está fuera no cuenta y no
interesa, puesto que no aspira a homogeneizarse con el resto de la
sociedad (que la supera en número, como se está viendo en las
encuestas) sino que pretende más bien ir arañando apoyos aquí y
allá, y con una considerable prepotencia pretende que los externos a
ellas, los por así decirlos, marginales (aunque los marginales,
insisto, les superan en número) se "integren". Nuevamente,
el paralelismo con el ámbito religioso, y la dicotomía entre
ortodoxos y heterodoxos, es inevitable. Por supuesto el nacionalismo
catalanista siempre tendrá los brazos abiertos para acogerlos en su
selecto club, sin preguntar por raza, religión, origen, etc., cual
hijo pródigo, pero a lo que no estará dispuesto, puesto que se sabe
portadora de las esencias y de la mayor homogeneidad identitaria que
se da en Cataluña, es a reducir sus aspiraciones ni su visión del
"relato catalán" (ya trataremos de este más adelante),
con el fin de crear un nuevo espacio ciudadano, que supere
identidades y donde la inmensa mayoría de la población catalana se
sienta identificada. Pero eso ya no se llama integración (esa
palabra, falsamente benévola, esconde siempre otra más dura:
sometimiento, o rendición incondicional), sino fusión, confluencia,
un espacio donde nadie se imponga a nadie.
Aunque
muchos hacen como que no lo ven, hoy Cataluña es un país dividido
en dos, casi al cincuenta por cien. En mayor o menor grado unos viven
en clave catalana y otros en clave española. En su versión extrema,
los primeros viven todo el tiempo en un país que sienten como una
nación incomprendida e invadida; hablan, leen, se relacionan, ven la
tele, hablan a sus hijos siempre en catalán (lo pasan mal en el
extranjero, cuando les llaman “spanish”). En cuanto a los
segundos, siguen viviendo en España, hablando siempre en castellano,
viendo y oyendo solamente televisiones y radios en español e
ignorando todo lo genuinamente catalán, desconectando de los
políticos nacionalistas (como lo han hecho durante muchos años en
las elecciones autonómicas, algo que no iba con ellos), aunque con
una diferencia con los primeros: su identidad única e irrenunciable
la viven con mayor discreción y antes de poner, por ejemplo, la
bandera española en el balcón se lo pensarán dos veces, no sea que
el resto de vecinos les llamen fachas (los otros pondrán sus
banderas y proclamas independentistas sin problemas, y criticarán a
quienes no les imiten). Entre ambos extremos hay, por supuesto,
muchos matices, pero lo que no hay es indiferencia, es decir no hay
quienes no se sientan ni catalanes ni españoles, vaya, supongo que
salvo los extranjeros. El idioma, por supuesto, es determinante. Uno
acaba encontrando su lugar en grupos donde la relación se produce
enteramente en catalán o enteramente en castellano, y el idioma
condiciona el acercamiento, independientemente de que sus miembros se
expresen también normalmente en la otra lengua. En realidad el
bilingüismo, entendido como la utilización indiferente y espontánea
de una u otra lengua, no existe. Ingenuamente pensé, al principio de
vivir en Cataluña, que sí existía ese puro y respetuoso
bilingüismo. No tardé en reconocer mi error, pues utilizar uno u
otro idioma es una manifestación política. Cuando los poderes
públicos consideran como un éxito o un fracaso de su "política
lingüística" (horrenda expresión, si bien se mira, cargada de
totalitarismo) que los ciudadanos libremente se expresan en uno u
otro idioma, uno no puede ser indiferente. Tristemente eso es lo que
han conseguido, que nadie pueda considerarse indiferente, que
cualquier gesto, cualquier manifestación individual o social, sea a
favor o en contra. Y la primera, la más cercana al pensamiento y a
la mente de cada ciudadano, es el idioma.
Las
manifestaciones de esta división, que como todo en Cataluña se
lleva con relativa discreción, son a veces divertidas. Se hacen
comentarios de las personas que nos rodean, preguntándose unos a
otros si Fulano o Mengano es "indepe" o "pro-procès",
o si es "unionista" o "españolista", siempre en
privado y sin alzar mucho la voz. Y a menudo puede haber sorpresas:
alguien que nos parece una persona sensata, educada, cordial, vaya,
que nos cae bien, resulta que sorprendentemente pertenece a "los
otros", lo cual puede obligarnos a revisar el juicio previo que
sobre él teníamos. Es raro hablar del asunto si no es en entre
quienes piensan igual, donde se habla mucho y con gran provecho,
animándonos mutuamente, sobre todo si, como en mi caso, somos
contarios a la independencia, pues sabemos que sin ser minoría, la
calle, los balcones, los medios son de los otros. “Los nuestros”
vemos a “los otros” quizá con tristeza y resignación. ¡No van
a pensar como piensan después de décadas de adoctrinamiento! Pero
ellos, sospecho, nos ven con rabia, con esa sensación de
incredulidad porque no compartamos sus visiones, por no
comprenderles, ellos que lo ven todo tan claro, y que cada día
encuentran motivos para ratificar su dictamen: esto no tiene arreglo,
hemos de marcharnos. Yo veo en esos que para mí son los otros un
punto de escándalo, de decirse ¿cómo es posible que no lo vean, si
lo tienen ante sus ojos? Anclados como están en una visión cerrada
de sí mismos, con un marco que no admite otro enfoque, y donde todas
las respuestas conducen a lo mismo: no hay otra solución, Cataluña,
ha llegado tu hora, la historia nos convoca (como decía la
publicidad oficial del trescientos aniversario de la derrota de
1714).... ¿Cómo nos han de ver? Por no hablar de los que lamentarán
el no haber puesto barreras, o no haber "integrado" mejor,
a esa masiva inmigración que es foco de resistencia y pervivencia de
lo español, es decir, de lo contra Cataluña. Y no puedo dejar de
citar aquí el comentario que, con el mayor desprecio, me hizo el
señor Roch, dueño de un hostal en una aldea donde nos hospedábamos
cuando durante la semana de Fallas, hace de esto treinta y pico años,
íbamos a esquiar al Pirineo de Lérida: "Tota aquesta xarnegà
que va arrivar...".
Recuerdo
también algo que ocurría a menudo en mi aula del Instituto de
Enseñanza Media Ausias March, en Gandia, allá por la primera mitad
de los 70. Supongo que se daría igual en otras aulas y otros
centros, pero creo que la condición claramente afeminada, bien
visible, de dos compañeros de clase quizá atizaba la crueldad de
los cabecillas que promovían las gamberradas. Se trataba de que de
vez en cuando, supongo que entre clase y clase, cuando algún
profesor se retrasaba, se coreaba este anatema: “maricón el que
no bote”, y allá que empezábamos todos a dar botes, hasta que
llegaba el profesor. Yo veía a muchos disfrutar de verdad con este
juego, pero no sé si a muchos o pocos, como a mí (no he comentado
con nadie esta anécdota) les avergonzaba ese juego estúpido, ya no
por lo que tenía de homófobo, que también (los dos afeminados
eran, por supuesto, sometidos a mil burlas y vejaciones de las cuales
esta no era la peor), sino por lo que tenía de expresión burda de
la masa, de adhesión ciega, de inquisitorial, y de celebración de
la absoluta homogeneidad. Ahí estábamos todos botando como
gilipollas para que esa terrible palabra no nos designase, no nos
incluyese en su terrible campo semántico. Pues bien, a veces tengo
la impresión de que en Cataluña se juega a menudo a ese “Maricón
el que no bote”, traducido a un “Anticatalán el que no bote” o
“No comprometido con la soberanía de su pueblo y el democrático
derecho a decidir el que no bote”, o, por supuesto, “Español el
que no bote” (y esto último -“boti, boti, boti, espanyol qui no
boti”- literalmente se ha cantado en las vías catalanas y demás
"festivales norcoreanos”, como las llamó un articulista de
El País, y no es infrecuente oírlo, según me dicen, en los
colegios). Porque el que disiente solo lo hace en voz baja, y esa
muestra de sano escepticismo es un alivio para que después, a la
vista de todos, se una al coro unánime que reclama “la unitat de
tots” y menosprecia al tibio. A veces pienso que el nacionalismo
catalán concibe a Cataluña como un inmenso castell,
imponiendo a todos la tarea de hacer piña, empujando en la base para
que els
castellers
suban bien alto, convirtiendo así en masa acrítica a la inmensa
mayoría para que unos pocos, aprovechando el esfuerzo de todos,
suban a lo más alto, a una posición donde con su solo esfuerzo
jamás habrían soñado en llegar. Claro, uno tiene la ventaja de no
ser catalán (quizá mi “deplorable condición de no-catalán”
tiene sus ventajas), pero no puedo evitar preguntarme, dónde estaría
yo si fuera catalán, puesto que por mi origen social (por decirlo en
catalán: “de família benestant”), y por mi trabajo, en un grupo
A1 de la administración, sé que con facilidad se me identifica
socialmente con ese sector que ha sido el núcleo central del
catalanismo político, arrastrado en estos años mediante un eficaz y
sibilino “boti, boti...” al independentismo, de tal modo que a
muchos, cuando me conocen (y en esta confrontación social no es
difícil ver la posición de cada cual), les debo desorientar, pues
no me ven hijo de las clases trabajadoras llegadas a estas tierras
durante el franquismo, por lo que supongo que en cuanto sepan que soy
valenciano lo encajarán con un “és clar, és valencià, i ja se
sap que tots els valencians son uns fatxes espanyolistes”). Sí,
sinceramente, pues no puedo admitir que los miles y miles de
ciudadanos catalanes que se identifican con ese discurso de la
ruptura con España (muchos de ellos gente razonable, moderada,
instruida, que lee libros y viaja) sean todos dementes o débiles
mentales, o fanáticos, por lo cual debo reconocer que si siendo yo
quien soy hubiera nacido en Cataluña, no es improbable que ahora
estuviese en ese otro lado, con mayor o menor convicción, y
sintiendo en mayor o menor grado esa exigencia del ser catalán, tal
vez sintiéndome, como el amigo al que antes he aludido “en medio
de los dos”. O tal vez no, tal vez me hubiera revelado con toda
virulencia, emulando a un Albert Boadella (el innombrable), por
ejemplo. Pues siempre me han asqueado las unanimidades, el dar por
hecho cómo se piensa, el construir esquemas mentales inamovibles, en
base a verdades incontestables, por no decir que las exhibiciones de
entusiasmo colectivo me echan para atrás, y que en cambio me siento
bastante identificado, en mi individualismo, con la genial fase de
Groucho Marx: “Jamás aceptaría pertenecer a un club que
admitiera como socios a personas como yo”.
Sí,
yo diría que las consignas colectivas me sitúan en contra. Si
pienso en mi juventud, justamente nunca comulgué con un fenómeno
muy virulento en la Valencia de finales de los setenta y principios
de los ochenta y que caló muy hondo en toda la sociedad valenciana:
el anticatalanismo. Siempre me pareció exagerado ese temor a los
catalanes, el acusarles de imperialistas, y me dieron risa
afirmaciones como la de que el valenciano es una lengua anterior al
catalán, que ya se hablaba en Valencia durante la dominación
musulmana, antes de la conquista cristiana. Hasta una vez, en una
conferencia en el Colegio de Abogados, un reputado notario,
articulista de Las Provincias, se atrevió a decir que él hablaba
cinco idiomas, aparte del valenciano, pero que el catalán no lo
entendía. El público (gente joven licenciados en derecho, como yo
en su mayoría, pues creo que se trataba de un curso de preparación
para la abogacía) le reía las gracias, pero yo me levanté y me
fui, porque me pareció que perdía el tiempo escuchando a un imbécil
como aquel. La presión anticatalana en la Valencia de esos años fue
muy fuerte (mi padre, durante un tiempo lector de Las Provincias, se
desplazó una vez a Valencia para acudir a una manifestación en
defensa de las señas de identidad valencianas y regresó arrepentido
por el cariz que tomó aquello, pues alguien ahorcó un muñeco que
representaba al entonces molt
honorable
Jordi Pujol), y aquel anticatalanismo nada tiene que ver con lo que
queda hoy en día, allí y en muchas partes de España, esa especie
de “cuidado que esos son catalanes y se las saben todas”, o “ya
están quejándose otra vez, nunca tendrán suficiente” o el “es
que se creen superiores”. Por supuesto que también había y hay
en la Comunidad Valenciana el movimiento contrario, personas que les
sabe a poco la difusa y poco combativa identidad valenciana, a medio
camino, incluso físicamente, entre el polo español que representa
Madrid y el polo catalán, que representa Barcelona, y que ven en la
identidad catalana y su full
de ruta
un modelo a seguir. Pero sin necesidad de ello (y sin caer en
ridiculeces como la nació
valenciana
o el pretender recuperar el Regne
de València)
había en mi generación, y la sigue habiendo ahora en toda España,
mucha gente que sentía respeto y hasta admiración por los
catalanes, por su mentalidad de trabajo y de organización, y por su
pujanza empresarial, y uno, aunque no hablase valenciano, escuchaba y
hasta cantaba las canciones de Serrat, de Llach, de la Bonet, de
Raimon, y más tarde (en el ayuntamiento donde trabajaba, en la
provincia de Castellón, hasta hace diez años promoví unos cursos
de valenciano), empecé a leer en catalán: Rodoreda, Oller, Jesús
Moncada, Quim Monzó, Pla... El de Raimon es un caso curioso: un
valenciano hecho en Barcelona, un modelo para el valencianismo
pro-catalán, alguien que se le ha despreciado y vetado hasta lo
indecible durante los años de hegemonía del PP en la Comunidad
Valenciana, por catalán, y que curiosamente aquí, en su tierra de
acogida, ahora que ha mostrado sus dudas sobre el procés
ha sido denostado y llamado traidor. Y me resulta curioso también
comprobar cómo, con los años, el eco de un personaje que influyó
mucho en ese anticatalanismo, agitando sus aguas desde su columna
diaria en Las Provincias (muestra de un histerismo y una
argumentación rastrera y manipuladora difícilmente alcanzable), lo
he encontrado aquí en Cataluña, en la voz de otra mujer periodista,
no por lo que dice, sino por cómo lo dice, con un muy semejante
rasgarse las vestiduras y creerse, con su lógica aplastante y su
histeria, en posesión de la verdad. Me refiero, cómo no, a la sin
par Pilar Rahola.
No
obstante, y hablando de esa percepción de “lo catalán” que yo
experimenté en aquellos años en los que poco a poco, a partir de la
muerte de Franco, que murió pocos meses después de que yo
cumpliera dieciocho años, iba adquiriendo conciencia política, es
curioso como, con el tiempo, y tras mudarme a Cataluña en 2005, he
tenido que revisar algunas percepciones: si bien eran muy exagerados,
he comprendido aquí que ciertos recelos valencianos estaban, y
están, justificados. Me refiero a esa entelequia de los Països
Catalans que ojalá fuera solo una ocurrencia de unos pocos, pues el
catalanismo la mantiene ahí, como en la retaguardia, como una
coartada para generar el día de mañana, si las circunstancias lo
permiten, una cierta área de influencia, donde con el pretexto de la
lengua catalana ejercería también un liderazgo político. No es
inocente ese mapa del tiempo televisivo que antes he mencionado,
donde como quien no quiere la cosa se dibuja ese ansiado, por muchos
más de los que parece, anschluss
catalán y se informa si en Elche, Mahón o Perpiñán lucirá el sol
o lloverá. Y las instituciones catalanas subvencionan y han
subvencionado a las entidades valencianas que defienden el
pancatalanismo.
Pero
hablábamos de división en la población. No es una división
violenta, en el sentido de que produzca enfrentamientos en las calles
(y eso los pro-procés
lo destacan mucho, aferrándose a esa legitimación adicional de la
no-violencia), pero sí una división que crea barreras, espacios
donde uno no se atreve a opinar, y dobles lenguajes, tendiendo
silencios en reuniones de amigos o colectivos donde se sospecha que
hay diversidad (pero quien trate con políticos, y yo lo hago por mi
trabajo, comprobará cómo cambian los mensajes institucionales
respecto a los individuales, los que se expresan en privado, mucho
más moderados y a veces abiertamente contradictorios con la línea
oficial que marcan los líderes). Ese clima necesita de desahogos.
Quien tenga la curiosidad de leer en la prensa on-line los
comentarios a las noticias que tocan el tema del independentismo,
comprobará dos cosas: primera, que muy rara vez el que comenta se
identifica con nombres y apellidos, sino que comenta bajo el
anonimato o amparándose en un nick,
y segunda, la absoluta virulencia y desmesura de los comentarios, los
insultos, las descalificaciones, los linchamientos, la incitación a
la violencia y el odio...
Y
no es para menos, pues uno de los aspectos del nacionalismo catalán
en estos diez últimos años es que se ha activado mucho socialmente,
sobre todo desde la puesta en marcha de la llamada hoja de ruta hacia
la independencia. Hasta entonces uno podía vivir más o menos
tranquilo en su ámbito profesional, pensando que las manifestaciones
políticas del nacionalismo se gestaban en otra parte, en los comités
de los partidos, en el Parlament, en los medios nacionalistas. Esa
inflamación pasó luego a los ayuntamientos, cuyos plenos se han
visto inundados de mociones de todo tipo, algunas muy pintorescas,
haciendo siempre de caja de resonancia de las posiciones políticas
de los partidos pero olvidando la diversidad de las sociedades
locales. Pero ahora ya se ha traspasado el ámbito institucional y se
ha llegado al ámbito profesional. Hablo de lo que conozco (y
padezco). Hace unos años un grupo de compañeros míos, funcionarios
de administración local con habilitación nacional (léase
secretarios, interventores y tesoreros) creó una especie de
agrupación o corriente interna bajo el nombre de Secretaris
per la independéncia.
¿Cual es su misión? Pues la misma que similares iniciativas que las
ANC y compañía promueven en sus ámbitos: difundir la buena nueva,
es decir, evangelizar, controlar cada sector profesional poniéndolo
al servicio de los que están arriba del castell,
y además hacer un retrato del colectivo, detectar quiénes están a
favor, quiénes en contra, y quiénes no saben/no contestan. En
definitiva, tomar el control del colectivo (y el nuestro es de
capital importancia, pues los secretarios somos los responsables del
asesoramiento jurídico a las entidades locales) para evitar
resistencias cuando llegue la hora de la desconexión con España.
Y
dicho todo esto, a continuación, voy a analizar la cuestión de esta
deriva secesionista, o desafío independentista o como queramos
llamarle, que tantos ríos de tinta y discusión ha generado y sigue
generando:
1.
La configuración de los estados como "nacionales" tiene un
momento histórico concreto y es fruto de la concepción romántica
de las sociedades: el destino de los pueblos, la mitología, el alma
de cada nación, etc. El feudalismo desaparece y los estados ya no
son de los reyes sino de las naciones, integradas por ciudadanos
libres y no por súbditos. Se crea un ideario que exalta las virtudes
de los pueblos, unos se unifican (Alemania, Italia), en torno a
características comunes, otros, unificados artificiosamente bajo la
figura de un emperador, se desmoronan con la derrota en 1918: el
imperio austro húngaro. El momento de máximo esplendor de los
estados nacionales ya ha pasado hace mucho tiempo. Tras la segunda
guerra mundial Europa inicia una convergencia, un largo e irregular,
pero difícilmente reversible, camino hacia su unidad económica y
también política. La exaltación de lo nacional, del destino único
y sagrado de cada pueblo, que fue el caldo de cultivo de aquella
terrible sangría que conocemos como la Gran Guerra, es hoy
difícilmente imaginable. Subsisten los viejos estados nacionales,
claro que sí, y los viejos nacionalismos aún tienen predicamento,
por supuesto (y representantes en los parlamentos europeos), y
subsistirán durante mucho tiempo, sobre todo en épocas de crisis
económicas y sociales, pero la tendencia a la unidad de Europa se
mantiene, y su sustrato ya no puede ser nacional. El sustrato ha de
ser el de la universalidad de unos derechos y deberes ciudadanos, de
unos valores democráticos y sociales. Las viejas naciones tendrán
un valor cada vez más simbólico, protocolario, aunque ese virus de
"lo nuestro", ese solo mirarse a uno mismo y encerrarse en
la compacta y esencial tribu propia, ese incansable mirarse en el
espejo sigue muy fuerte en algunos lugares. Los países de Europa no
pueden replegarse en sus viejas fronteras. ¿Qué sentido tiene
entonces crear un nuevo estado europeo, una República Catalana? Yo
creo que es remar en sentido contrario, el movimiento no tiene que
ser fragmentar un espacio, sino abrirlo. Agravios, reales o
inventados, accesos de melodramática dignidad nunca faltarán para
ese remar en sentido contrario, con esa queja del "es que nos
empujan a ello, nos obligan con su incomprensión", reacción
propia de quien incapaz de asumir sus carencias propias busca un
enemigo externo para culparle de todos sus males. Pero, ¿acaso está
amenazado el sentimiento, la manera de ser catalana? Si fuera así
¿no lo estaría igualmente en el seno de esa Europa que dicen los
promotores de la liberación que les acogerá con los brazos
abiertos? ¿Cuánto tiempo tardarán los promotores de ese nuevo
estado en sentirse constreñidos por los burócratas de Bruselas, en
sentirse incomprendidos y maltratados fiscalmente?
En
un mundo globalizado, de grandes potencias consolidadas o en fase de
consolidación (EE.UU., China, Rusia, India...) Europa no puede
entretenerse en rediseñar sus fronteras interiores. Es ridícula la
consideración de Cataluña como nación oprimida, como si España
fuera el imperio austro húngaro en 1918 y el rey (el terrible Borbó)
un monarca absoluto. Con decir que Cataluña votó libremente (y con
mayor porcentaje a favor del Sí que en el resto de España) la
actual Constitución democrática, que no contempla el derecho a la
secesión, está todo dicho. Quienes proclaman una Catalunya
lliure
padecen un claro delirio. ¿Libres de quién?, me pregunto. ¿De
ellos mismos? ¿De quienes no compartimos sus fantasías?
2.
Identidades y estados. Los estados actuales no pueden configurar su
acción y su razón de ser en torno a las identidades, porque hoy en
día las identidades son diversas y cambiantes y estamos, por
fortuna, en sociedades abiertas y con ciudadanos iguales. Lo que han
de hacer es buscar las identidades compartidas por todos y
compatibles con la democracia y los valores ciudadanos. Con esto no
quiero decir que no haya que respetar las manifestaciones de esas
identidades, pero sí que hay que construir a partir de la
diversidad, y no homogeneizar a partir de una única identidad, por
mucha historia que tenga tras ella, y por mucho que se proclamen con
la mejor voluntad sus "transversales" virtudes
"integradoras". Y, por supuesto, hay que respetar las
lenguas autóctonas, tan vinculadas a lo identitario, pero respetar
es sobre todo respetar a los hablantes. La mejor lengua oficial es la
que no existe.
3.
El derecho a decidir / Legalidad versus democracia. Es esta la más
brillante creación del soberanismo, y un claro ejemplo de creación
de un marco conceptual, un frame,
en el sentido de Lakoff, que enmarca la discusión, otorgando una
clara ventaja a quien lo establece. ¿Decidir? Todo el mundo decide
todo el tiempo, podemos decir, y si hablamos de regímenes
democráticos, esa es la esencia de lo democracia, que los ciudadanos
decidan. Pero la capacidad de decisión en el seno de una sociedad
democrática no es nunca un absoluto. Y es precisamente ejerciendo su
derecho a decidir como una sociedad democrática establece un marco
legal, una constitución, en la cual se articularán todos los
derechos y libertades de los ciudadanos, las instituciones que los
representarán y gobernarán y establecerá, a través de las leyes y
sus mecanismos de aprobación (no siempre, o no enteramente, a través
del voto de representantes, a veces es un voto sin intermediarios),
la manera en que en lo sucesivo se plasmará esa voluntad ciudadana.
Es decir, los ciudadanos, libremente, en ejercicio de ese derecho a
decidir que mutuamente se reconocen unos a otros, y en un ámbito
territorial determinado, adoptan como primera y necesaria decisión
la creación de un marco en el que plasmar y ejercer en adelante ese
amplísimo derecho a decidir, articulando sus mecanismos y sus
garantías.
Pero
los creadores del marco conceptual "derecho a decidir"
precisamente lo que pretenden es saltarse esta secuencia. Puesto que
el marco legal, fruto primigenio del derecho a decidir, no permite la
decisión que queremos tomar (pues la soberanía reside en el pueblo
español en su conjunto, y no en una parte de este) y puesto que
modificar la constitución para introducir la autodeterminación o
separación de una comunidad autónoma requiere de una mayoría de
votos en las Cortes Generales que difícilmente alcanzaremos nunca,
nos olvidamos de ella y proclamamos que la democracia está por
encima de las leyes, que Cataluña es un sujeto político, etc. Es
decir, rompemos la baraja.
En
este punto se han dicho y se siguen diciendo muchas barbaridades,
mezclando conceptos y confrontando legalidad con legitimidad,
pretendiendo desvirtuar la legalidad democrática actual para
instaurar una nueva legalidad democrática. Si la democracia no se
desarrolla siempre dentro del marco de la legalidad, sencillamente
acabaremos liquidándola. No valen trampas ni atajos, y acariciar los
oídos de los ciudadanos prometiendo un derecho a decidir que no
respeta los marcos legales es de una irresponsabilidad alarmante,
fruto del peor populismo. Los atajos no pueden prosperar y la
comunidad internacional (parece que anida en los dirigentes del
procés
la vana esperanza, propia de un trasnochado y delirante romanticismo,
de que las grandes potencias correrán en auxilio de la oprimida
Cataluña frente a la pérfida España), y especialmente la Unión
Europea, apoyará siempre, en caso de hipotético conflicto, la
legítima democracia ya existente. Cataluña no es una colonia, como
algunos, a base de repetirse a sí mismos sus consignas, quieren
hacer creer. Si salimos del marco constitucional (y la constitución
no es sagrada, por supuesto, pero lo que sí es sagrado es el derecho
del pueblo soberano que la votó en referéndum a revisarla de
acuerdo con el procedimiento en ella previsto, sin atajos
antidemocráticos), toda legitimidad se habrá perdido y además
nadie garantizará ese derecho a decidir que tan frívolamente, como
mágico talismán, se invoca.
4.
El sistema catalán de partidos y el relato del pueblo oprimido que
conquista su libertad. Desde la transición, a la vez que mantenía
un pie en el sistema estatal de partidos, aunque con algunos vínculos
sui
generis
(por ejemplo el del PSC con el PSOE), Cataluña ha engendrado
partidos propios, de esos que en los años treinta se llamaban
regionales. Esos partidos, particularmente la coalición, hace muy
poco finiquitada, Convergència i Unió, han aglutinado el
nacionalismo catalán y han explotado políticamente (con el claro
objetivo de ocupar y acaparar el poder) el relato catalán, un
relato de pérdida, lucha e ilusión de recuperar la dignidad.
Un
relato de redención casi perfecto que comienza con la pérdida en
1714 de las instituciones propias (instituciones casi presentadas
como democráticas, con una sociedad libre y feliz) a causa de la
derrota en una guerra dinástica llamada la guerra de sucesión, y en
el que tras casi dos siglos en los que la identidad se mantiene bajo
mínimos, aplastada bajo el yugo borbónico, la indestructible alma
catalana renace con fuerza, coincidiendo con el resurgir de las
naciones europeas: el noucentisme,
la Mancomunitat,
etc., que dará lugar a un activo catalanismo político durante las
primeras décadas del siglo XX que, tras algún paso en falso como
la proclamación del Estat Català, que apenas sobrevive unas horas,
culmina con el Estatut de 1932. El relato continua luego con la
derrota del bando republicano en la Guerra Civil (conflicto que se
tiende a desvirtuar en Cataluña, donde se presenta como una lucha de
la España de matriz castellana contra el autogobierno catalán) y
con los años oscuros de la represión franquista, hasta que en 1977,
con la recuperación de la Generalitat, reemprende su camino hacia el
autogobierno (con el soberanismo ya visible a lo lejos), aceptando,
provisionalmente (y por lo visto, como ahora se pretende, “de
mentirijillas”) una Constitución que reconoce su autonomía. El
relato sigue luego por una serie de vericuetos, donde apoyándose
hábilmente los sucesivos gobiernos de CiU en pactos con los partidos
de ámbito estatal en el gobierno central, van consiguiendo mejoras
para Cataluña, hasta llegar al momento en que la siguiente fase del
relato (un nuevo Estatut
que supera el odioso café para todos) se encalla: un presidente del
gobierno socialista promete lo que no puede prometer, siguiendo una
vía equivocada, pues no cuenta con mayoría para revisar la
Constitución, que no hubiera sido improcedente revisar tras casi
treinta años de vigencia, y calculando que el socialismo catalán
se marcaría un tanto frente a Ciu -es decir, compitiendo con ellos
en clave nacionalista- optan por hacer una interpretación más
generosa del título Octavo, animando a Cataluña a aprobar un nuevo
Estatut,
entregándose los parlamentarios catalanes a la redacción de una
norma que, al forzar tanto los límites del autogobierno, choca con
la legalidad vigente. La situación es explotada por el partido en la
oposición para presentarse (y no negaré que esa estrategia no
“tiró” de nacionalismo, si bien en sentido contrario al de los
socialistas) como garante del statu
quo
del 78, interponiendo con gran boato y estruendo un recurso de
anticonstitucionalidad, cuando otras comunidades autónomas estaban
incurriendo en gestos similares, emulando los nacionalismos vasco y
catalán, pero sin que ello pareciera preocupar a nadie. Entonces
llega la Sentencia del Constitucional que salva lo salvable, que es
la gran mayoría del texto, quita eficacia jurídica a las proclamas
de la nación catalana en el preámbulo, lima algunas expresiones en
catorce artículos e impone criterios interpretativos para otra
veintena de artículos. No es una escabechina, sino una rectificación
parcial, que no ha restado capacidad de autogobierno a la comunidad
autónoma, pero que encaja argumentalmente en el relato catalán como
la gran ofensa española hacia la Cataluña del siglo XXI, ¡lo que
el pueblo ha votado es rectificado por doce señores nombrados a
propuesta de los partidos “españolistas”!. A partir de ahí,
tras una campaña destinada a que cale en la población el mensaje de
“España nos roba” y una especie de opereta llamada “Pacto
Fiscal” queda expedito el camino hacia la siguiente pantalla, que
dicen quienes se han criado con los videojuegos: la soberanía plena,
la independencia, la República Catalana, el nuevo estado de Europa.
Y bien mirado, qué pueden ofrecer en este momento partidos como CDC
o ERC, que se proclaman nacionalistas y soberanistas sino la
independencia, todo lo demás ya está agotado, es como rondar
durante años y años a una chica y no atreverse nunca a declararle
su amor. No tienen otra solución, la historia les empuja a ello, no
pueden estar de nuevo encerrados en el bucle de siempre, fent
la
puta i la Ramoneta.
Después de tantos años acercándose al borde del precipicio, ya
toca ir saltando, seguro que alguien nos echará una mano para
aminorar los efectos de la caída; sí, tal vez lo pasemos mal al
principio, pero volveremos a levantar nuestro inmenso castell,
asombraremos
al mundo (y es una lástima que por muy poco, por solo dos años, no
cerremos el círculo, la gran victoria, trescientos años después de
la derrota de 1714: sí, ara,
la història ens convoca, a
nosotros, los descendientes de aquellos héroes derrotados).
Pero,
¿y si el fracaso ya está en sus cálculos? Porque ¿es posible que
la elevada inflamación patriótica del stablishment
soberanista sea capaz de nublar su sentido crítico y su
conocimiento del mundo real tanto como para dibujar futuros
imaginarios? ¿De verdad creemos que se creen lo que dicen? (lo cual
sería realmente inaudito en política). No. Estoy convencido de que
los dirigentes de estos partidos saben muy bien que sus apoyos son
insuficientes, que la independencia que proclaman es imposible, que
Europa y EE.UU. no la aceptarán, salvo que se pacte con España,
cosa improbable, pero que aún así, como diría el poeta, aunque no
hay camino, se hace camino al andar. Porque ¿qué posibilidad les
queda sino acercarse un poco más al borde de ese precipicio que
eufemísticamente llaman “desconexión”, y allí agarrarse a una
rama inestable (es decir, hacer un simulacro de desconexión), y a
punto ya de caer mostrar a sus seguidores desilusionados que no se
puede, que lo han dado todo pero que el momento ya pasó y otros (no
ellos, por supuesto) con sus malas artes lo han impedido? Ahora bien,
si eso pasa (y saben desde el primer momento que pasará) no todo se
habrá perdido: el relato catalán acumulará una nueva derrota, y la
derrota es, por contradictorio que parezca, el motor que impulsará
las ansias de independencia en las nuevas generaciones de Cataluña,
ese tren que ahora se aleja volverá con confortables vagones para
llevarnos a todos a Ìtaca.
5.
La visión ideal de la República Catalana. Cuando tantos catalanes
descubrieron que la independencia no era cosa de locos y que,
haciendo sus números (a su manera, claro), Cataluña obtendría
muchos más ingresos que los que ahora le llegan del Estado,
comenzaron a hacerse comparaciones: Dinamarca, Noruega, Finlandia,
Irlanda. Todos son estados independientes, con menor población que
Cataluña, y excepto Noruega, integrados en la Unión Europea. Son
estados prósperos y democráticos. Si ellos son estados
independientes, ¿por qué no puede serlo Cataluña? Esa visión no
deja de ser fantástica, porque todos esos países han sido estados
independientes mucho antes de que hubiera una Comunidad Económica
Europea, y su mantenimiento como tales en Europa no genera ningún
problema político ni ninguna secesión que no creo que los
dirigentes europeos estén dispuestos a alentar, antes al contrario.
En definitiva, una cosa es tener las condiciones de sostenibilidad
objetivas (una población, un territorio, una economía
diversificada, industria, comunicaciones etc.) para que ese
territorio pequeño (pero más pequeña es Andorra, o Luxemburgo,
dirán los indepes)
pudiera haber dado lugar en su momento a un estado soberano, y otra
muy distinta es que esas condiciones objetivas den lugar
forzosamente, y en 2015 o 2016, a la creación de ese estado. Y menos
contra la legalidad (democrática, por mucho que la quieran
menospreciar) de un estado soberano, miembro de la Unión Europea, al
que pertenece ese territorio.
Pero
en el banderín de enganche del nuevo independentismo, hay otro
motivo, una razón más psicológica. No es casualidad que todo ese
independentismo latente aflore repentinamente a partir de 2011, justo
en lo más profundo de la gran crisis que se inició en 2008, en lo
más profundo de los recortes al estado del bienestar, con cierres de
empresas, con una tasa de paro en niveles insospechados, con
desahucios a diario, etc. Y en Cataluña muchos ciudadanos,
hábilmente instigados por los políticos nacionalistas, ven en esa
independencia que se les ofrece, una ilusión, un sueño para
hacerles más llevadero los duros momentos por los que atraviesan:
empezaremos desde el principio y haremos un estado “chachi piruli”.
Recuerdo una campaña de la ANC (siempre a la vanguardia de lo que
ellos llaman la “sociedad civil”, pero que solo es “su
sociedad civil”) con carteles en los que se preguntaba Com
Vols que Sigui el teu País Nou? ,
con las respuestas del ama de casa, del cartero, del escolar, del
obrero, etc., todo muy politicamente correcto y muy naïf, en
general. Una de las respuestas decía algo así como “yo quiero que
nos llevemos bien con nuestros vecinos”. Ese sentimiento de poder
iniciar todo de nuevo, con el contador a cero, ignorando que en un
mundo como el de hoy nada empieza nunca de cero, y que Cataluña no
solo se llevaría su parte del activo, también la del cuantioso
pasivo, es un puro espejismo, pero en época de crisis funciona todo,
y los vendedores de crecepelo hacen su agosto.
Por
otra parte, con eso que el nacionalismo ha llamado “crear
estructuras de Estado”, y otras medidas más bien propagandísticas
probablemente se ha pretendido, aparte de hacer visible la amenaza de
declararse independientes, una cierta progresividad, una política de
cambios suaves, sin sobresaltos, un acercamiento a la llamada
desconexión, hablando incluso de transició
nacional: pura
palabrería, pues la independencia no pactada, la unilateral no es la
culminación de ningún proceso tranquilo y pacífico: es una
ruptura, y sus consecuencias pueden ser muy graves.
6.
La España que deseo. Considerar un mal asunto, una idea
descabellada, la independencia de Catalunya (y creo que muchos de los
anti independencia estarán de acuerdo en esto), no equivale a
considerar la España actual como un modelo de estado moderno,
abierto, libre de prejuicios nacionalistas y que respeta la
diversidad. No, en absoluto. Tampoco voy a caer en ese tópico que
representa a los gobernantes de este estado nuestro como “la gran
fábrica de independentistas”, con esa especie de “si no
queremos, pero nos empujáis a ello” que parece el inmaduro
argumento de un adolescente. Pero entre las medidas regeneradoras que
necesita esta España que parece tan agotada en estas primeras
décadas del siglo XXI, yo no solo incluiría las listas abiertas, la
lucha contra la corrupción, un gran pacto por la educación, una
fiscalidad justa y solidaria para las comunidades autónomas, etc.,
sino otras encaminadas a lo que he apuntado páginas atrás, a que la
identidad no se construya en torno a los viejos modos de ser y
tradiciones, sino en torno a los derechos y deberes ciudadanos, a los
valores de una sociedad libre, donde todos seamos ciudadanos libres e
iguales antes que gallegos o vascos o valencianos o catalanes, o
españoles. Por supuesto que las identidades (libres y electivas en
última instancia, sin obligaciones ancestrales) se pueden y deben
respetar, pero abandonando esa nefasta dicotomía entre “nosotros”
y “los otros”. Y necesitamos una España que comprenda que el
elemento de unión, el motor de su renovada unidad, no sea la vieja
España histórica que irradia su fuerza desde el centro (donde tiene
más empuje) hasta la periferia (donde esa fuerza llega en ocasiones
muy debilitada), sino que admita sus diversidades en su seno, y se
deje empapar por ellas. Me causa sonrojo ver todavía actitudes como
la de una conocida, de Madrid, que hace muchos años, en la playa de
Gandia, comentaba “Pues a mí no me gusta viajar en la Marina [el
autobús local entre la ciudad y la playa] porque oigo mucho hablar
en valenciano, y me parece que no estoy en España”. Y pertenecía
a esos que decían amar mucho a España, ¡pero si no la conocen cómo
demonios pueden pretender amarla! Pues bien, lamentablemente desde el
78 acá no se ha avanzado mucho que digamos.Todavía
hay quien teme al catalán, al eusquera, y que vive su identidad en
oposición a las otras. Y me pregunto por qué no cambia esto de una
vez, por qué no podemos ser una Suiza con varias comunidades
linguísticas y religiosas diferentes, y que han sabido encontrar
motivos de unión por encima de esas diferencias.
Si las identidades han de llevarnos a eso, a despreciar al
vecino, a boicotearle, acabemos con todas ellas. Allá, fuera de
Cataluña parece haber un temor en mucha gente a la lengua y la
cultura catalanas, pero aquí en Cataluña uno se encuentra con cosas
que le producen escándalo, como personas de treinta y cuarenta años
que te confiesan que nunca han estado en Madrid o que no se han
enterado de que la España de hoy poco tiene que ver con la España
cutre del franquismo. Yo creo que el sistema educativo debería
garantizar que todo alumno viajara a Madrid y a Barcelona antes de
terminar la enseñanza obligatoria, y no estaría mal crear algún
tipo de Erasmus interno que facilitase nuestro conocimiento. Tampoco
estaría mal, por cierto, que en esa nueva constitución de la que se
empieza a hablar tanto se contemplase una capitalidad compartida
entre Madrid y Barcelona. Lo que unos y otros deben entender es que
no nos podemos permitir derrotas de ningún tipo: las relaciones
entre Cataluña y el resto de España han de ser de ganar/ganar: y
Cataluña ha de acabar comprendiendo que España es cosa suya. Por
cierto, creo que ya sería hora de que después de un
castellano-leonés, un madrileño, un andaluz, otro madrileño y un
gallego, presida el gobierno de España un catalán.
7.
¿Qué pasará? El independentismo catalán seguirá siendo durante
mucho tiempo el sector más numeroso, compacto y movilizado, y
transversal si así lo quieren, de Cataluña; sus apoyos podrán
llegar a un 45 % o quizá más, pero aunque rozara o superara por
poco el 50%, seguiría siendo una mayoría corta para un cambio tan
radical como el que pretenden; una mayoría que tendría que ser lo
suficientemente amplia como para seguir siendo consistente cuando
tras las inevitables dificultades de los primeros tiempos tras la
desconexión fuera perdiendo apoyos. Por no hablar de esa
contradicción a la que los partidos del Junts
pel Sí (la
antes conocida como “lista del President”) prefieren no mirar:
cómo pueden pretender que un parlamento que para modificar el
Estatut necesita una mayoría de dos tercios declare nada menos que
la independencia por el voto de la mitad más uno. En cualquier caso,
creo que se encontrarán con la sorpresa de que los que tenían en la
consulta del 9-N ya no son tantos, y hasta Unió, ocupando ahora la
abandonada posición del centro, pueden dar la sorpresa.
Por
lo demás, los de la lista unitaria echarán las culpas a los de la
CUP y a Catalunya
sí que es
pot
por la dispersión del voto independentista; Mas (y Junqueras)
respirarán tranquilos... y todos esperarán a que las elecciones
generales abran un nuevo marco.
Creo
que el momento será interesante, y que, no sin una tremenda
frustración en mucha gente se visualizará la necesidad de iniciar
un nuevo ciclo centrípeto, en vez del actual centrífugo. En
cualquier caso, los partidos nacionalistas ya habrán perdido la
inocencia, por primera vez habrán colocado a ese mito, la
independencia, entre las opciones reales y podrán decirse con su
imperecedero orgullo “al menos lo intentamos; ya volverá nuestro
momento”. Como en el chiste argentino sobre la guerra de las
Malvinas: “Bueno... no estuvo tan mal, quedamos subcampeones.”
Por
supuesto que las cosas tendrán que cambiar en la invertebrada España
que tenemos, para que todo el mundo se sienta bien, que se respeten
lass identidades a las que cada cual desee aferrarse (y que se nos
respete a quienes no queremos ninguna) y que la contribución a la
solidaridad no impida el crecimiento de las zonas económicamente más
activas del país, pero... miremos más a Europa, por favor y menos a
nuestros obsesivos “lo nuestro”.
Y
quien tiene que cambiar, y no solo por su connivencia, cuando no
entrega decidida, a la corrupción, es la clase política de estos
años. Hemos padecido, y padecemos, gobernantes que no están a la
altura, que en vez de serenar los ánimos, los han encendido. Supongo
que habrá quien le parecerá injusto que señale como campeón a
Mas, (Rajoy y buena parte de los dirigentes del PP lo han sido antes
del 2011) pero es que para mí se lleva la palma: ha actuado y actúa
no pensando en los intereses de una Cataluña cuya diversidad olvida,
sino los de su partido. Nunca hubiera imaginado que un gobernante,
alguien que tendría que ser mi presidente, y que administra
un presupuesto al que como ciudadano contribuyo, me cause tal grado
de rechazo. ¡Cómo no va causármelo quien ignora por completo a
tantos y tantos “malos catalanes”! Porque además, no olvidemos
que la visión global, la información que tiene un gobernante en la
cumbre, como Mas y como Rajoy, nunca la tendremos los ciudadanos de
pie. Yo a estos, aunque no comparta muchas actitudes, no les puedo
reprochar nada, no administran un presupuesto, no gobiernan un país,
pueden permitirse ser fanáticos o ciegos, pueden insultar a quien
quieran en los chats de la prensa on-line: pero a ellos sí les
reprocho, porque ven los peligros del camino y sin embargo
frívolamente se internan en él, porque juegan con el bienestar de
mucha gente. Tengo la impresión, la triste impresión, que somos los
ciudadanos de a pie quienes en esta confrontación acabamos aportando
serenidad y sensatez, justo la que no aportan los políticos que he
citado y algunos más que, bien al contrario, agitan las aguas del
país que afirman amar buscando sus tristes réditos electorales.
Acabo.
Todo esto me produce una honda melancolía. Lo he escrito para
quitármelo de encima, para librarme de su alta toxicidad. Jamás en
mi vida había oído en tan poco tiempo tal cantidad de falacias, de
argumentos capciosos, de confusión de conceptos; tal pobreza de
ideas y tanta reacción atávica. Lo malo es que aún no hemos
llegado al final. ¿Podremos alguna vez librarnos de la maldición de
“ser de un país”? No ser de ninguna parte, poder dejar de decir
“nosotros los españoles” o “vosotros los catalanes”, o “un
río español” o “un monte catalán”. Ser, sin más. Poder
decir: este río o ese monte. Y punto.