Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Nota musical para el año que se va

Hoy, otro de esos días a los que obsesivamente,  con gastada delectación,  los medios se empeñan en llamar históricos, quizá sea el día oportuno para por fin postergar a un segundo plano la entrada anterior, datada en agosto. El tiempo pasa y los acontecimientos se desgranan, lentamente; cada cosa es el germen de otra, y lo que se desvanece deja un rastro durante un tiempo. Un proceso, sí. 
Algún día, después de, digamos, una buena media docena de jornadas históricas y decisivas, releeré lo escrito, lo testimoniado entonces, para comparar con la realidad del momento, para trazar la historia (la objetiva pero también la mía propia) de ese lapso de tiempo, de ese proceso de descomposición y a la vez de creación.
Hablemos de música. Había pensado hacer un resumen musical del año, mis pequeños o grandes descubrimientos, una decena de clips con piezas nuevas o antiguas, pero nuevas para mí por no conocerlas antes. Mis nuevos vinilos, etcétera. Pero voy a reducirlo a lo que considero un monumento a la sencillez (pero no confundamos, por favor, sencillo con simple), una música radical,  que se ubica directamente en tu interior y te hace respirar y latir con ella. El grado cero de la sensibilidad musical, tal vez. 


Escuché por primera vez, o supe que lo escuchaba, a MAX RICHTER hace unos tres o cuatro años. Fue en Madrid, con ocasión de un concierto de Leonard Cohen (a quien tuve el placer de ver actuar tres veces en el espacio de un par de años; perdido en el blog estará la crónica de uno de esos conciertos, el de Barcelona o el de Madrid, no sé cuál de los dos fue más memorable). Mis acompañantes me presentaron a un amigo; hablando de nuestros gustos musicales no tardamos en intercambiarnos música a través del bluetooth. No recuerdo qué le pasé (tal vez el último disco de Cohen, el Old Ideas, piadosamernte alabado por muchos, pero que sin duda no está a la altura de otros discos del cantautor de Montreal), pero sí lo que me pasó él, disculpándose por no llevar mucha música en el móvil. Era una pieza de Max Richter, cuyo nombre pronunció como dando por hecho que por supuesto yo sabía quién era Max Richter, y aún recuerdo mi desconcierto al reconocer que no sabía quién era, que no lo controlaba. La pieza era muy interesante, una mezcla o injerto (vaya, eso que llaman mashup) de un tema original de Richter (On the nature of daylight) en un viejo tema de la cantante Dinah Washington, o el injerto era al revés; en cualquier caso el tema pertenecía a la banda sonora del film de Scorsese Shutter Island. Al oír la pieza me acordé de Ramón Trecet y sus Diálogos 3, periodista musical a quien, aunque le critiqué mucho por su excesiva solemnidad y su aire de profeta, reconozco que le debo grandes descubrimientos: Michael Nyman (los violines lacrimosos de nuestro Richter me recuerdan al Nyman del Drowning by numbers) y Wim Mertens, sin ir más lejos. Sí, había un cierto aire a esas "nuevas músicas" de finales de los 80 y 90. 

No había vuelto a saber nada de Richter (aunque no dudo que si en estos años me hubiera encontrado con un disco suyo, lo hubiera comprado) cuando en la web de la BBC Radio 3 (la equivalente en el Reino Unido a nuestra Radio Clásica de RNE) vi colgado un audio de ocho horas de duración con la premier mundial de SLEEP, obra de Max Richter junto a la American Contemporary Music Ensemble (dos violines, una viola, dos cellos y una soprano; Richter se ocupa de los teclados), la cual sería la interpretación más larga jamás ejecutada. En las fotografías y el vídeo que acompañaban la grabación se veían gente durmiendo en camillas muy cerca de los músicos. 

Oí un par de veces la pieza íntegra (aunque no seguida) antes de que la retiraran, pero no tardé en comprar a través de Amazon un vinilo doble, maravillosamente editado (por la Deutsche Grammophon, nada menos) con una especie de resumen de una hora. Un disco increíble, el orgullo de mi colección de vinilos. 
Es una música que no cansa, que se acomoda a uno y cuyo misterio permanece siempre fresco e inquietante. 
Dejo aquí, aparte de los enlaces, tres clips, en el primero, Richter explica qué es Sleep. Los otros corresponden a los sueños 3 y 13. 

No dudéis en dejarme vuestras impresiones. 













martes, 18 de agosto de 2015

LA CUESTIÓN CATALANA: MELANCOLÍA Y TOXICIDAD

Aunque la llamada cuestión catalana no es nueva, sino que se ha mantenido vida durante décadas e incluso siglos, en los últimos diez años ha experimentado un considerable auge, provocando en toda España, pero como es lógico más en la propia Cataluña, una creciente confrontación política e ideológica. El arranque de esta fase de tremenda agitación, que ha traspasado claramente la esfera de la política, se puede situar a partir de la aprobación del nuevo estatuto de autonomía, en 2006. Pero incluso antes de ello: recuerdo con qué interés seguía yo, antes de vivir en Cataluña, en 2003 y 2004, ese movimiento de intelectuales que decepcionados con el tripartito -creían que los socialistas se distanciarían de los gobiernos de CiU y su inflamación nacionalista- promovieron un movimiento político para articular una respuesta a ello, y que dio origen al que hoy es uno de los principales partidos catalanes: Ciutadans. A veces, la excitación mental que me ha provocado este fenomenal debate de ideas (alimentado por la lectura casi obsesiva de cientos de artículos de opinión en la prensa) aunque las más de las ocasiones, más que de ideas, de visiones y sentimientos, se me ha hecho insoportable. Como muchos ciudadanos que residen aquí el tema, el asunto, lo tenía siempre ahí, a flor de piel. El ruido ha sido y es ensordecedor. Vivir momentos de cambio histórico como los que vive España, y muy especialmente Cataluña, puede ser muy interesante y a ratos también emocionante, pero también es agotador. Recuerdo haber experimentado en algún momento de la transición, hacia 1977, una incomoda sensación de vértigo histórico, de decirme a mí mismo, qué pasará, a dónde vamos, qué país me espera, por qué he tenido que nacer en España. Entonces tenía 20 años y mi posición ideológica, muy volátil tras la desorientación que provocaba el haber vivido mis diecisiete primeros años bajo la anestesia política del franquismo, aún no estaba fijada (maduró por fin, al menos así lo sentí yo, con los hechos del 23 de febrero del 81); ahora es distinto. Sé lo que soy, lo que pienso, lo que creo y lo que siento, pero esa especie de desamparo, de miedo ante el futuro (con el añadido, y hasta el remordimiento, de la preocupación por el mundo que les voy a dejar a mis hijos, que creo será peor y ojalá me equivoque), de asombro ante lo fácilmente que este país puede dar un terrible traspiés, es el mismo que entonces.
Lo que pretendo con estas notas es trazar un mapa de esa agitación, un mapa y un inventario de lo que percibo, y no para defender ni denigrar ninguna ideología ni posición ni aspiración, sino para orientarme yo mismo en esta selva. Obviamente, sé cuál es mi posición, mi aspiración y mis sentimientos, pero quiero desmenuzarlos, deconstruirlos e interrogarlos, someterlos a la razón, sin dar por sentadas las conclusiones a las que llegue, si es que llego a alguna.
Tampoco busco convencer a quien pueda leer esto. Busco saber, libre de creencias y lugares comunes. Indagarme a mí mismo, tal vez, como un Michel de Montaigne en la soledad de su torre.


Me pregunto qué es "ser" de un sitio. Qué es decir, por ejemplo, “soy valenciano” o “soy español”. ¿Haber vivido o nacido en ese lugar y ese país? ¿Ser hijo de padres valencianos o españoles? ¿Comprender la manera de ser, eso que supuestamente reducimos a una serie de rasgos más o menos comunes? Es difícil decirlo, y sin embargo, cuando a uno le preguntan, sabe qué responder, con rotundidad. Si, tras diez años residiendo en Cataluña (y sabiendo que tener aquí mi domicilio y pagar aquí mis impuestos me convierte civil y administrativamente en catalán), me preguntan si soy catalán, mi respuesta será no, y no creo que esa respuesta cambie, aunque acabe mis días en esta bendita tierra y llegue, Dios lo quiera, a una edad avanzada. Porque si dijera que no mentiría, pues no me siento catalán, por mucho que aprecie muchas cosas de eso que comúnmente se identifica con el "ser catalán", y mentiría porque siento, como algo completamente natural, que eso que conozco y aprecio, y reconozco y me puede hacer sentir bien cuando me encuentro entre catalanes, y que no rechazo, es en realidad ajeno a mí. Y porque ese sentimiento no sé si toleraría otros que se presentan como contrarios a él.
Hace unos años, en cuanto había oportunidad de hacerlo, me gustaba ponerme a hablar, medio en broma medio en serio (remedando quizá el título de esa maravillosa novela de Goethe, Las Afinidades Electivas) de las "identidades electivas". Imaginaba unos estados no nacionales, sin más identidad que las leyes que los rigen (estados de ciudadanos strictu senso), en los que esos ciudadanos escogían libremente, no por costumbre ni obligación, sino por puro amor o gusto, como quien se hace un tatuaje o modela un estilo de vestir, su o sus identidades. Yo mismo suelo bromear (pero la broma es la coraza para que no se rían de mí o me llamen chalado) con que soy algo británico/inglés (y no sólo porque admiro muchas cosas de ese país, y no sería yo mismo sin toda la música británica que he escuchado y amado, sino porque algunos rasgos de mi carácter los identifico como típicamente ingleses: cierta reserva, algo de flema, mi repulsa a compartir en las relaciones sociales cosas demasiado íntimas, sin contar la cultura británica, cierto conservadurismo y gusto por los buenos modales), y desde que hace unos años, estando en Sicilia, y viendo en un puesto callejero, unos libritos que me apetecía leer y entender, sentí un repentino deseo de conocer la lengua italiana (un claro ejemplo de elección, claramente sentimental, de una identidad que no era la mía pero ya lo es), me da por decir a veces que me considero un poco italiano. En definitiva, uno es lo que quiere ser, igual que uno habla en la lengua que le da la gana, y me parece un sano ejercicio de libertad el aspirar a que salga del ámbito de la política esa pretensión de conformar la sociedad, de modelarla en vez de limitarse a respetarla y entenderla, gobernando el país, haciéndolo más libre y justo, pero sin pretender cambiar su sociedad con su ideología. Y sin embargo veo todos los días, con asombro, que los políticos dedican enormes esfuerzos a promover los sentimientos autoidentitarios de la sociedad a la que pertenece el pueblo que los elige, y lo hacen muchas veces con el consentimiento y hasta el aplauso de buena parte de estos.
Pero volvamos al tema. Mis identidades llamémoslas naturales son las de español y valenciano. Uno se acostumbra a ser reconocido así, y sin entusiasmo pero tampoco con pesar (nada que ver con la frase de Borges en Funes el memorioso, más fácilmente imaginable en un escritor identificado como español que como catalán: "mi deplorable condición de argentino me impedirá, etc.), con "naturalidad" lo asume. Lo cual no quiere decir que no critique, y deplore, mil cosas que se identifican como propias del modo de ser español y valenciano: el modo de ser ruidoso, el nefasto orgullo, la exageración, la grosera improvisación y pragmatismo valencianos... Pero entonces, ¿qué queda de mi identidad natural? Pues no lo sé muy bien, puesto que en realidad critico mucho lo español y lo valenciano (quizá como quien critica a su propia familia, pero ay de quien lo haga desde fuera de ella... ), y llevo mal salir al extranjero y encontrarme con otros españoles y no sé qué es en realidad lo positivo de ambas identidades (¿la imaginación?, ¿la vitalidad?, ¿la generosidad?), supongo que al final identidad es lo que uno no nota, lo que no sabe discernir, lo que le hace sentirse en casa. Pero quizá lo que me hace no rechazar esas identidades (siempre que no se me imponga ninguna insoportable monogamia identitaria) es que las entiendo y conozco muy bien y me oriento perfectamente en ellas, sin sentirme coartado, ni limitado, pues puedo salir de ellas cuando lo deseo, y buscar más allá de esos códigos que imponen las identidades y los identitarios, riéndome un poco de su frecuente cortedad de miras. No las siento como identidades limitadoras ni enfrentadas a nada ni a nadie.
Pero, ¿qué me sucede con la identidad catalana? ¿Por qué, pese a vivir y trabajar aquí, y sentirme bien en esta tierra, sé que no me hará gracia que alguien me llame catalán, como no soporto que cambien mi nombre por ese Rafel que hasta me daña al oído? Y además reconociendo que muchas cosas de lo catalán sinceramente me gustan (y a quién no, me pregunto), sobre todo ese admirable sentido de la organización, esa pretensión de hacer las cosas bien hechas, sin buscar atajos ingeniosos, esa seriedad en el trato. La respuesta que primero me viene a la mente es: porque la identidad catalana exige una adhesión cuasi sagrada a sí misma y está dispuesta, a la mínima, a lanzar el anatema de “lo anticatalán”. Así como uno se puede considerar, qué sé yo, un poco andaluz o navarro o gallego, tras vivir diez años en Andalucía, o en Navarra o en Galicia, no se puede ser catalán a la ligera. Supongo que habrá catalanes que con toda convicción dirán que pueden compatibilizar muy bien su identidad catalana con otras, incluso la española, pero desde fuera (y desde fuera a veces se ven mejor las cosas que desde dentro) uno se encuentra todos los días y cada día más con una identidad catalana altamente recalentada, que no le basta con expresarse libremente (y a fe mía que se expresa con mucho empeño) sino que necesita afirmarse contra. Contra España y lo español, naturalmente. ¿Y por qué? ¿Por qué la identidad catalana exige un ser tan distinto a las otras? ¿Por qué precisa construir un espacio distinto a los otros, cerrado sobre sí misma, justamente cuando en el resto de Europa, y ya no digamos en España, se da el movimiento contrario?

En una sociedad democrática, con libertades individuales garantizadas y donde la política no pretenda conformar la sociedad a ninguna ideología o identidad, limitándose a conocerla y corregir las desigualdades sociales, y por supuesto mantener los valores democráticos que la sustentan, se pueden mantener identidades diversas sin conflicto entre unas y otras, sabiendo, eso sí, que los estados nacionales son fruto de la historia, y que la tendencia natural de esta, en la era de las comunicaciones instantáneas y globales, será la de progresivamente desnacionalizarlos, cediéndose por un lado soberanía entre unos y otros, pero por otro consiguiendo ser espacios no de nacionales -de españoles, franceses, bretones o catalanes- sino de personas que se identifiquen entre sí no por sus orígenes nacionales o raciales, o sus religiones, sino por sus valores ciudadanos compartidos, hasta conseguir grandes espacios de leyes justas, solidaridad y protección social y respeto al individuo, espacios donde estos se puedan mover con libertad, y que requieren ser grandes para protegerlo de las amenazas en sentido contrario: el integrismo religioso (tan teñido de nacionalismo) y el populismo, que convierte a los individuos en súbditos de una idea o productos de la publicidad.
Pero quizá me esté adelantando. Estábamos con el identitarismo catalán. Después de diez años de vivir aquí observo que es un identitarismo muy exigente, se exhibe con orgullo (banderas en los balcones, pegatinas en los coches, públicas exhibiciones colectivas donde no es difícil ver gente literalmente envuelta en sus banderas, interacción con lo deportivo, particularmente con el barcelonismo... ), y sobre todo se le sitúa en un punto más allá de toda discusión posible, como si de un dogma religioso se tratase. Pero los que con más entusiasmo se aferran a él, llamándose nacionalistas, cometen sin embargo un grave exceso, pues se muestran incapaces de imaginar al resto de la humanidad no sujetos a un sentimiento identitario, aunque distinto, igual de exigente y comprometido que el que ellos sustentan. Y así, cuando en el resto de España se critica el nacionalismo catalán inmediatamente se contesta con acusaciones de nacionalismo español, como si fueran idénticos en su intensidad y su configuración compacta y hasta sagrada, y hasta se identifica la racional preferencia de tantos españoles porque pese a la diversidad de sus territorios se mantenga la integridad territorial del Estado, con una muestra de nacionalismo. Es innegable que existe un nacionalismo español como lo existe el norteamericano y el alemán. Y sin embargo no creo que haya que pensar mucho para ver enseguida las diferencias entre el nacionalismo catalán y el español:

Nacionalismo catalán:
  • no ha dejado de expandirse en los últimos cuarenta años, explotando con habilidad los naturales sentimientos de pertenencia, y creando con gran empeño e indudable éxito la sensación de que el catalán es un pueblo incomprendido, envidiado, despreciado y hasta perseguido, y que todos sus males derivan de los ultrajes que a lo largo de la historia les ha provocado España.
  • ha incrementado paulatinamente su proyección sobre la historia y la cultura, configurándolas de acuerdo con sus tesis.
  • genera un proyecto político en torno a sí, manifestado en muchas entidades ciudadanas y en partidos políticos en los que el marchamo nacionalista es más importante que su ubicación en el eje izquierda/derecha.
  • se le queda corto el territorio, y tiene siempre en la recámara, buscando el momento propicio para impulsarlo, su proyecto de Països Catalans, que a modo de recordatorio muestra todos los días la televisión autonómica, so pretexto de informar sobre el tiempo.
     
  • ha marcado los límites entre lo catalán y lo no catalán en muchos ámbitos sociales
  • exhibe mucho sus banderas y símbolos, y acaba impregnándolo todo, desde los clubes de fútbol hasta las asociaciones profesionales



Nacionalismo español:
  • no ha dejado de retroceder, desde la muerte de Franco. El abuso nacionalista durante la dictadura, muy unido al catolicismo (creando ese engendro llamado nacionalsocialismo), ha llevado tanto a uno como otro a sus horas más bajas.
  • en la política española el eje determinante es el tradicional izquierda/derecha; los partidos no disputan por ser reconocidos como más españoles que sus adversarios.
  • el otrora vibrante nacionalismo español se ha visto muy mermado con la integración en Europa, y al contrario que en otros países europeos no hay movimientos políticos significativos, eminentemente nacionalistas, que defiendan salir de Europa.
  • no tiene, quitando reivindicaciones trasnochadas como el viejo “Gibraltar Español”, enemigos declarados que lo reafirmen.
  • se manifiesta con bastante tibieza, salvo acontecimientos deportivos, la "roja", etc.
  • la exhibición de símbolos por parte de los ciudadanos es infinitamente menor.
Hablo de nacionalismo como una expresión política que exacerba los sentimientos identitarios y que en el fondo, aunque se pase de puntillas sobre este extremo, postula que la nación es más importante que las personas, y que en Cataluña ha conseguido (yo lo he oído ya en la calle en alguna ocasión) que haya quien diga que abraza el independentismo pensando no en sí mismo, ni en sus hijos, para quien no será un camino de rosas, sino en sus nietos. Por otra parte, si nos fijamos bien, el nacionalismo hace una segregación entre los ciudadanos, al fijar ese sentimiento identitario exacerbado como motor de su acción política, como diciendo “seremos el gobierno de los findanleses” (o de los hutus, o de los vascos), y toda nuestra acción se va a centrar en nosotros, en los que somos y sentimos de forma similar (y a quien no lo sea ni se sienta como nosotros, le aceptaremos si quiere integrarse). Bien mirado, ¿no es esto tan absurdo como si hubiera ideologías políticas, con sus partidos, centradas solo en los varones, o en las mujeres, o en los homosexuales, o en los cristianos, o en los ateos, o en la raza blanca? Es decir, por importante que sea, se toma solo una parte de una sociedad que sabemos que es muy diversa y compleja, y se busca una política que la complazca y defienda a esa parte, principal y mayoritaria, frente a todo lo demás que no se “identi”-fica con esos mismos valores. El nacionalismo, en definitiva, practica un corte en la sociedad de lo que llama “su” nación. Sí, ya sé que ese binomio “una nación/un estado” ha sido el principio activo durante siglos para la creación de muchos estados, y que aun sigue vigente, y también sé de la incapacidad de los nacionalistas para imaginar algo distinto y hasta creer que ese esquema, que ignora la complejidad social actual y supedita el individuo a una nación, es el único posible. Porque que los poderes públicos de un estado moderno intenten preservar la unidad de ese estado, máxime cuando su constitución, democráticamente aprobada por la ciudadanía, obliga a ello, no puede confundirse con una manifestación de nacionalismo, sino de legalidad. El nacionalismo se practica hacia dentro, buscando compactar más la sociedad, en torno a unos ideales y una historia, y unas supuestas características comunes o supuestos hechos diferenciales, que considera más importantes que la amplia identificación con valores ciudadanos, pero también se practica hacia afuera, pues sin un enemigo exterior el nacionalismo pierde consistencia. El nacionalismo catalán lo tiene fácil: solo tiene que mirar a España (obviando que Cataluña es parte de ella) y considerarla responsable de todos los males de su oprimida patria. El nacionalismo español lo tiene más complicado. Ya no puede decir que Europa no nos entiende, y no parece que haya muchos ciudadanos preocupados por agresiones externas, dispuestos a tomar al asalto Gibraltar o a dar una lección a los moros que nos amenazan Ceuta y Melilla. Y, por otra parte, ya quisiera España tener en su seno una identidad tan compacta como la catalana, que, quitando quizá el valle de Aran, y el llamado “cinturón rojo" de Barcelona, extiende "transversalmente" (este es uno de sus vocablos favoritos) sus tradiciones y “señas” casi uniformemente por todo el territorio catalán, y si les dejan (pues la reivindicación de los Països Catalans está ahí, como he dicho, aguardando discretamente), incluso fuera de él.
Pero aquí la pregunta es evidente: ¿Por qué la visión nacionalista tiene tanto éxito en Cataluña? Y la respuesta inmediata a esa pregunta es una lista de sustantivos que comparten el adjetivo propio y propia: historia propia, lengua propia, tradiciones propias, sentimientos propios. Pero otros territorios integrantes de España también tienen esa triada (Galicia, Baleares, Valencia... -El País Vasco es un caso distinto que merece un estudio aparte-) y sin embargo aunque cada uno de esos territorios cuentan con habitantes y grupos sociales y políticos autodenominados nacionalistas, sus propios nacionalismos (hermanados con el catalán en el caso valenciano y balear) ni de lejos son tan pujantes y potentes como el catalán.
De modo que la causa no puede ser esa solamente, yo creo que es más compleja, y no es tanto la existencia de ese triunvirato lengua-tradiciones-historia, como la hábil utilización del mismo por los políticos (el franquismo ayudó, desde luego, con su nefasto nacionalismo español, creando un profundo malestar en territorios como el catalán), que se emplean a fondo para mantener vivos los agravios de otras épocas, pero también por la presencia de una especie de catalanidad básica, yo diría que quasi genética, una especie de sentimiento fatal y hasta complaciente (la diada nacional conmemorando una derrota; el himno, cuya partitura parece una marcha fúnebre; la exaltación de la pérdida) que no podemos calificar de inventado, aunque sí de irracional, pues no es algo fingido, es algo que está ahí en el ambiente y a lo que unos más que otros se adhieren con facilidad; unos sentimientos que podríamos comparar con la religiosidad tradicional (presente, más de lo que estarían dispuestas a admitir, hasta en personas que se declaran ateas o agnósticas), y que -y aquí radica en mi opinión el “hecho diferencial”- hábilmente ha sido explotada por el nacionalismo político, construyendo a partir de materiales ciertos pero a menudo exagerados, y sin duda sesgados, un relato de opresión que ha cuajado sobre todo en las áreas no urbanas y menos expuestas a la masiva inmigración interior de los últimos setenta años, y cuya llama se aviva continuamente sin permitirles que ni por un instante olviden la sagrada identidad catalana.
Vale la pena que nos detengamos aquí. He seguido de cerca en ciudadanos catalanes que trato habitualmente ese sentimiento del que rara vez se habla, he oído expresiones como “es que mi padre es muy catalán” como diciendo hay ciertas cosas que no las puede oír, o incluso alguien (de origen foráneo) que me contó cómo su novio no se atrevía a presentarle a sus padres (también “muy catalanes”) o la expresión abatida de un hijo de matrimonio mixto (padre catalán “de soca” y madre sevillana) diciendo, mientras comentábamos la asfixiante atmósfera política de estos años: “yo es que estoy en medio”.
Y ahora expresaré mis sentimientos: me siento muy afortunado de no verme sometido a ese peso, a esa exigencia social, política y hasta muchas veces familiar de ser "muy catalán", o de no poder manifestar con claridad el hartazgo ante este estado de cosas, por temor a ser tildado de facha o español. Porque he visto que ese catalanismo, depurado y exacerbado durante décadas y hasta siglos, puede resultar una carga, y hasta (por expresar la expresión de mi abuelo paterno referida al noviazgo) “un lastre molt pessat”. Un lastre, algo que impide volar libremente. He conocido también estos años testimonios, algunos de primera mano, de personas que después de unos años de vivir lejos de Cataluña han relativizado mucho su catalanidad, abjurando de antiguos excesos y hasta reconociendo la visión equivocada que tenían de la España que luego han conocido.
Pero creo que incluso se puede ir más lejos en este análisis, pues más allá de sentimientos más o menos difusos y explícitos, creo haber advertido en Cataluña más que en otros lugares esa nefasta y universal distinción entre “lo nuestro” y lo de “los otros”. Esa contraposición está muy presente en Cataluña. Supongo que si lo califico de sentimiento tribal se me llamará exagerado, pero no sé definirlo de otra manera que con esa metáfora. Quien pase una temporada en Cataluña observará el fenómeno del omnipresente marcar el territorio, de señalarlo. En Sant Jordi, por ejemplo: las paradas de libros lucen todas la senyera; los campos de fútbol, en partidos internacionales, son una reivindicación patriótica; en los supermercados abundan productos hábilmente dirigidos al público más identificado con esos valores autoreferenciales, pues solo con ellos se puede alcanzar una cosa de mercado nada despreciable. Hasta me produce vergüenza ajena escribir esta marca de leche presente en todos los supermercados: Llet Nostra, en cuyo envase aparece dibujado, sobre el lomo de una vaca, el mapa catalán.Y hasta en las manifestaciones sindicales el sindicato antiguamente llamado comunista, Comisiones Obreras (cuyo ideario no parece precisamente nacionalista) luce unas senyeras de considerable tamaño en las que se han impreso las siglas CC.OO., como dejando claro que la defensa de la nación es primordial frente a la defensa de la clase trabajadora (¿O tendrá razón Pérez Andújar con eso de que "ser español es de pobres"?). Es decir, en todo hay que marcar lo nuestro frente a lo de los otros, creando obviamente el marco adecuado para que se facilite el natural surgimiento de los mejores defensores de "lo nuestro". Obsérvense los carteles electorales y hasta los logos de los partidos. La imaginería electoral es muestra de una competición sin cuartel por presentarse como más catalán y que ama más intensamente a su patria que el adversario. ¡Si hasta el PP, que en toda España se presenta con esas sencillas siglas ha tenido que añadir una tercera sigla, la C, convirtiéndose aquí en el PPC o Partido Popular de Catalunya!

 Pero además lo que se ha conseguido con el tiempo, tras treinta y tantos años de gobiernos autonómicos nacionalistas, y creo que se ve con mucha claridad en estos momentos previos al autocalificado de histórico 27-S, es crear una especie de plataforma catalanista-patriótica, que ocupa la mayor parte del escenario social y está claramente hiper representada, y que aspira a ser la única posible, para la cual todo el que está fuera no cuenta y no interesa, puesto que no aspira a homogeneizarse con el resto de la sociedad (que la supera en número, como se está viendo en las encuestas) sino que pretende más bien ir arañando apoyos aquí y allá, y con una considerable prepotencia pretende que los externos a ellas, los por así decirlos, marginales (aunque los marginales, insisto, les superan en número) se "integren". Nuevamente, el paralelismo con el ámbito religioso, y la dicotomía entre ortodoxos y heterodoxos, es inevitable. Por supuesto el nacionalismo catalanista siempre tendrá los brazos abiertos para acogerlos en su selecto club, sin preguntar por raza, religión, origen, etc., cual hijo pródigo, pero a lo que no estará dispuesto, puesto que se sabe portadora de las esencias y de la mayor homogeneidad identitaria que se da en Cataluña, es a reducir sus aspiraciones ni su visión del "relato catalán" (ya trataremos de este más adelante), con el fin de crear un nuevo espacio ciudadano, que supere identidades y donde la inmensa mayoría de la población catalana se sienta identificada. Pero eso ya no se llama integración (esa palabra, falsamente benévola, esconde siempre otra más dura: sometimiento, o rendición incondicional), sino fusión, confluencia, un espacio donde nadie se imponga a nadie.
Aunque muchos hacen como que no lo ven, hoy Cataluña es un país dividido en dos, casi al cincuenta por cien. En mayor o menor grado unos viven en clave catalana y otros en clave española. En su versión extrema, los primeros viven todo el tiempo en un país que sienten como una nación incomprendida e invadida; hablan, leen, se relacionan, ven la tele, hablan a sus hijos siempre en catalán (lo pasan mal en el extranjero, cuando les llaman “spanish”). En cuanto a los segundos, siguen viviendo en España, hablando siempre en castellano, viendo y oyendo solamente televisiones y radios en español e ignorando todo lo genuinamente catalán, desconectando de los políticos nacionalistas (como lo han hecho durante muchos años en las elecciones autonómicas, algo que no iba con ellos), aunque con una diferencia con los primeros: su identidad única e irrenunciable la viven con mayor discreción y antes de poner, por ejemplo, la bandera española en el balcón se lo pensarán dos veces, no sea que el resto de vecinos les llamen fachas (los otros pondrán sus banderas y proclamas independentistas sin problemas, y criticarán a quienes no les imiten). Entre ambos extremos hay, por supuesto, muchos matices, pero lo que no hay es indiferencia, es decir no hay quienes no se sientan ni catalanes ni españoles, vaya, supongo que salvo los extranjeros. El idioma, por supuesto, es determinante. Uno acaba encontrando su lugar en grupos donde la relación se produce enteramente en catalán o enteramente en castellano, y el idioma condiciona el acercamiento, independientemente de que sus miembros se expresen también normalmente en la otra lengua. En realidad el bilingüismo, entendido como la utilización indiferente y espontánea de una u otra lengua, no existe. Ingenuamente pensé, al principio de vivir en Cataluña, que sí existía ese puro y respetuoso bilingüismo. No tardé en reconocer mi error, pues utilizar uno u otro idioma es una manifestación política. Cuando los poderes públicos consideran como un éxito o un fracaso de su "política lingüística" (horrenda expresión, si bien se mira, cargada de totalitarismo) que los ciudadanos libremente se expresan en uno u otro idioma, uno no puede ser indiferente. Tristemente eso es lo que han conseguido, que nadie pueda considerarse indiferente, que cualquier gesto, cualquier manifestación individual o social, sea a favor o en contra. Y la primera, la más cercana al pensamiento y a la mente de cada ciudadano, es el idioma.
Las manifestaciones de esta división, que como todo en Cataluña se lleva con relativa discreción, son a veces divertidas. Se hacen comentarios de las personas que nos rodean, preguntándose unos a otros si Fulano o Mengano es "indepe" o "pro-procès", o si es "unionista" o "españolista", siempre en privado y sin alzar mucho la voz. Y a menudo puede haber sorpresas: alguien que nos parece una persona sensata, educada, cordial, vaya, que nos cae bien, resulta que sorprendentemente pertenece a "los otros", lo cual puede obligarnos a revisar el juicio previo que sobre él teníamos. Es raro hablar del asunto si no es en entre quienes piensan igual, donde se habla mucho y con gran provecho, animándonos mutuamente, sobre todo si, como en mi caso, somos contarios a la independencia, pues sabemos que sin ser minoría, la calle, los balcones, los medios son de los otros. “Los nuestros” vemos a “los otros” quizá con tristeza y resignación. ¡No van a pensar como piensan después de décadas de adoctrinamiento! Pero ellos, sospecho, nos ven con rabia, con esa sensación de incredulidad porque no compartamos sus visiones, por no comprenderles, ellos que lo ven todo tan claro, y que cada día encuentran motivos para ratificar su dictamen: esto no tiene arreglo, hemos de marcharnos. Yo veo en esos que para mí son los otros un punto de escándalo, de decirse ¿cómo es posible que no lo vean, si lo tienen ante sus ojos? Anclados como están en una visión cerrada de sí mismos, con un marco que no admite otro enfoque, y donde todas las respuestas conducen a lo mismo: no hay otra solución, Cataluña, ha llegado tu hora, la historia nos convoca (como decía la publicidad oficial del trescientos aniversario de la derrota de 1714).... ¿Cómo nos han de ver? Por no hablar de los que lamentarán el no haber puesto barreras, o no haber "integrado" mejor, a esa masiva inmigración que es foco de resistencia y pervivencia de lo español, es decir, de lo contra Cataluña. Y no puedo dejar de citar aquí el comentario que, con el mayor desprecio, me hizo el señor Roch, dueño de un hostal en una aldea donde nos hospedábamos cuando durante la semana de Fallas, hace de esto treinta y pico años, íbamos a esquiar al Pirineo de Lérida: "Tota aquesta xarnegà que va arrivar...".
Recuerdo también algo que ocurría a menudo en mi aula del Instituto de Enseñanza Media Ausias March, en Gandia, allá por la primera mitad de los 70. Supongo que se daría igual en otras aulas y otros centros, pero creo que la condición claramente afeminada, bien visible, de dos compañeros de clase quizá atizaba la crueldad de los cabecillas que promovían las gamberradas. Se trataba de que de vez en cuando, supongo que entre clase y clase, cuando algún profesor se retrasaba, se coreaba este anatema: “maricón el que no bote”, y allá que empezábamos todos a dar botes, hasta que llegaba el profesor. Yo veía a muchos disfrutar de verdad con este juego, pero no sé si a muchos o pocos, como a mí (no he comentado con nadie esta anécdota) les avergonzaba ese juego estúpido, ya no por lo que tenía de homófobo, que también (los dos afeminados eran, por supuesto, sometidos a mil burlas y vejaciones de las cuales esta no era la peor), sino por lo que tenía de expresión burda de la masa, de adhesión ciega, de inquisitorial, y de celebración de la absoluta homogeneidad. Ahí estábamos todos botando como gilipollas para que esa terrible palabra no nos designase, no nos incluyese en su terrible campo semántico. Pues bien, a veces tengo la impresión de que en Cataluña se juega a menudo a ese “Maricón el que no bote”, traducido a un “Anticatalán el que no bote” o “No comprometido con la soberanía de su pueblo y el democrático derecho a decidir el que no bote”, o, por supuesto, “Español el que no bote” (y esto último -“boti, boti, boti, espanyol qui no boti”- literalmente se ha cantado en las vías catalanas y demás "festivales norcoreanos”, como las llamó un articulista de El País, y no es infrecuente oírlo, según me dicen, en los colegios). Porque el que disiente solo lo hace en voz baja, y esa muestra de sano escepticismo es un alivio para que después, a la vista de todos, se una al coro unánime que reclama “la unitat de tots” y menosprecia al tibio. A veces pienso que el nacionalismo catalán concibe a Cataluña como un inmenso castell, imponiendo a todos la tarea de hacer piña, empujando en la base para que els castellers suban bien alto, convirtiendo así en masa acrítica a la inmensa mayoría para que unos pocos, aprovechando el esfuerzo de todos, suban a lo más alto, a una posición donde con su solo esfuerzo jamás habrían soñado en llegar. Claro, uno tiene la ventaja de no ser catalán (quizá mi “deplorable condición de no-catalán” tiene sus ventajas), pero no puedo evitar preguntarme, dónde estaría yo si fuera catalán, puesto que por mi origen social (por decirlo en catalán: “de família benestant”), y por mi trabajo, en un grupo A1 de la administración, sé que con facilidad se me identifica socialmente con ese sector que ha sido el núcleo central del catalanismo político, arrastrado en estos años mediante un eficaz y sibilino “boti, boti...” al independentismo, de tal modo que a muchos, cuando me conocen (y en esta confrontación social no es difícil ver la posición de cada cual), les debo desorientar, pues no me ven hijo de las clases trabajadoras llegadas a estas tierras durante el franquismo, por lo que supongo que en cuanto sepan que soy valenciano lo encajarán con un “és clar, és valencià, i ja se sap que tots els valencians son uns fatxes espanyolistes”). Sí, sinceramente, pues no puedo admitir que los miles y miles de ciudadanos catalanes que se identifican con ese discurso de la ruptura con España (muchos de ellos gente razonable, moderada, instruida, que lee libros y viaja) sean todos dementes o débiles mentales, o fanáticos, por lo cual debo reconocer que si siendo yo quien soy hubiera nacido en Cataluña, no es improbable que ahora estuviese en ese otro lado, con mayor o menor convicción, y sintiendo en mayor o menor grado esa exigencia del ser catalán, tal vez sintiéndome, como el amigo al que antes he aludido “en medio de los dos”. O tal vez no, tal vez me hubiera revelado con toda virulencia, emulando a un Albert Boadella (el innombrable), por ejemplo. Pues siempre me han asqueado las unanimidades, el dar por hecho cómo se piensa, el construir esquemas mentales inamovibles, en base a verdades incontestables, por no decir que las exhibiciones de entusiasmo colectivo me echan para atrás, y que en cambio me siento bastante identificado, en mi individualismo, con la genial fase de Groucho Marx: “Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como socios a personas como yo”.

Sí, yo diría que las consignas colectivas me sitúan en contra. Si pienso en mi juventud, justamente nunca comulgué con un fenómeno muy virulento en la Valencia de finales de los setenta y principios de los ochenta y que caló muy hondo en toda la sociedad valenciana: el anticatalanismo. Siempre me pareció exagerado ese temor a los catalanes, el acusarles de imperialistas, y me dieron risa afirmaciones como la de que el valenciano es una lengua anterior al catalán, que ya se hablaba en Valencia durante la dominación musulmana, antes de la conquista cristiana. Hasta una vez, en una conferencia en el Colegio de Abogados, un reputado notario, articulista de Las Provincias, se atrevió a decir que él hablaba cinco idiomas, aparte del valenciano, pero que el catalán no lo entendía. El público (gente joven licenciados en derecho, como yo en su mayoría, pues creo que se trataba de un curso de preparación para la abogacía) le reía las gracias, pero yo me levanté y me fui, porque me pareció que perdía el tiempo escuchando a un imbécil como aquel. La presión anticatalana en la Valencia de esos años fue muy fuerte (mi padre, durante un tiempo lector de Las Provincias, se desplazó una vez a Valencia para acudir a una manifestación en defensa de las señas de identidad valencianas y regresó arrepentido por el cariz que tomó aquello, pues alguien ahorcó un muñeco que representaba al entonces molt honorable Jordi Pujol), y aquel anticatalanismo nada tiene que ver con lo que queda hoy en día, allí y en muchas partes de España, esa especie de “cuidado que esos son catalanes y se las saben todas”, o “ya están quejándose otra vez, nunca tendrán suficiente” o el “es que se creen superiores”. Por supuesto que también había y hay en la Comunidad Valenciana el movimiento contrario, personas que les sabe a poco la difusa y poco combativa identidad valenciana, a medio camino, incluso físicamente, entre el polo español que representa Madrid y el polo catalán, que representa Barcelona, y que ven en la identidad catalana y su full de ruta un modelo a seguir. Pero sin necesidad de ello (y sin caer en ridiculeces como la nació valenciana o el pretender recuperar el Regne de València) había en mi generación, y la sigue habiendo ahora en toda España, mucha gente que sentía respeto y hasta admiración por los catalanes, por su mentalidad de trabajo y de organización, y por su pujanza empresarial, y uno, aunque no hablase valenciano, escuchaba y hasta cantaba las canciones de Serrat, de Llach, de la Bonet, de Raimon, y más tarde (en el ayuntamiento donde trabajaba, en la provincia de Castellón, hasta hace diez años promoví unos cursos de valenciano), empecé a leer en catalán: Rodoreda, Oller, Jesús Moncada, Quim Monzó, Pla... El de Raimon es un caso curioso: un valenciano hecho en Barcelona, un modelo para el valencianismo pro-catalán, alguien que se le ha despreciado y vetado hasta lo indecible durante los años de hegemonía del PP en la Comunidad Valenciana, por catalán, y que curiosamente aquí, en su tierra de acogida, ahora que ha mostrado sus dudas sobre el procés ha sido denostado y llamado traidor. Y me resulta curioso también comprobar cómo, con los años, el eco de un personaje que influyó mucho en ese anticatalanismo, agitando sus aguas desde su columna diaria en Las Provincias (muestra de un histerismo y una argumentación rastrera y manipuladora difícilmente alcanzable), lo he encontrado aquí en Cataluña, en la voz de otra mujer periodista, no por lo que dice, sino por cómo lo dice, con un muy semejante rasgarse las vestiduras y creerse, con su lógica aplastante y su histeria, en posesión de la verdad. Me refiero, cómo no, a la sin par Pilar Rahola.
No obstante, y hablando de esa percepción de “lo catalán” que yo experimenté en aquellos años en los que poco a poco, a partir de la muerte de Franco, que murió pocos meses después de que yo cumpliera dieciocho años, iba adquiriendo conciencia política, es curioso como, con el tiempo, y tras mudarme a Cataluña en 2005, he tenido que revisar algunas percepciones: si bien eran muy exagerados, he comprendido aquí que ciertos recelos valencianos estaban, y están, justificados. Me refiero a esa entelequia de los Països Catalans que ojalá fuera solo una ocurrencia de unos pocos, pues el catalanismo la mantiene ahí, como en la retaguardia, como una coartada para generar el día de mañana, si las circunstancias lo permiten, una cierta área de influencia, donde con el pretexto de la lengua catalana ejercería también un liderazgo político. No es inocente ese mapa del tiempo televisivo que antes he mencionado, donde como quien no quiere la cosa se dibuja ese ansiado, por muchos más de los que parece, anschluss catalán y se informa si en Elche, Mahón o Perpiñán lucirá el sol o lloverá. Y las instituciones catalanas subvencionan y han subvencionado a las entidades valencianas que defienden el pancatalanismo.
Pero hablábamos de división en la población. No es una división violenta, en el sentido de que produzca enfrentamientos en las calles (y eso los pro-procés lo destacan mucho, aferrándose a esa legitimación adicional de la no-violencia), pero sí una división que crea barreras, espacios donde uno no se atreve a opinar, y dobles lenguajes, tendiendo silencios en reuniones de amigos o colectivos donde se sospecha que hay diversidad (pero quien trate con políticos, y yo lo hago por mi trabajo, comprobará cómo cambian los mensajes institucionales respecto a los individuales, los que se expresan en privado, mucho más moderados y a veces abiertamente contradictorios con la línea oficial que marcan los líderes). Ese clima necesita de desahogos. Quien tenga la curiosidad de leer en la prensa on-line los comentarios a las noticias que tocan el tema del independentismo, comprobará dos cosas: primera, que muy rara vez el que comenta se identifica con nombres y apellidos, sino que comenta bajo el anonimato o amparándose en un nick, y segunda, la absoluta virulencia y desmesura de los comentarios, los insultos, las descalificaciones, los linchamientos, la incitación a la violencia y el odio...
Y no es para menos, pues uno de los aspectos del nacionalismo catalán en estos diez últimos años es que se ha activado mucho socialmente, sobre todo desde la puesta en marcha de la llamada hoja de ruta hacia la independencia. Hasta entonces uno podía vivir más o menos tranquilo en su ámbito profesional, pensando que las manifestaciones políticas del nacionalismo se gestaban en otra parte, en los comités de los partidos, en el Parlament, en los medios nacionalistas. Esa inflamación pasó luego a los ayuntamientos, cuyos plenos se han visto inundados de mociones de todo tipo, algunas muy pintorescas, haciendo siempre de caja de resonancia de las posiciones políticas de los partidos pero olvidando la diversidad de las sociedades locales. Pero ahora ya se ha traspasado el ámbito institucional y se ha llegado al ámbito profesional. Hablo de lo que conozco (y padezco). Hace unos años un grupo de compañeros míos, funcionarios de administración local con habilitación nacional (léase secretarios, interventores y tesoreros) creó una especie de agrupación o corriente interna bajo el nombre de Secretaris per la independéncia. ¿Cual es su misión? Pues la misma que similares iniciativas que las ANC y compañía promueven en sus ámbitos: difundir la buena nueva, es decir, evangelizar, controlar cada sector profesional poniéndolo al servicio de los que están arriba del castell, y además hacer un retrato del colectivo, detectar quiénes están a favor, quiénes en contra, y quiénes no saben/no contestan. En definitiva, tomar el control del colectivo (y el nuestro es de capital importancia, pues los secretarios somos los responsables del asesoramiento jurídico a las entidades locales) para evitar resistencias cuando llegue la hora de la desconexión con España.
Y dicho todo esto, a continuación, voy a analizar la cuestión de esta deriva secesionista, o desafío independentista o como queramos llamarle, que tantos ríos de tinta y discusión ha generado y sigue generando:

1. La configuración de los estados como "nacionales" tiene un momento histórico concreto y es fruto de la concepción romántica de las sociedades: el destino de los pueblos, la mitología, el alma de cada nación, etc. El feudalismo desaparece y los estados ya no son de los reyes sino de las naciones, integradas por ciudadanos libres y no por súbditos. Se crea un ideario que exalta las virtudes de los pueblos, unos se unifican (Alemania, Italia), en torno a características comunes, otros, unificados artificiosamente bajo la figura de un emperador, se desmoronan con la derrota en 1918: el imperio austro húngaro. El momento de máximo esplendor de los estados nacionales ya ha pasado hace mucho tiempo. Tras la segunda guerra mundial Europa inicia una convergencia, un largo e irregular, pero difícilmente reversible, camino hacia su unidad económica y también política. La exaltación de lo nacional, del destino único y sagrado de cada pueblo, que fue el caldo de cultivo de aquella terrible sangría que conocemos como la Gran Guerra, es hoy difícilmente imaginable. Subsisten los viejos estados nacionales, claro que sí, y los viejos nacionalismos aún tienen predicamento, por supuesto (y representantes en los parlamentos europeos), y subsistirán durante mucho tiempo, sobre todo en épocas de crisis económicas y sociales, pero la tendencia a la unidad de Europa se mantiene, y su sustrato ya no puede ser nacional. El sustrato ha de ser el de la universalidad de unos derechos y deberes ciudadanos, de unos valores democráticos y sociales. Las viejas naciones tendrán un valor cada vez más simbólico, protocolario, aunque ese virus de "lo nuestro", ese solo mirarse a uno mismo y encerrarse en la compacta y esencial tribu propia, ese incansable mirarse en el espejo sigue muy fuerte en algunos lugares. Los países de Europa no pueden replegarse en sus viejas fronteras. ¿Qué sentido tiene entonces crear un nuevo estado europeo, una República Catalana? Yo creo que es remar en sentido contrario, el movimiento no tiene que ser fragmentar un espacio, sino abrirlo. Agravios, reales o inventados, accesos de melodramática dignidad nunca faltarán para ese remar en sentido contrario, con esa queja del "es que nos empujan a ello, nos obligan con su incomprensión", reacción propia de quien incapaz de asumir sus carencias propias busca un enemigo externo para culparle de todos sus males. Pero, ¿acaso está amenazado el sentimiento, la manera de ser catalana? Si fuera así ¿no lo estaría igualmente en el seno de esa Europa que dicen los promotores de la liberación que les acogerá con los brazos abiertos? ¿Cuánto tiempo tardarán los promotores de ese nuevo estado en sentirse constreñidos por los burócratas de Bruselas, en sentirse incomprendidos y maltratados fiscalmente?
En un mundo globalizado, de grandes potencias consolidadas o en fase de consolidación (EE.UU., China, Rusia, India...) Europa no puede entretenerse en rediseñar sus fronteras interiores. Es ridícula la consideración de Cataluña como nación oprimida, como si España fuera el imperio austro húngaro en 1918 y el rey (el terrible Borbó) un monarca absoluto. Con decir que Cataluña votó libremente (y con mayor porcentaje a favor del Sí que en el resto de España) la actual Constitución democrática, que no contempla el derecho a la secesión, está todo dicho. Quienes proclaman una Catalunya lliure padecen un claro delirio. ¿Libres de quién?, me pregunto. ¿De ellos mismos? ¿De quienes no compartimos sus fantasías?

2. Identidades y estados. Los estados actuales no pueden configurar su acción y su razón de ser en torno a las identidades, porque hoy en día las identidades son diversas y cambiantes y estamos, por fortuna, en sociedades abiertas y con ciudadanos iguales. Lo que han de hacer es buscar las identidades compartidas por todos y compatibles con la democracia y los valores ciudadanos. Con esto no quiero decir que no haya que respetar las manifestaciones de esas identidades, pero sí que hay que construir a partir de la diversidad, y no homogeneizar a partir de una única identidad, por mucha historia que tenga tras ella, y por mucho que se proclamen con la mejor voluntad sus "transversales" virtudes "integradoras". Y, por supuesto, hay que respetar las lenguas autóctonas, tan vinculadas a lo identitario, pero respetar es sobre todo respetar a los hablantes. La mejor lengua oficial es la que no existe.

3. El derecho a decidir / Legalidad versus democracia. Es esta la más brillante creación del soberanismo, y un claro ejemplo de creación de un marco conceptual, un frame, en el sentido de Lakoff, que enmarca la discusión, otorgando una clara ventaja a quien lo establece. ¿Decidir? Todo el mundo decide todo el tiempo, podemos decir, y si hablamos de regímenes democráticos, esa es la esencia de lo democracia, que los ciudadanos decidan. Pero la capacidad de decisión en el seno de una sociedad democrática no es nunca un absoluto. Y es precisamente ejerciendo su derecho a decidir como una sociedad democrática establece un marco legal, una constitución, en la cual se articularán todos los derechos y libertades de los ciudadanos, las instituciones que los representarán y gobernarán y establecerá, a través de las leyes y sus mecanismos de aprobación (no siempre, o no enteramente, a través del voto de representantes, a veces es un voto sin intermediarios), la manera en que en lo sucesivo se plasmará esa voluntad ciudadana. Es decir, los ciudadanos, libremente, en ejercicio de ese derecho a decidir que mutuamente se reconocen unos a otros, y en un ámbito territorial determinado, adoptan como primera y necesaria decisión la creación de un marco en el que plasmar y ejercer en adelante ese amplísimo derecho a decidir, articulando sus mecanismos y sus garantías.


Pero los creadores del marco conceptual "derecho a decidir" precisamente lo que pretenden es saltarse esta secuencia. Puesto que el marco legal, fruto primigenio del derecho a decidir, no permite la decisión que queremos tomar (pues la soberanía reside en el pueblo español en su conjunto, y no en una parte de este) y puesto que modificar la constitución para introducir la autodeterminación o separación de una comunidad autónoma requiere de una mayoría de votos en las Cortes Generales que difícilmente alcanzaremos nunca, nos olvidamos de ella y proclamamos que la democracia está por encima de las leyes, que Cataluña es un sujeto político, etc. Es decir, rompemos la baraja.
En este punto se han dicho y se siguen diciendo muchas barbaridades, mezclando conceptos y confrontando legalidad con legitimidad, pretendiendo desvirtuar la legalidad democrática actual para instaurar una nueva legalidad democrática. Si la democracia no se desarrolla siempre dentro del marco de la legalidad, sencillamente acabaremos liquidándola. No valen trampas ni atajos, y acariciar los oídos de los ciudadanos prometiendo un derecho a decidir que no respeta los marcos legales es de una irresponsabilidad alarmante, fruto del peor populismo. Los atajos no pueden prosperar y la comunidad internacional (parece que anida en los dirigentes del procés la vana esperanza, propia de un trasnochado y delirante romanticismo, de que las grandes potencias correrán en auxilio de la oprimida Cataluña frente a la pérfida España), y especialmente la Unión Europea, apoyará siempre, en caso de hipotético conflicto, la legítima democracia ya existente. Cataluña no es una colonia, como algunos, a base de repetirse a sí mismos sus consignas, quieren hacer creer. Si salimos del marco constitucional (y la constitución no es sagrada, por supuesto, pero lo que sí es sagrado es el derecho del pueblo soberano que la votó en referéndum a revisarla de acuerdo con el procedimiento en ella previsto, sin atajos antidemocráticos), toda legitimidad se habrá perdido y además nadie garantizará ese derecho a decidir que tan frívolamente, como mágico talismán, se invoca.

4. El sistema catalán de partidos y el relato del pueblo oprimido que conquista su libertad. Desde la transición, a la vez que mantenía un pie en el sistema estatal de partidos, aunque con algunos vínculos sui generis (por ejemplo el del PSC con el PSOE), Cataluña ha engendrado partidos propios, de esos que en los años treinta se llamaban regionales. Esos partidos, particularmente la coalición, hace muy poco finiquitada, Convergència i Unió, han aglutinado el nacionalismo catalán y han explotado políticamente (con el claro objetivo de ocupar y acaparar el poder) el relato catalán, un relato de pérdida, lucha e ilusión de recuperar la dignidad.
Un relato de redención casi perfecto que comienza con la pérdida en 1714 de las instituciones propias (instituciones casi presentadas como democráticas, con una sociedad libre y feliz) a causa de la derrota en una guerra dinástica llamada la guerra de sucesión, y en el que tras casi dos siglos en los que la identidad se mantiene bajo mínimos, aplastada bajo el yugo borbónico, la indestructible alma catalana renace con fuerza, coincidiendo con el resurgir de las naciones europeas: el noucentisme, la Mancomunitat, etc., que dará lugar a un activo catalanismo político durante las primeras décadas del siglo XX que, tras algún paso en falso como la proclamación del Estat Català, que apenas sobrevive unas horas, culmina con el Estatut de 1932. El relato continua luego con la derrota del bando republicano en la Guerra Civil (conflicto que se tiende a desvirtuar en Cataluña, donde se presenta como una lucha de la España de matriz castellana contra el autogobierno catalán) y con los años oscuros de la represión franquista, hasta que en 1977, con la recuperación de la Generalitat, reemprende su camino hacia el autogobierno (con el soberanismo ya visible a lo lejos), aceptando, provisionalmente (y por lo visto, como ahora se pretende, “de mentirijillas”) una Constitución que reconoce su autonomía. El relato sigue luego por una serie de vericuetos, donde apoyándose hábilmente los sucesivos gobiernos de CiU en pactos con los partidos de ámbito estatal en el gobierno central, van consiguiendo mejoras para Cataluña, hasta llegar al momento en que la siguiente fase del relato (un nuevo Estatut que supera el odioso café para todos) se encalla: un presidente del gobierno socialista promete lo que no puede prometer, siguiendo una vía equivocada, pues no cuenta con mayoría para revisar la Constitución, que no hubiera sido improcedente revisar tras casi treinta años de vigencia, y calculando que el socialismo catalán se marcaría un tanto frente a Ciu -es decir, compitiendo con ellos en clave nacionalista- optan por hacer una interpretación más generosa del título Octavo, animando a Cataluña a aprobar un nuevo Estatut, entregándose los parlamentarios catalanes a la redacción de una norma que, al forzar tanto los límites del autogobierno, choca con la legalidad vigente. La situación es explotada por el partido en la oposición para presentarse (y no negaré que esa estrategia no “tiró” de nacionalismo, si bien en sentido contrario al de los socialistas) como garante del statu quo del 78, interponiendo con gran boato y estruendo un recurso de anticonstitucionalidad, cuando otras comunidades autónomas estaban incurriendo en gestos similares, emulando los nacionalismos vasco y catalán, pero sin que ello pareciera preocupar a nadie. Entonces llega la Sentencia del Constitucional que salva lo salvable, que es la gran mayoría del texto, quita eficacia jurídica a las proclamas de la nación catalana en el preámbulo, lima algunas expresiones en catorce artículos e impone criterios interpretativos para otra veintena de artículos. No es una escabechina, sino una rectificación parcial, que no ha restado capacidad de autogobierno a la comunidad autónoma, pero que encaja argumentalmente en el relato catalán como la gran ofensa española hacia la Cataluña del siglo XXI, ¡lo que el pueblo ha votado es rectificado por doce señores nombrados a propuesta de los partidos “españolistas”!. A partir de ahí, tras una campaña destinada a que cale en la población el mensaje de “España nos roba” y una especie de opereta llamada “Pacto Fiscal” queda expedito el camino hacia la siguiente pantalla, que dicen quienes se han criado con los videojuegos: la soberanía plena, la independencia, la República Catalana, el nuevo estado de Europa. Y bien mirado, qué pueden ofrecer en este momento partidos como CDC o ERC, que se proclaman nacionalistas y soberanistas sino la independencia, todo lo demás ya está agotado, es como rondar durante años y años a una chica y no atreverse nunca a declararle su amor. No tienen otra solución, la historia les empuja a ello, no pueden estar de nuevo encerrados en el bucle de siempre, fent la puta i la Ramoneta. Después de tantos años acercándose al borde del precipicio, ya toca ir saltando, seguro que alguien nos echará una mano para aminorar los efectos de la caída; sí, tal vez lo pasemos mal al principio, pero volveremos a levantar nuestro inmenso castell, asombraremos al mundo (y es una lástima que por muy poco, por solo dos años, no cerremos el círculo, la gran victoria, trescientos años después de la derrota de 1714: sí, ara, la història ens convoca, a nosotros, los descendientes de aquellos héroes derrotados).

Pero, ¿y si el fracaso ya está en sus cálculos? Porque ¿es posible que la elevada inflamación patriótica del stablishment soberanista sea capaz de nublar su sentido crítico y su conocimiento del mundo real tanto como para dibujar futuros imaginarios? ¿De verdad creemos que se creen lo que dicen? (lo cual sería realmente inaudito en política). No. Estoy convencido de que los dirigentes de estos partidos saben muy bien que sus apoyos son insuficientes, que la independencia que proclaman es imposible, que Europa y EE.UU. no la aceptarán, salvo que se pacte con España, cosa improbable, pero que aún así, como diría el poeta, aunque no hay camino, se hace camino al andar. Porque ¿qué posibilidad les queda sino acercarse un poco más al borde de ese precipicio que eufemísticamente llaman “desconexión”, y allí agarrarse a una rama inestable (es decir, hacer un simulacro de desconexión), y a punto ya de caer mostrar a sus seguidores desilusionados que no se puede, que lo han dado todo pero que el momento ya pasó y otros (no ellos, por supuesto) con sus malas artes lo han impedido? Ahora bien, si eso pasa (y saben desde el primer momento que pasará) no todo se habrá perdido: el relato catalán acumulará una nueva derrota, y la derrota es, por contradictorio que parezca, el motor que impulsará las ansias de independencia en las nuevas generaciones de Cataluña, ese tren que ahora se aleja volverá con confortables vagones para llevarnos a todos a Ìtaca.

5. La visión ideal de la República Catalana. Cuando tantos catalanes descubrieron que la independencia no era cosa de locos y que, haciendo sus números (a su manera, claro), Cataluña obtendría muchos más ingresos que los que ahora le llegan del Estado, comenzaron a hacerse comparaciones: Dinamarca, Noruega, Finlandia, Irlanda. Todos son estados independientes, con menor población que Cataluña, y excepto Noruega, integrados en la Unión Europea. Son estados prósperos y democráticos. Si ellos son estados independientes, ¿por qué no puede serlo Cataluña? Esa visión no deja de ser fantástica, porque todos esos países han sido estados independientes mucho antes de que hubiera una Comunidad Económica Europea, y su mantenimiento como tales en Europa no genera ningún problema político ni ninguna secesión que no creo que los dirigentes europeos estén dispuestos a alentar, antes al contrario. En definitiva, una cosa es tener las condiciones de sostenibilidad objetivas (una población, un territorio, una economía diversificada, industria, comunicaciones etc.) para que ese territorio pequeño (pero más pequeña es Andorra, o Luxemburgo, dirán los indepes) pudiera haber dado lugar en su momento a un estado soberano, y otra muy distinta es que esas condiciones objetivas den lugar forzosamente, y en 2015 o 2016, a la creación de ese estado. Y menos contra la legalidad (democrática, por mucho que la quieran menospreciar) de un estado soberano, miembro de la Unión Europea, al que pertenece ese territorio.
Pero en el banderín de enganche del nuevo independentismo, hay otro motivo, una razón más psicológica. No es casualidad que todo ese independentismo latente aflore repentinamente a partir de 2011, justo en lo más profundo de la gran crisis que se inició en 2008, en lo más profundo de los recortes al estado del bienestar, con cierres de empresas, con una tasa de paro en niveles insospechados, con desahucios a diario, etc. Y en Cataluña muchos ciudadanos, hábilmente instigados por los políticos nacionalistas, ven en esa independencia que se les ofrece, una ilusión, un sueño para hacerles más llevadero los duros momentos por los que atraviesan: empezaremos desde el principio y haremos un estado “chachi piruli”. Recuerdo una campaña de la ANC (siempre a la vanguardia de lo que ellos llaman la “sociedad civil”, pero que solo es “su sociedad civil”) con carteles en los que se preguntaba Com Vols que Sigui el teu País Nou? , con las respuestas del ama de casa, del cartero, del escolar, del obrero, etc., todo muy politicamente correcto y muy naïf, en general. Una de las respuestas decía algo así como “yo quiero que nos llevemos bien con nuestros vecinos”. Ese sentimiento de poder iniciar todo de nuevo, con el contador a cero, ignorando que en un mundo como el de hoy nada empieza nunca de cero, y que Cataluña no solo se llevaría su parte del activo, también la del cuantioso pasivo, es un puro espejismo, pero en época de crisis funciona todo, y los vendedores de crecepelo hacen su agosto.
Por otra parte, con eso que el nacionalismo ha llamado “crear estructuras de Estado”, y otras medidas más bien propagandísticas probablemente se ha pretendido, aparte de hacer visible la amenaza de declararse independientes, una cierta progresividad, una política de cambios suaves, sin sobresaltos, un acercamiento a la llamada desconexión, hablando incluso de transició nacional: pura palabrería, pues la independencia no pactada, la unilateral no es la culminación de ningún proceso tranquilo y pacífico: es una ruptura, y sus consecuencias pueden ser muy graves.

6. La España que deseo. Considerar un mal asunto, una idea descabellada, la independencia de Catalunya (y creo que muchos de los anti independencia estarán de acuerdo en esto), no equivale a considerar la España actual como un modelo de estado moderno, abierto, libre de prejuicios nacionalistas y que respeta la diversidad. No, en absoluto. Tampoco voy a caer en ese tópico que representa a los gobernantes de este estado nuestro como “la gran fábrica de independentistas”, con esa especie de “si no queremos, pero nos empujáis a ello” que parece el inmaduro argumento de un adolescente. Pero entre las medidas regeneradoras que necesita esta España que parece tan agotada en estas primeras décadas del siglo XXI, yo no solo incluiría las listas abiertas, la lucha contra la corrupción, un gran pacto por la educación, una fiscalidad justa y solidaria para las comunidades autónomas, etc., sino otras encaminadas a lo que he apuntado páginas atrás, a que la identidad no se construya en torno a los viejos modos de ser y tradiciones, sino en torno a los derechos y deberes ciudadanos, a los valores de una sociedad libre, donde todos seamos ciudadanos libres e iguales antes que gallegos o vascos o valencianos o catalanes, o españoles. Por supuesto que las identidades (libres y electivas en última instancia, sin obligaciones ancestrales) se pueden y deben respetar, pero abandonando esa nefasta dicotomía entre “nosotros” y “los otros”. Y necesitamos una España que comprenda que el elemento de unión, el motor de su renovada unidad, no sea la vieja España histórica que irradia su fuerza desde el centro (donde tiene más empuje) hasta la periferia (donde esa fuerza llega en ocasiones muy debilitada), sino que admita sus diversidades en su seno, y se deje empapar por ellas. Me causa sonrojo ver todavía actitudes como la de una conocida, de Madrid, que hace muchos años, en la playa de Gandia, comentaba “Pues a mí no me gusta viajar en la Marina [el autobús local entre la ciudad y la playa] porque oigo mucho hablar en valenciano, y me parece que no estoy en España”. Y pertenecía a esos que decían amar mucho a España, ¡pero si no la conocen cómo demonios pueden pretender amarla! Pues bien, lamentablemente desde el 78 acá no se ha avanzado mucho que digamos.Todavía hay quien teme al catalán, al eusquera, y que vive su identidad en oposición a las otras. Y me pregunto por qué no cambia esto de una vez, por qué no podemos ser una Suiza con varias comunidades linguísticas y religiosas diferentes, y que han sabido encontrar motivos de unión por encima de esas diferencias.
Si las identidades han de llevarnos a eso, a despreciar al vecino, a boicotearle, acabemos con todas ellas. Allá, fuera de Cataluña parece haber un temor en mucha gente a la lengua y la cultura catalanas, pero aquí en Cataluña uno se encuentra con cosas que le producen escándalo, como personas de treinta y cuarenta años que te confiesan que nunca han estado en Madrid o que no se han enterado de que la España de hoy poco tiene que ver con la España cutre del franquismo. Yo creo que el sistema educativo debería garantizar que todo alumno viajara a Madrid y a Barcelona antes de terminar la enseñanza obligatoria, y no estaría mal crear algún tipo de Erasmus interno que facilitase nuestro conocimiento. Tampoco estaría mal, por cierto, que en esa nueva constitución de la que se empieza a hablar tanto se contemplase una capitalidad compartida entre Madrid y Barcelona. Lo que unos y otros deben entender es que no nos podemos permitir derrotas de ningún tipo: las relaciones entre Cataluña y el resto de España han de ser de ganar/ganar: y Cataluña ha de acabar comprendiendo que España es cosa suya. Por cierto, creo que ya sería hora de que después de un castellano-leonés, un madrileño, un andaluz, otro madrileño y un gallego, presida el gobierno de España un catalán.


7. ¿Qué pasará? El independentismo catalán seguirá siendo durante mucho tiempo el sector más numeroso, compacto y movilizado, y transversal si así lo quieren, de Cataluña; sus apoyos podrán llegar a un 45 % o quizá más, pero aunque rozara o superara por poco el 50%, seguiría siendo una mayoría corta para un cambio tan radical como el que pretenden; una mayoría que tendría que ser lo suficientemente amplia como para seguir siendo consistente cuando tras las inevitables dificultades de los primeros tiempos tras la desconexión fuera perdiendo apoyos. Por no hablar de esa contradicción a la que los partidos del Junts pel Sí (la antes conocida como “lista del President”) prefieren no mirar: cómo pueden pretender que un parlamento que para modificar el Estatut necesita una mayoría de dos tercios declare nada menos que la independencia por el voto de la mitad más uno. En cualquier caso, creo que se encontrarán con la sorpresa de que los que tenían en la consulta del 9-N ya no son tantos, y hasta Unió, ocupando ahora la abandonada posición del centro, pueden dar la sorpresa.
Por lo demás, los de la lista unitaria echarán las culpas a los de la CUP y a Catalunya sí que es pot por la dispersión del voto independentista; Mas (y Junqueras) respirarán tranquilos... y todos esperarán a que las elecciones generales abran un nuevo marco.
Creo que el momento será interesante, y que, no sin una tremenda frustración en mucha gente se visualizará la necesidad de iniciar un nuevo ciclo centrípeto, en vez del actual centrífugo. En cualquier caso, los partidos nacionalistas ya habrán perdido la inocencia, por primera vez habrán colocado a ese mito, la independencia, entre las opciones reales y podrán decirse con su imperecedero orgullo “al menos lo intentamos; ya volverá nuestro momento”. Como en el chiste argentino sobre la guerra de las Malvinas: “Bueno... no estuvo tan mal, quedamos subcampeones.”
Por supuesto que las cosas tendrán que cambiar en la invertebrada España que tenemos, para que todo el mundo se sienta bien, que se respeten lass identidades a las que cada cual desee aferrarse (y que se nos respete a quienes no queremos ninguna) y que la contribución a la solidaridad no impida el crecimiento de las zonas económicamente más activas del país, pero... miremos más a Europa, por favor y menos a nuestros obsesivos “lo nuestro”.
Y quien tiene que cambiar, y no solo por su connivencia, cuando no entrega decidida, a la corrupción, es la clase política de estos años. Hemos padecido, y padecemos, gobernantes que no están a la altura, que en vez de serenar los ánimos, los han encendido. Supongo que habrá quien le parecerá injusto que señale como campeón a Mas, (Rajoy y buena parte de los dirigentes del PP lo han sido antes del 2011) pero es que para mí se lleva la palma: ha actuado y actúa no pensando en los intereses de una Cataluña cuya diversidad olvida, sino los de su partido. Nunca hubiera imaginado que un gobernante, alguien que tendría que ser mi presidente, y que administra un presupuesto al que como ciudadano contribuyo, me cause tal grado de rechazo. ¡Cómo no va causármelo quien ignora por completo a tantos y tantos “malos catalanes”! Porque además, no olvidemos que la visión global, la información que tiene un gobernante en la cumbre, como Mas y como Rajoy, nunca la tendremos los ciudadanos de pie. Yo a estos, aunque no comparta muchas actitudes, no les puedo reprochar nada, no administran un presupuesto, no gobiernan un país, pueden permitirse ser fanáticos o ciegos, pueden insultar a quien quieran en los chats de la prensa on-line: pero a ellos sí les reprocho, porque ven los peligros del camino y sin embargo frívolamente se internan en él, porque juegan con el bienestar de mucha gente. Tengo la impresión, la triste impresión, que somos los ciudadanos de a pie quienes en esta confrontación acabamos aportando serenidad y sensatez, justo la que no aportan los políticos que he citado y algunos más que, bien al contrario, agitan las aguas del país que afirman amar buscando sus tristes réditos electorales.

Acabo. Todo esto me produce una honda melancolía. Lo he escrito para quitármelo de encima, para librarme de su alta toxicidad. Jamás en mi vida había oído en tan poco tiempo tal cantidad de falacias, de argumentos capciosos, de confusión de conceptos; tal pobreza de ideas y tanta reacción atávica. Lo malo es que aún no hemos llegado al final. ¿Podremos alguna vez librarnos de la maldición de “ser de un país”? No ser de ninguna parte, poder dejar de decir “nosotros los españoles” o “vosotros los catalanes”, o “un río español” o “un monte catalán”. Ser, sin más. Poder decir: este río o ese monte. Y punto.