Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

domingo, 21 de abril de 2019

LA CIEGA DERIVA DE LOS DÍAS. A propósito de Los muchachos de la calle Pál



Últimamente la lectura desordenada, por instinto, sin someterme a listas ni cánones, me proporciona insospechados placeres. Y el placer es doble: el de encontrar, donde uno no esperaba nada, una lectura interesante, emocionante incluso, y el de disfrutar de la magia de lo imprevisible, de saber que en nuestro mundo de esclavitudes tecnológicas, en el que todo parece funcionar a base de algoritmos que nos predicen, todavía hay un sitio para lo inesperado, y que aún podemos dejarnos llevar por la ciega deriva de los días.
La cosa fue así: íbamos a ir a Budapest, uno de esos viajes de tres o cuatro días por Europa en esta u otra capital que rompen la monotonía de las semanas. En la sesión semanal de yoga que hacemos unos pocos vecinos del bloque donde vivimos comenté que por causa de ese viaje no estaríamos presentes el siguiente lunes. Uno de ellos, Guillermo, persona inquieta y gran conversador, me habló de Los muchachos de la calle Pál, una obra de literatura juvenil del húngaro Ferenc Molnár que afirmaba haber leído varias veces y de la que yo nada sabía. La novela, leída por generaciones de húngaros desde su publicación en 1907, tiene por escenario las calles de Budapest y un amigo o conocido suyo, mientras paseaba por esas calles hace unos años encontró por casualidad a sus personajes (los muchachos a los que se refiere el título) representados en una serie de esculturas en un callejón.
Picado por la curiosidad ante algo que no había visto en la información turística consultada antes del viaje, busqué en Internet, y no tardé en encontrar el famoso grupo escultórico; esas esculturas urbanas de hierro de tamaño natural ancladas al suelo sin pedestal, con la espontaneidad de un viandante cualquiera, y que se ven ahora en muchas ciudades: personajes de otra época que han escapado del tiempo. No contento con verificar lo que mi vecino me había contado, la víspera del viaje busqué el libro en el Kindle. No estaba en español, pero sí lo encontré en italiano: I ragazzi della via Pal. No creo que llegue a renegar nunca del rito sagrado del libro de papel, pero debo reconocer que la posibilidad de tener a tu alcance en pocos segundos el libro que deseas no es menos mágica. Esa misma noche empecé a leerlo.
Ni qué decir tiene que al llegar a Budapest localicé la calle Pál a través de la app Maps del móvil, y vi que estaba en Pest, la parte más poblada y extensa de la capital húngara, y que no quedaba demasiado lejos del hotel. Por lo que había visto en las fotos la Pál utca era de apariencia similar a las calles que transitábamos en nuestros paseos, de modo que pensé que tarde o temprano me tropezaría con ese grupo escultórico que representa a unos chicos que salen del colegio y juegan a las canicas, con sus carteras por el suelo. No fue así y la víspera de nuestro regreso, después de cenar, arrastré a mi mujer por las calles del barrio de Józsefváros, siguiendo con una confusión creciente las indicaciones del Maps, con esos absurdos “diríjase al nordeste” de difícil observancia si no llevas contigo una brújula. Tras cuarenta minutos de dar vueltas sin encontrar la dichosa calle Pál, mi mujer me conminó a que la acompañara al hotel y que si quería pasarme la noche dando vueltas Budapest, que lo hiciera, pero que ella quería dormir. La dejé en el hotel y quince minutos después, regresé yo también a nuestro confortable hotel.
Por supuesto, no me di por vencido. A las siete y media del lunes, último día de nuestra estancia en Budapest, mientras mi mujer aún dormía, me vestí y salí a la calle. Antes había trazado la ruta adecuada sobre el plano que en el hotel nos habían proporcionado. Donde la tecnología digital no había sabido llevarme me llevaría un simple pedazo de papel con una serie de flechas garrapateadas con el bolígrafo. Tras veinte minutos de marcha a buen paso (la mañana en Pest era más bien fría) llegué a la calle Pál sintiendo una emoción indescriptible, y eso que del libro apenas había tenido tiempo de leer un cinco o diez por ciento (los lectores de libro electrónico, al menos del Kindle, ya sabrán que la página es un concepto voluble, en realidad algo de otra época, y que en el extraño mundo digital se ve sustituido por porcentajes). Allí, donde se erigen los viejos edificios de piedra de la estrecha calle había ubicado en 1907 Ferenc Molnár la serrería con su descampado donde a la salida de sus clases en el instituto jugaban a la guerra los muchachos. Pero no había ninguna escultura. Tampoco la había en la Maria utca, la calle perpendicular, que la novela menciona a menudo pues el descampado era accesible por las dos calles.
Menos mal que en mi rechazo a lo digital no cometí el error de dejarme el móvil. Empezaba ya a ser no un mero capricho sino una necesidad vital encontrar esas esculturas callejeras que representaban unos personajes de ficción que sin embargo me parecían dotados de una realidad más potente que los edificios y las tiendas del barrio de Józsefváros por las que transitaba. No, no podía irme de Budapest sin verlas. Una rápida consulta en Internet me sacó del engaño: el monumento a los muchachos de la calle Pál no está en la calle Pál, sino en otra cercana, a tres o cuatro minutos: la Prater utca. Había que cruzar una avenida, la József körut (los nombres en esa zona de Pest son de personajes evangélicos: la calle de María, la calle de Pablo -Pal es Pablo en húngaro-, la avenida de José...). Y por fin encontré a los muchachos, delante de un colegio o instituto, no sé si porque es aquí donde situó Molnar el instituto donde estudian Boka y Franz Ats y todos los otros (aunque en la novela nunca da el nombre de la calle donde se sitúa), o porque la fachada del colegio queda unos tres metros retirada de la alineación de la calle, cosa que no ocurre en la calle Pál, de estrechas aceras, de manera que ese era un emplazamiento idóneo para el grupo. Seguramente lo explicaría la placa que hay en una pared, pero está escrita solamente en húngaro, esa lengua imposible. Me daba un poco de vergüenza exhibir en público mi admiración por un monumento al que ningún viandante prestaba atención, y tampoco había ningún turista por aquella zona, bastante alejada de las atracciones oficiales de la ciudad, así que esperaba a que no pasase nadie para hacer fotos con el móvil: cuando Pilar despertase vería mi inevitable selfie acreditando que había encontrado a los muchachos.
¿Era toda esta peripecia fotográfica un anticipo del placer, y más que placer, emoción, que me iba a proporcionar la lectura de Los muchachos de la calle Pál? Podía haber sido una lectura decepcionante, haberme enfrentado a un texto cursi, moralista, con pretensiones educativas, de difusión de los tan manidos “valores”, en cuyo caso mi empeño en ver esta atracción turística menor habría resultado más bien ridículo, amén de absurdo, pues supongo que para un turista comme il faut, de esos que se ponen como objetivo Ver Todo Lo Que Hay Que Ver debe de ser una monstruosidad no visitar el parlamento y en cambio empeñarse en ver estas esculturas que en términos artísticos no tienen nada especial y que ya ni siquiera resultan originales. En fin, confieso que he hecho otras expediciones literarias, como recorrer las calles de Palafrugell que menciona Pla en El Quadern Gris, o visitar en Suiza el sanatorio mental donde acabó sus días Robert Walser. Lo novedoso de esta ocasión era que la realizara sin conocer nada sobre el autor. Y en aquellas, y en otras ocasiones (como la más reciente, antes de la de Budapest: la búsqueda de la casa en Madrid donde se suicidó Larra) se trataba de un autor, de una persona real, y no de unos personajes literarios. Sí, había corrido un riesgo, pero valió la pena y al placer de leer ese libro he añadido el de saber de qué hablaba cuando mencionaba esas calles, y el de reconocer la escena (porque es una escena identificable de la novela) que representa el grupo escultórico.
Quizá calificar la obra de Molnár de literatura juvenil sea injusto. Desde luego, sin una recomendación directa como la que recibí, solo con esa etiqueta no me hubiera decidido a leer la novela. Juvenil lo es por sus protagonistas, unos chicos que salen de clase y buscan un solar para jugar, disfrutando orgullosamente de toda esa liturgia militar de banderas, saludos, toques de corneta, media vueltas, rangos, hojas de servicios, etc. Pero que más allá de la anécdota de la rivalidad entre las dos bandas (los muchachos de Boka y los camisas rojas de Franz Ats) y de la minuciosa narración de la batalla final, con su gran héroe incluido, en las páginas de Los muchachos de la calle Pál hay un muy detallado estudio de sentimientos, de valores, de comportamientos, y un formidable grado de conocimiento del ser humano: la valentía, la disciplina, la traición, la envidia, la incomprensión, la rabia, el dolor...
Dudo que esa novela, tal como está escrita pudiera haberse publicado tras la primera guerra mundial. En 1907, tal vez con grandes dosis de ingenuidad por parte del autor, todavía podía idearse una trama como esta en la que esos chicos se entregan casi religiosamente a los supuestos valores de la milicia. Los dos líderes, admirados por su tropa, tienen el empeño de ser justos, de dar ejemplo a los suyos. En la derrota se muestran honrosos y dignos y en la victoria son clementes con el enemigo. La guerra es una competición noble, regida por reglas que hay que respetar. El derrotado admira la valentía y la determinación del vencedor, y este rechaza humillar al derrotado. Claro, en 1907 aún no había armas químicas, ni existían los aviones de combate, ni se atentaba contra la población civil, ni se había puesto en marcha una industria de guerra como la que impulsó la Gran Guerra.
La representación de lo bélico y los valores de la milicia en Los muchachos de la calle Pál me recuerda a la de la película La gran ilusión (La grande illusion,Jean Renoir, 1937), sobre todo el personaje que encarna Eric Von Stroheim. La ilusión es la misma, la guerra como un ejercicio noble, casi un deporte; pero las diferencias son obvias: los muchachos creen en ese mundo, lo ven como un modelo real, un mundo propio por el que se puede llegar a entregar la propia vida y que los mayores respetan. Llama la atención la libertad de la que gozan esos muchachos al salir de clase, sin restricciones de sus padres, que les dejan crear ese mundo propio y disponer sin límite de ese tiempo y ese territorio para sus juegos. Y hasta la tragedia que esconde el libro es acogida por los mayores con desoladora resignación, como si el solar de la vieja serrería de la calle Pál fuera realmente una patria por la que se debe dar la vida. Sí, en los inicios del siglo XX aún podía tener sentido el famoso discurso de Don Quijote sobre la carrera de las armas y la de las letras. Pero en 1937, tras los estragos brutales de una guerra como la que estalló en 1914, la película de Renoir representaba, como bien dice su titulo, una ilusión, y aún peor: una provocación y un peligro en vísperas del nuevo conflicto que no tardaría en estallar. No hablo en broma: una película como esa, que ahora podemos ver con una sonrisa y que en 2019 puede resultar naíf, en Alemania, Italia y Francia fue prohibida, y Goebbels, ministro de propaganda del Reich, llegó a declararla “enemigo público cinematográfico número 1”.

Mientras leía la novela, y recordando las atrocidades vistas en Budapest (la visita al gueto y esa otra escultura, la de los zapatos junto al Danubio) pensaba en lo que llegó después de que Ferenc Molnar la escribiera, en todo lo que ocurrió después de 1907 en Hungría y en el mundo: la derrota de Alemania y sus aliados en la Gran Guerra, la disolución del Imperio Austrohúngaro, el tratado de Trianón (por el que Hungría perdió dos tercios de su territorio), y luego la Segunda Guerra Mundial en la que la Hungría se alió con Alemania, primero bajo el régimen del almirante Horthy y luego, desde finales de 1944, bajo el mando de Ferenc Szálasi y el Partido de la Cruz Flechada, de inspiración nazi, que provocó cuando ya tenían la guerra prácticamente perdida la deportación de numerosos judíos húngaros, los miles de muertos en el gueto de Budapest y los judíos asesinados a tiros y arrojados al Danubio. Y pensaba si esa adoración al líder, esa comunión patriótica que los muchachos exhiben, ese amor absoluto a su solar patrio no estaba de algún modo prefigurando el caldo ideológico del nazismo, si en el descampado entre las calles Pál y Maria no se vive intensamente el lema “ein Volk, ein Reich, ein Führer”. Sí, confieso que esa fue mi primera impresión, y simplificando mucho podría decir: esta es una obra que anticipa el fascismo, o preguntarme ¿cuántos lectores de este libro no acabarían afiliándose a la Cruz Flechada, y participando de sus crímenes? Pero esa fue solo una impresión fugaz y superficial, no solo porque la trayectoria del autor lo desmiente (Molnár era judío, y escapó a principios de la 2ª guerra mundial a los Estados Unidos) sino, sobre todo porque el joven general Boka, aclamado por su tropa, exhibe el mejor sentido de la “auctoritas” romana, su poder deriva de ella y no de la “potestas”: es un líder justo, dotado de una enorme humanidad, como se ve hacia el final de la novela, en algún pasaje de alta emotividad, y que siente que su victoria en la batalla es en realidad una derrota, por el alto precio que ha pagado, y que las guerras no sirven para nada, reflexión que me lleva a acordarme de una de esas píldoras de sabiduría que el gran Pessoa nos dejó en su Libro del Desasosiego, esa que comenté en mi anterior entrada del blog. Sí, toda victoria es una grosería.


miércoles, 5 de diciembre de 2018

UN ELOGIO DE LA DERROTA


Ah, esa preocupación por la supremacía, ¡cómo envenena nuestro mundo!

Grande, inmenso, el humilde Pessoa. Si no hubiese sido portugués, si hubiese nacido, digamos, norteamericano o alemán,  estaría mucho más presente de lo que lo está en la cultura occidental. Pero para él eso hubiera sido una imperdonable grosería...

Hay que leer este parrafito (revolucionario, sin duda) lentamente, con calma, sin prisas, para que las palabras desplieguen todas sus potencialidades.
 
Yo lo tengo en el podio de honor. Y lo mejor es que no se acaba nunca: vuelvo a él, una y otra vez, a sus heterónimos y su poesía y sobre todo a su Libro del Desasosiego, indispensable libro de cabecera para quien aspire a mantenerse a salvo de este ruido brutal y asfixiante que nos rodea. 


domingo, 18 de noviembre de 2018

MI LARGO VERANO CON LA FAMILIA MANZONI

Últimamente no leo con ningún orden, no cumplo ni con listas propias ni menos aún con las de las llamadas novedades editoriales o las recomendaciones de los críticos. El inclinarse por una u otra lectura se convierte casi en una pura casualidad, en el resultado de leyes difíciles de formular y con demasiadas excepciones para ser confirmadas. Pero ese bendito desorden que me libera de mis propios esquemas tiene sus recompensas: a veces lo inesperado es una bendición. Y un alivio.
Hace unos años, para no dejarme caer en el desánimo al que me estaba llevando una mala situación laboral, que me convertía en una especie de trabajador fantasma, decidí, junto a otras medidas autopaliativas, aprender italiano.
Mi nivel no es alto, pero tampoco se necesita un gran esfuerzo para orientarse y disfrutar de esa lengua tan cercana a la nuestra. Mi objetivo era poder leer en italiano, y ese objetivo, con la ayuda del diccionario y la comodidad del libro electrónico, lo he conseguido: Primo Levi, Erri de Luca, Carlo Maria Cipolla, Alessandro Baricco, Ennio Flaiano, Umberto Eco, Lampedusa (era una obligación leer Il gatopardo en su idioma original) y la gran Natalia Ginzburg... ese es básicamente mi orgulloso elenco.  
E incluso me he permitido leer a algún autor extranjero en su traducción a ese idioma; no pudiendo leerlo en su idioma original, por qué no hacerlo en su traducción a la hermosísima lengua italiana, me dije cuando me tropecé en Palermo con un librito de mi muy admirado Sebald. Años más tarde, en una visita que también tenía algo de inesperada a Bolonia, encontré en Feltrinelli, recién publicada, la última novela de Kundera, La festa dell'insignificanza

 Como hacía tiempo que no leía en italiano, el verano pasado me decidí a buscar algún libro para el Kindle de Natalia Ginzburg (gracias infinitas por descubrirmela a Pepa Ferrando, de la librería Ambra, no sé si en la original de Dénia o en la de Gandia), pero me encontré con que en una u otra lengua ya había leído todo lo de la Ginzburg. Bueno, todo no. Quedaba un libro, no publicado en España, que parecía salirse de su tónica narrativa: La famiglia Manzoni. No era exactamente lo que buscaba, qué me importaba a mí ese Manzoni, del que nada sabía, me dije... pero lo compré.

Hacía mucho tiempo que una lectura no me conmovía tanto. Es posible que Acantilado, editora en España de la obra de Natalia Ginzburg, tema que ese increíble libro no se venda en nuestro país, bajo el criterio de que Alessandro Manzoni solo es importante para los italianos. Es cierto que desde luego, no parece que el escritor milanés, fallecido en 1873, figure en el canon de la literatura occidental, y seguramente se le vincula demasaiado a las llamadas literaturas nacionales: no en vano en Italia se le ha estudiado en los colegios y se le ha considerado uno de los artífices del italiano como lengua moderna. Pues bien: proclamo solemnemente desde este modesto blog que para disfrutar (y esa palabra se queda muy corta) de La famiglia Manzoni no hace falta haber leído una sola línea de dicho autor, ni de su obra de referencia: I promessi spossi, aunque en un momento dado, cuando llevaba leído más o menos un tercio del libro adquirí también este otro libro: demasiado largo para leerlo en italiano, y no queriendo que la lectura se me hiciera eterna, pues quería simultanear ambas obras, tuve que resignarme a leerlo traducido al castellano. Algún día volveré a él en el idioma en que lo escribió su autor.
Lo que consigue Natalia Ginzburg en La famiglia Manzoni es prodigioso: convierte un relato real, vivísimo, puesto que quien, a medida que avanza el libro, nos habla, no es la autora, sino el propio Alessandro Manzoni y sus esposas, y sus hijos, y su madre, la increíble Giulia Beccaria, y el amigo de ambos Fouriel, todo a través de su inagotable correspondencia y, a veces, sus memorias. La autora les deja hablar y aparentemente se limita a montar el material, a darle coherencia. Solo muy de cuando en cuando aporta muy discretamente su interpretación o lleva de la mano al lector para que observe con más detalle algún pasaje particular, alguna de las muchas rarezas de esta extraordinaria familia. Bajo esa apariencia de ficción la hiriente verdad de unas tristes vidas, expuestas a través de cartas escritas hace siglo y medio, se vuelve aún más punzante y uno lee el libro con la sensación enfermiza de quien escarba documentos ajenos y se avergüenza de saber cosas que no tendría que saber. Y de paso ofrece el relato de una época interesantísima, la de los anhelos por la unificación italiana (sorprende toda la burocracia por la que tenían que pasar para viajar a veces unos pocos kilómetros: fronteras, pasaportes, visados...), y el inmenso poder del catolicismo en Italia.
No hace falta leer I promessi spossi, la gran obra de “Il Manzoni”(así, con el artículo delante, se le conoce en Italia) para disfrutar, y conmoverse hasta el tuétano, con la “novela real” de Natalia Ginzburg; de hecho, si bien se narra el largo proceso de elaboración de aquella inmensa novela histórica, que Manzoni reescribió quince años después de publicarla en 1827, sometiéndola a una revisión lingüística, sustituyendo la manera de decir lombarda por la toscana, que consideraba más pura, apenas hay referencias a la trama de la misma.
Pero si se hace la lectura combinada que he hecho, el contraste es aún más lacerante, pues el análisis y la exaltación, sin duda más filosófica que piadosa, de la moral cristiana (en su ámbito más transformador y revolucionario, más humanista) que tan bien se expresa en Ia obra a través de sus personajes, fruto sin duda del jansenismo al que desde la conversión de su otrora libertina madre, mujer avanzada a su época que vivió en el París de la Ilustración, se entregó la familia Manzoni, brillan por su ausencia en las propias relaciones familiares. Las muertes de sus hijos y de sus esposas se suceden trágicamente. La miserable existencia de dos de sus hijos varones, implorando la ayuda del anciano padre que a regañadientes les mantiene para que no tengan que pedir limosna por las calles, ellos que eran una familia noble. 
Por no hablar de las cartas que unos a otros se dirigen, jurándose inconmensurables afectos o informándose de las largas agonías de los enfermos, de su resignación cristiana, de su acercamiento al Altísimo, a ese Cielo de los santos donde los muertos de la familia se reunirán de nuevo, con un vocabulario exaltado y tremebundo, resultan incomprensibles cuando sabemos que toda esa verborrea escondía una tremenda ausencia de afecto. 


Rompe el corazón saber que tras largos meses de enfermedad, y tras haber perdido ya a la mayor parte de sus hijos, Manzoni, el gran propagandista del cristianismo, no fue capaz de emprender viaje de Milán a Siena para abrazar a la única hija que le quedaba. Matilda Manzoni, enferma de tuberculosis, murió a los 26 años, dejando en cartas y diarios el testimonio desgarrador de su desdicha, su tristeza e incomprensión porque su padre, que a veces le mandaba algo de dinero, no se desplazara para consolarla.


Ninguna relación tiene esta música con Natalia Ginzburg, ni con el gran Alessandro Manzoni, ni con lo que se narra en el extraordinario libro de la primera. ¿O quizá si, y por eso la melancolía que trasmite la guitarra y la voz de Roger Quigley, en este tema que rescaté del olvido de mi desordenada colección de musica me atrapó justamente por eso?  

[Post data: la información en Internet sobre este tipo es muy escasa. Pero al menos su música, bajo la forma The Montgolfier Brothers o At swim two birds se puede encontrar como yo la encontré en su día. Vale la pena escucharla. ¿Por qué algo tan delicado y brillante no ocupa un lugar más destacado? Chi lo sa...]


domingo, 20 de mayo de 2018

DEAD COMBO / HERMANN BROCH (cambiando de tema)

Porque hay que seguir buscando belleza, porque a veces es mejor huir de lo que no podemos cambiar, porque resignarse no es humillante, porque es mejor olvidar la triste persistencia de la absurda iracionalidad, fingiendo que no existe, porque estamos vivos después de todo, y porque existen todavía si uno sabe explorarlos desconocidos territorios de la secreta belleza, donde a penas sin esfuerzo se puede respirar aire puro....


Dead Combo. Los descubrí aquí. ¡Ya me gustaría que tuviéramos una emisora así en España! Muito obrigado, Ricardo Mariano. Si este post contribuye a que alguien también descubra a este magnífico dúo de músicos, me sentiré muy honrado. 
 



Y este "Esa mirada que era solo tuya" fue precisamente mi bautismo de Dead Combo, lo que provocó que se instalaran en mis oídos para siempre, destacando sobre otras infinitas músicas que en su Vidro Azul ofrece desde hace años cada semana, en su recorrido entre sombras y niebla, Ricardo Mariano.


Y en cuanto a Hermann Broch, yo que creía haber leído todas las formas posibles de la novela, todas las grandes formas de narrar, y hasta convencido de que nadie en mi paraíso literario haría sombra a mis Proust y Pessoa, por una indicación de no sé quien en algún diario retomé este libro, aparentemente ilegible (a menos que alguien te diga a qué te vas a enfrentar) que ha aguardado 31 años en mi biblioteca para tener su segunda oportunidad. ¡Qué triste que un buen libro no sea leído nunca! Menos mal que ahora se ha liberado del polvo y mis manos y mis ojos lo han salvado del olvido:




 No obstante la vida humana es bendecida en imagen y maldecida en imagen; sólo en imágenes puede comprenderse a sí misma; las imágenes son indesterrables, están en nosotros desde el comienzo del rebaño, son más antiguas y más poderosas que nuestro pensamiento, están fuera del tiempo, abarcan pasado y futuro, son doble recuerdo del ensueño, y tienen más poder que nosotros: imagen era él, yacente, para sí mismo y, rumbo hacia la realidad más real, llevado por ondas invisibles, sumergiéndose en ellas, era la imagen de la nave su propia imagen...

domingo, 1 de octubre de 2017

CRÓNICA DE UN MALESTAR

Comentarios sobre la cuestión catalana en la víspera del 1 de octubre.

Ya no es un consuelo creer que se tiene la razón, intentar ser ecuánime y comprensivo, intentar ver las cosas desde el otro lado y entender. Sentirse del lado de la razón, vivir en la comodidad de las propias convicciones, en ese confortable y cálido compartir experiencias y opiniones con tu entorno, con los tuyos, autoafirmándote, diciéndote a ti mismo “no estoy solo, somos muchos los que lo tenemos claro” ya no me proporciona ninguna satisfacción. Y además, ¿no les pasa lo mismo a los otros, a aquellos de quienes yo proclamo que sus convicciones se asientan sobre la mentira y el odio? También ellos se sentirán satisfechos, y dirán que mi satisfacción es “de parte” mientras que la suya es genuina: claro, ellos construyen una nación y yo no construyo absolutamente nada, sino que intento mantenerme a flote entre naciones y banderas, sobrevivir como individuo libre en esta sociedad polarizada, partida por la mitad como con un cuchillo.



No, ni tampoco es un consuelo despreciarlos, reírse de sus banderas en los balcones, de las esteladas que se atan a la espalda esos tristes supermanes soberanistas, de la cursilería de sus proclamas, de su boba ingenuidad y sus cerebros unineronales, de su fanatismo y su adoctrinamiento a los niños... Hablo de lo que veo, nadie ha tenido que contármelo. Y decirlo es un consuelo (vaya, solo de escribir las líneas anteriores ya me siento mejor), pero un consuelo momentáneo y absurdo: puro alcohol en sangre que cuanto antes se disuelva mejor. Porque tampoco son todos así, ni somos todos los del otro lado, ni mucho menos, anticatalanes ni anti nadie, ni estamos dispuestos a gritar “¡A por ellos!” al paso de la Guardia Civil.

Eso sí, están (y esos sí han de ser mis enemigos; a los otros, a los que pienso que están equivocados, no los puedo ni quiero considerarlos así) quienes conociendo bien el terreno de los hechos, y moviéndose hábilmente por el de las emociones, son plenamente conscientes de sus mentiras y exageraciones y, amparados por la pureza de sus sueños y fantasías, deliberadamente abusan de la buena fe de sus seguidores y los convierten en peones de un siniestro ajedrez jugado con engaño y emociones enardecidas. Y los convierten en protagonistas de su bello y emotivo cuento de héroes y villanos, en el papel de ultrajadas víctimas de la opresión española neofranquista. Pero saben muy bien que al final de ese juego, y eso es lo único que les importa, están los votos y está el poder.

Y está la agitación interna. El salir a la calle y hacer el recuento de las banderas, y pensar con alivio, (un alivio que puede ser bien fugaz), bueno ya hay menos, parece que la cosa se va relajando. Esas banderas en los balcones que son como armas silenciosas, propaganda que se le lanza al enemigo para desmoralizarle, un intento de marcar el territorio y crear lazos con las que las tienen iguales. Y si no son iguales poder decirle, como niños: sí, pero la mía es más grande, y tengo más que esos de ahí enfrente, mira, mira, mi casa es toda una bandera. Vivo en ella. ¡Qué bien se vive dentro de la bandera!
(Entre paréntesis: comprendo la rabia del que coloca frente a varios balcones estelados su bandera de España, aplaudo su valentía, incluso. Será insultado, le llamarán facha, le menospreciarán. Pero no comparto la idea de que a las banderas se las combata con otras banderas. Creo que debemos desnacionalizar nuestra sociedad y por ello desbanderizarla. Todas las banderas son excluyentes y comprimen el espíritu y la mente).
Y ese cruzarte con los vecinos, con la gente del supermercado, con los compañeros de trabajo, y buscar como seguramente hacen ellos contigo, indicios para saber de qué lado estás: tu lengua, tu actitud, un comentario, tus relaciones... y pensar: vaya, pero si este tío me parecía razonable, ¿cómo puede justificar la actuación vergonzosa y antidemocrática del Parlament?

Sí, las emociones. Las emociones no te dejan nunca. Uno quisiera observar simplemente, pensar que esto volverá a su cauce, que cambiará (El Gatopardo) alguna cosa para que todo siga igual, y decirme a mí mismo: es un momento histórico interesantísimo, algo para contemplar sin juzgar, sin implicarse, con mi natural curiosidad por tantas cosas. Sí, es casi un experimento sociopolítico: una clase política que coquetea con sus votantes, les adula, les instiga, consigue impulsar sus resortes emocionales, como si hubieran descubierto el “punto G” de sus almas. ¿Qué dirá la historia? ¡Y cuántos ensayos intreresantísimos se escribirán!
Sí pero a mí me ha tocado vivirlo y no puedo salirme de la pantalla y observarlo en la distancia como si no me afectara, como si no se estuvieran poniendo al descubierto y debilitando los fundamentos de esta sociedad.

¿Pero por qué será tan difícil dejarse de naciones y construir estados anacionales, espacios de convivencia donde solamente seamos ciudadanos y no miembros de naciones; ciudadanos unidos por unas leyes que nos organicen y bajo cuyo amparo seamos libres e iguales, sin la intermediación de las naciones, de esos sentimientos de pertenencia que siempre acaban por ser excluyentes? ¿Por qué esa fortaleza del concepto nación, en un mundo global e hiperconectado como éste? ¿Por qué la nación, esa enteliquia sagrada, conserva aún su prestigio y constituye un banderín de enganche que unifica y anestesia a ciudadanos que deberían ser libres en la búsqueda de enemigos, en los odios y desprecios?

Da miedo esa exaltación de las emociones, esa continua invocación a la historia que hemos vivido y mucho me temo seguiremos viviendo aquí en Cataluña, y ese concepto ramplón de la democracia que sin rubor se pretende, aquello que decía Borges de que la democracia es la dictadura de la mayoría. Así de triste: una mitad frente a otra. En una perfecta y sorprendente simbiosis entre pueblo y gobernantes que merecería ser estudiada por sociólogos y politólogos la clase dirigente catalana (entiéndase el nefasto dúo que va enardeciendo a las masas: no merecen ni ser nombrados) y sus adlateres de las asociaciones independentistas, han adulado y guiado al pueblo, lo han orientado e instruido y este ha representado perfectamente su papel. Lo que no saben, o no quieren saber, es que cuando las cosas vayan mal, cuando se enteren de que con sus proclamas no van a ninguna parte y de que han sido engañados y pretendan echarles las culpas, los políticos dirán, de hecho ya lo dicen, ¿Nosotros? ¡Si nos limitamos a hacer lo que nos pedía la gente!


Cataluña está al borde del abismo. Se ha frivolizado tanto con el estado de derecho, con la constitución y las leyes, estimulando a ese difuso poder constituyente que denominan "la gente", como si no lleváramos siglos de contrato social, de construcción política, que costará mucho reconstruirla, y uno vive estos tiempos como si se pasase por un cuerpo enfermo, distorsionado, sometido a mentiras, simplificaciones y eslóganes que de tan tontos parecen creados por niños de primaria.

A veces, y a quién no le ocurre, me siento sobrepasado. En estos años dudo que haya podido estar más de dos o tres horas, fuera del periodo de descanso, sin que entrara en mi mente ningún pensamiento, ninguna sensación, ningún estímulo interior o exterior relacionado con ese monstruo infatigable llamado "el procés”. He hablado y discutido largas horas, con personas de mi entorno y sobre todo conmigo mismo, he leído cientos de artículos, he observado y anotado mentalmente reacciones y comentarios, de unos y otros, y me he estrujado la mente intentando entender, si no comprender, cómo es posible que una parte muy importante de un pueblo inteligente, ordenado, imaginativo, pujante y que lee y viaja y no está aislado del mundo puede entregarse con tanta facilidad a este delirio que mucho me temo no ha hecho más que empezar. ¿Cómo es posible? A veces pienso que es una cuestión genética, un chip corrosivo cuando se descontrola que desde bien jóvenes se instala en sus espíritus, un extraño elemento perturbador que hace que esa parte tan importante de la población se interconecte entre sí, como en una joseantoniana “unidad de destino”; y sin saber cómo se ven impelidos a unirse en un pensamiento y un sentimiento único, renunciando a lo individual. Y es entonces cuando me digo a mi mismo: qué suerte tengo de no tener ningún gen similar. ¡Soy inmune a ello! Porque qué horrible y pesada carga debe de tener sobre sus hombros quien lo padece, y qué afortunado soy de que me horroricen no ya esas multitudes organizadas bajo banderas o colores, uniformizadas bajo una sola voz, desfilando por las calles, sino cualquier multitud... ¿Podremos vivir algún día como individuos libres e iguales?




sábado, 1 de julio de 2017

NO SE PUEDE DECIR MEJOR



Lo leí esta mañana, en papel, mientras desayunaba y me ha parecido de una claridad absoluta:   la luz de un faro entre espesas nieblas. Savater siempre está bien, pero hoy ha estado soberbio. Y puesto que lo suscribo, palabra por palabra y expresa mi pensamiento político (en el más alto sentido de la palabra política, y no en el de ese degradado,  tribal y maniqueo sucedáneo del partidismo) lo pongo aquí, para que perdure en mi pequeño mundo digital. 

Solo añadiré el lema con que me identifico desde hace algún tiempo en el whatsapp, esa hidra que lo domina todo:

CONTRA LOS MUROS
CONTRA LAS BANDERAS
CONTRA QUIENES NOS DIVIDEN EN TRIBUS Y NACIONES

  (y a favor de un mundo en que todos seamos libres e iguales)


Desnacionalizar

por Fernando Savater (EL PAÍS, 1 de julio de 2017)


Lo oí por la radio: ”el futuro pertenece a las naciones sin Estado”. Se entendía que porque llegarían a tenerlo, un estado más pegado a la nación, más nacional que ninguno. Lo consideré una mala noticia y contrapensé: “el futuro debería de ser de los Estados menos nacionales, de los más desnacionalizados”. La modernización de la democracia empezó cuando los Estados se desligaron de las creencias religiosas y funcionaron con libertad de cultos, cada vez de manera más laica. Culminará cuando se desliguen de las fidelidades nacionales y prioricen los derechos y deberes cívicos, volviéndose definitivamente laicos ante la religión nacionalista que sustituyó a las otras. Lo colectivos predemocráticos (quieren ser suprademocráticos) como las religiones, las naciones y las ideologías totales son el vector reaccionario del movimiento político; el individualismo cívico que convierte la religión, la identidad nacional o la ideología en un derecho de cada cual pero no en una obligación de nadie, y aún menos colectiva, es la punta de lanza de la modernización democrática. El Estado debe estar formado por ciudadanos libres e iguales bajo leyes comunes dictadas por ellos y modificables del mismo modo; no por naciones distintas o religiones distintas con derecho a privilegios en virtud de leyendas históricas o piadosas.
Tanto desde la tradición de la derecha como desde la de la izquierda brotan antiprogresistas con idéntico propósito: convertir el aparato estatal en promotor de colectivos distintos y distantes que se impongan a las opciones creadoras de los ciudadanos, cuyas individualidades dicen encuadrar. Teocracias, nacionalcracias y otras beatificaciones del rebaño, frente al Estado democrático, que respalda el derecho individual a formar grupos o disentir de los existentes, dentro de leyes laicas decididas por todos. ¿Es tan difícil de entender?

miércoles, 1 de marzo de 2017

ME ACUERDO


Me acuerdo del ferrocarril Gandía – Alcoy, que pasaba cerca de nuestra primera casa, un tren de vapor cuyo ruido ya solo vive en el recuerdo de cada vez menos. Salía al balcón para oírlo mejor y veía el humo que se iba deshaciendo en el aire: mi más temprana pérdida.

Me acuerdo de los pavos reales del jardín de la marquesa. Las eternas tardes de junio en las que, aquejados de no se sabe qué oscura desesperanza, chillaban. Había un tiempo distinto en aquellas tardes.

Me acuerdo del miedo a quedarme ciego en mi cama abatible cuando las luces del dormitorio se apagaban y yo abría y cerraba los ojos obsesivamente comprobando que no había diferencia alguna.

Me acuerdo del tren entre Valencia y Gandía, el día en que murió Franco y cerraron las universidades. El hondo silencio, las miradas contenidas de la gente, el futuro. Nadie parecía tenerlas todas consigo.

Me acuerdo de las cámaras de camión, de un negro intenso, como de alquitrán que, a modo de flotadores, algunos bañistas con braga naútica, también negra, llevaban a la playa. Puede que fueran los mismos que luego pasaban rastrillos por la orilla y enseguida sacaban decenas de tellinas, con sus conchas de irisado nácar.

Me acuerdo de bajar a no sé qué recado al piso de unos vecinos y la hija que tenían, mayor que yo, cantaba ante un tocadiscos una canción italiana. ¡Ya me gustaría saber cuál!

Me acuerdo del tío Fernando, el de Deportes de Salón, de su cara de mala leche cuando iba a buscarle a su garita, porque la bola de la máquina de flipper se había enganchado, y salía refunfuñando con su manojo de llaves. Y me acuerdo del ruido infernal -el ruido de la modernidad- cuando todo funcionaba al mismo tiempo y alguien, a veces yo, ponía un disco en la jukebox.

Me acuerdo de los discos que ponía en la jukebox de Deportes de Salón: Suzi Quatro, Slade, Paul McCartney... Lo digo sin rubor. Y de los que no ponía nunca pero de algún modo me fascinaban: Les élucubrations de Antoine, aquel imitador de Bob Dylan. Polnarieff, incluso.

Me acuerdo del rostro cerúleo del profesor de latín, y de su calva inmisericorde. Se decía que había sufrido un infarto, y en su piel blanquísima, casi transparente, y su notable falta de energía me parecía ver la confirmación de de su cercana muerte. No era tan extraño, a fin de cuentas enseñaba, con todo el decaimiento de que era capaz, una lengua muerta.

Me acuerdo de las carreras ciclistas en Gandía. Ponían siempre una especie de roulotte que ofrecía gratis Ricard: no importaba la edad ni la elevada graduación alcohólica del pastis. Repartían también unas viseras de cartulina, con una gomita detrás para atarla a la cabeza. Una vez vi a Eddy Merckx.

Me acuerdo del padre Tort, aquellas charlas en que te preguntaba que querías ser de mayor: médico, arquitecto, ingeniero, aviador... el aviador nunca podía faltar. Y la vez en que estando yo con él en su despacho telefoneó a Casa Todolí para hacer un pedido de caramelos. El teléfono de baquelita, sus manos, la sotana, la mesa de escritorio, sus gafas redondas. Nostalgia de no haber sido aviador.

Me acuerdo de mi abuela Lola: la pulsera dorada que siempre llevaba y de la que colgaban cuatro piedras de colores con los nombres de mi padre y mis tíos. Cómo la agitaba. El sonido que hacía. La flaccidez de su antebrazo, blanco, muy blanco.

Me acuerdo del miedo que me daba oír hablar, siempre en voz baja, de la guerra. Cuando desde el balcón de mi habitación veía, del lado del Montdúver, el rojo intenso del atardecer imaginaba cruentas batallas y mares de sangre.

Me acuerdo de la cuchilla con que afilaba el lápiz don Jesús Pomar en el colegio: recia, sobria, acerada, nada de esa aburrida uniformidad cilíndrica del sacapuntas. Y cómo se asomaba al estrecho balcón para ver la hora en el reloj de la Colegiata. Y cuando castigó, ya no recuerdo por qué, a Onofre Cloquell y me dio mucha lástima, porque era un buen niño, dócil y aplicado.

Me acuerdo de nuestro hombre del saco local: Paco María, alto y desgarbado, con su guardapolvos raído, caminando a grandes zancadas como un niño grande por la acera de la calle Maestro Giner, debajo de mi casa. Pasé cerca de él, muerto de miedo, y corrí a casa.

Me acuerdo del día en que pude escuchar entero el Abbey Road de los Beatles. Era una mañana de domingo. Todos habían salido. Puse el disco en el tocadiscos, me acomodé en el silloncito rojo junto a la ventana que daba al paseo, con la carátula entre las manos, y a través de los altavoces Braun (como el propio tocadiscos), que, por cierto, ofrecen todavía un sonido nostálgicamente razonable, John Lennon empezó a cantar Come Together. Muchos años después, como si de un fenómeno patafísico se tratara, crucé yo también el paso de cebra de la portada.

Me acuerdo del champú Dop derramándose sobre mi cabeza. Yo estaba en la bañera, en el apartamento de la playa. Era finales de septiembre de 1972, cuando los días acortan demasiado rápido. A causa de una reparación, un par de azulejos blancos originales alrededor de los grifos habían sido sustituidos por unos con un galeón y una nave trirreme. Al día siguiente viajaría en avión a Atenas con mis padres y mi hermano Pepe: misteriosamente, mi emoción ante la inminente partida quedó unida a ese frasco azul, su precio de venta al público, su composición, sus instrucciones de uso. Lo leí todo con la avidez de quien lee los diálogos de Platón.

Me acuerdo de Rosa, nuestra veterana asistenta, una institución, unida a la familia Iranzo desde siempre. Una tarde, a la vuelta del instituto, al ir a por la merienda, mi hermano Pepe y yo la vimos en la cocina: en vez de sus tristes gafas de siempre llevaba unas nuevas, extremadamente modernas. Nos dio un irrefrenable ataque de risa. No creo que se lo tomara a mal; mucho peor fue con Mr. Lawrence, nuestro profesor de inglés a domicilio: en una ocasión similar tuvimos que pedirle perdón, compungidos y cabizbajos, para que aceptara volver.

Me acuerdo de Madame René, que venía a enseñarme francés y utilizaba como libro de lectura un viejo manual de los años veinte. Leí no sé qué historia moralizante (ese era el tono general de los textos) y ella, quizá conmovida, comentó ¡Qué gran verdad! Poco después entró mi madre en la salita, llevaba un jersey de cuello alto de lana a rayas de muchos colores y Madame René exclamó: Ese jersey le favorece mucho, doña Silvia. No negaré que tenía razón.

Me acuerdo de la Marina Gandiense. Sus autobuses azules hacían el trayecto Gandia-Playa de Gandia. La dotación era doble: conductor y cobrador. Este, sobre una banqueta con una pequeña repisa vendía los billetes, de papel de colores pastelosos y, mientras el chófer mostraba su mal humor soltando imprecaciones y blasfemias a los conductores que le irritaban, el otro recitaba el nombre de las paradas: “Parada Ducal”, “Parada Bayrén”, “Parada El Árbol” (un solitario árbol en una calle no arbolada identificaba el lugar)... Con ineludible y fatal redundancia, la última era la “Parada Parador”.

Me acuerdo del azucarero de plástico azul, con lunares blancos, en Mar Blau, el apartamento de mis abuelos en la playa. El azucarero en medio de la mesa mientras veíamos en la tele la final del mundial del 66: Alemania - Inglaterra.

viernes, 17 de junio de 2016

DE TORREBRUNO A NEIL YOUNG


Hace pocos días vi a uno de los grandes, Brian Wilson, que realiza su gira de despedida -50 aniversario de Pet Sounds-, aunque quizá tendría que haberse despedido antes: su voz ha perdido mucho aunque le respaldaba un muy sólido grupo de músicos, y el falsete de Matt Jardine, hijo del miembro original de los Beach Boys Al Jardine. Por cierto que, me sorprendió la asistencia de un público muy numeroso, que conocía las canciones y que en su mayoría no pasaría de los 35 años. 

Y dentro de muy poco veré a otro mito, algo más joven (o menos mayor) que Wilson. Comenzó a grabar discos cinco o seis años más tarde que los californianos, pero en los 60, cinco años es una eternidad. Me estoy refiriendo a Neil Young.

El otro día pensaba que quizá, después de todo, no está tan mal la nómina de artistas a quienes he visto en directo. Durante mucho tiempo me reproché que considerándome como me he considerado casi desde niño un gran aficionado a la música (incluso un melómano) no hubiera ido más que a muy pocas actuaciones de mis artistas favoritos (uno siempre tiende a pensar que su vida no ha sido tan emocionante como le gustaría). Pero creo que esto ha cambiado en los últimos años, y aunque la lista de los que nunca he visto en directo y quizá ya nunca veré es muy amplia, me digo a mí mismo que no está nada mal la de los que sí he visto y disfrutado. ¿O no?

Bueno, salgamos de dudas, con este inventario de actuaciones que se remonta a mi niñez.
Voy a trazar de algún modo mi mapa musical, sin ahorrarme nada, ni mucho menos sus comienzos más bien bizarros (no quiero caer en el tópico de la España gris y triste del franquismo, perro es que realmente no había nada en aquellos años, y menos musicalmente hablando). Iré por orden más o menos cronológico, intentando no dejarme nada. El género es la música popular en su sentido más amplio y en sus más diversos géneros: pop propiamente dicho, rock, folk, jazz, melódica, ligera... Lo que no incluiré es la música clásica, que me encanta, ni la coral, ópera, música de cámara, etc. eso ya es otro mundo, y merecería otra entrada. E insisto, voy a ponerlo todo: lo excelente, lo menos bueno, incluso lo penoso... Todo de lo que no me he olvidado.

Años 60:

Torrebruno. Pongamos que hay un porcentaje elevado de incertidumbre, pero tengo la imagen y el recuerdo de la emoción de ver en Gandía a una figura de la tele como esa. Un italiano simpático y entrañable. ¿Qué tendría yo? No más de ocho o nueve años... No sé porqué uno ese difuso recuerdo al de una insólita nevada en Gandía. Aún veo el montoncito de nieve den la plaza Loreto, cerca de casa de mi abuela Silvia. ¿Quién se acuerda de él? Yo diría que era un personaje un poco cargante, con una gestualidad muy italiana, un poco como la que ofrece el premier Matteo Renzi.

Luis Aguilé. Este sí que lo recuerdo muy bien. A los diez u once años, en el paseo Luis Belda. Era el cantante favorito de mi abuela paterna, la excéntrica y muy divertida abuela Lola (que tocaba su repertorio al piano) y en aquella época, mucho antes de que se convirtiera en esa figura un tanto patética de sus últimos años (el inefable Carlos Fabra le contrató para promocionar la costa del Azahar) era una auténtica figura, un enorme vendedor de discos. No sé si vi alguna actuación más, de las que hacían en fiestas, solo recuerdo a Aguilé y una mago, creo que manco, que se hacía llamar Profesor Cabo.

Años 70:

Basilio. La familia de la novia de un hermano de una chica con la que salí un tiempo, a mis 17 o 18 años, tenían una sala de fiestas, y nos llevaron a ver a este cantante melódico. Debía ser 1975.

Rumba Tres. De la misma época y en el mismo local. Creo que se llamaba El Gesmil, en el paseo Germanías.

Carlos Acuña. Digamos 1973, en Fomento de Gandía, con mis padres. Un tanguista. Me gustó el concierto. Recuerdo (uno de esos recuerdos tontos que a uno se le quedan para siempre)que una señora conocida o amiga de mis padres le pidió que cantara “Esta noche me emborracho”, y la cantó, claro.

Jorge Cafrune. Valencia, 1976, Teatro Princesa (¿o fue el Principal?). Supongo que fui a verlo solo porque lo llevarpon a una tertulia al colegio mayor y tuve curiosidad. Jamás volví a oirle. Leo ahora que dos años después murió atropellado.

Trobada dels pobles. Valencia, 1976. Una especie de festival plurinacional. Ovidi Montllor es el único que recuerdo. Acabó entrando la policía en el estadio del Levante y desalojando a todo el mundo. Demasiadas banderas anarquistas, comunistas, republicanas....

Lluís Llach. Sí, le vi también, en aquellos sus primeros años. No me gustó porque sonaba exactamente igual que en el disco. Era la víspera del referéndum de la reforma política que marcó el inicio de las transición. Banderas y octavillas en la platea, como ocurría en aquellos años, y él inició el concierto dando las gracias por no votar al día siguiente (esa era la consigna de la izquierda: abstención). Hoy no se hubiera inmiscuido en asuntos de una nación extranjera... 

Imán Califato Independiente. Un gran salto, lo sé. Año 1977, en Valencia, en la época en que empieza a haber conciertos, y las frecuencias moduladas. No logro recordar el nombre de la sala. En realidad tengo dudas de si fueron estos o Medina Azahara. En fin, uno de esos grupos de rock con raíces andaluzas.

Companyia Eléctrica Dharma. En la misma sala, el mismo concepto de rock con raíces, solo que en este caso catalanas. Un buen espectáculo.

Crosby, Stills and Nash. Bueno, ya vamos entrando en materia. Verano de 1978, cuando pasé un mes viviendo con una familia en Scotia, en el estado de Nueva York. Las amigas de la hija de los Harrison (sí, tenían este apellido tan Beatle), me llevaron a este concierto. Me emocionó mucho, aunque pensé que ya no eran lo que habían sido, y faltaba Young (38 años habré necesitado para subsanar esta ausencia). Un espacio semiabierto, en la falda de una colina, el Saratoga Performance Arts Center, Saratoga, NY. Todo el mundo fumaba marihuana.

Genesis. En el mismo lugar, poco después. Bien, aunque ya no estaba Peter Gabriel. [Quien no pudimos ver, pues se agotaron las entradas fueron Fleetwood Mac, que hacía poco habían renacido -con un giro inusitado en el mundo del pop, además, pues en los últimos sesenta habían hecho blues- con un éxito arrollador, con aquel Rumors, un álbum comercial pero bien hecho].

Tony Benett. Escribo este nombre con dudas. Ese mismo verano, de camino a Kalamazoo, en Michigan, en cuya universidad estaba haciendo un curso de verano la hija de los Harrison, me llevaron a ver a un crooner de los 50, que si no era Tony Benett, era “uno de esos” (pero acaba de ver la foto, y creo que sí). No recuerdo gran cosa salvo que era un público mayor y entre canción y canción cantaba chistes de polacos. Supongo que en EE UU los polacos son un poco como aquí los  de Lepe.

Años 80:

Glamour / La Morgue (con el divertido Bartual), y seguramente algún otro grupo de la movida valenciana, en la mítica “Planta Baja”, donde también vi a otros grupos cuyo nombre por desgracia he olvidado.Valencia 1981-1982.

Dizzy Gillespie. En Valencia 1981 (acabo de comprobar la fecha en Internet). Maravilloso concierto (en aquellos años me aficioné algo al jazz, acudiendo con frecuencia a la única sala especializada en Valencia: Perdido Club de Jazz). Leo también, en la crónica de El País que estuvo acompañado por el saxofonista Paquito D'Rivera (yo entonces no sabía quién era).

Los Secretos y Ruby y Los Casinos. Gandía, 1981. De esa actuación inolvidable surge mi cuento “El Silencio”. Se puede leer en la sala de lectura de este blog.

Orquesta Mondragón. En el Bony de Torrente, 1982. Tenía muy buen grupo, Gurruchaga, aunque a mí me sobraban sus payasadas. Como teloneros Los Burros, que pocos años después se transformaron en El Último de la Fila.

Los Ramones. Bony de Torrente, 1981. El primero que puedo calificar de "concierto de mi vida". Creo que es cuando habían sacado el disco producido por Phil Spector, el inicio del fin de los Ramones, pero también la cumbre de su éxito. Apabullantes.

Santana. un concierto extraño pues, no sé si por no tener dinero o por aforo completo o porque no nos enteramos, no tenía entrada. Era en Valencia, en verano. Estaba con mi hermana D., oímos la música desde fuera (la plaza de toros), nos acercamos a la puerta y nos dejaron entrar gratis. Eran ya los bises, serían diez o quince minutos pero el espectáculo fue magnífico.

Georges Moustaki. En Valencia, años 83 y 86, creo. Una en la Sala Xúquer y otra al aire libre, en Viveros. Entre los árboles, bajo la luna, corriendo la brisa, ganó muchísimo. Moustaki va unido a mi historia sentimental: me lo descubrió un amor juvenil y desde entonces le fui fiel (a Moustaki me refiero).

Paco Ibáñez. Tengo dificultades para recordar el año, pero creo que en los 80, en Valencia. Principal o Princesa, uno de los dos teatros habituales. Más allá, o a pesar de, su decidido activismo político, ha sido y es un gran intérprete de canciones.

Echo and the bunnymen. Este sí lo recuerdo muy bien. Valencia, 1984, en la discoteca Pachá, cerca de Alboraya. Excelentes.

Wim Mertens / Michael Nymann. Los junto aunque no lo estuvieron en el escenario. Segunda mitad de los 80: 86, 87, 88... La época en que Ramón Trecet los ponía en Radio 3 a toda hora, con sus arengas de siempre: "Buscad la belleza, etc." Tengo discos de los dos, y no me disgustan, aunque hace tiempo abandoné esa línea "new age", tan pretenciosa y exageradamente alabada.


Años 90:

Gary Burton. En San Francisco, California. 1993. Un club pequeñito. Muy agradable. No es que me mate, pero justo esos días no había nada más interesante. Allí aprendí la palabra “Gorgeous”, título de uno de los temas que tocó al vibráfono.

Eric Bibb. Lo llevaron a Benicassim (gracias Alfonso Ribes), no tenía no idea de quién era. Un genio de la guitarra. Sigue siendo un desconocido, quizá le perjudique vivir en Escandinavia. Segunda mitad de los 90 (supongo que la crianza de dos niños explica el largo lapsus).

Sisa. Seguimos en el Teatro Municipal de Benicassim. Un tipo muy interesante visto a destiempo. Una muy simpática actuación: él solo en el escenario cantando en directo sobre partes grabadas de su álbum de regreso Vixca la Llibertat.

Amancio Prada. Un cantante tan extraordinario como minoritario. Con su voz podría haber jugada a ser un Julio Iglesias, mejorándolo sin dudo, pero ha sido fiel a sí mismo. Gracias a él pude apreciar esa cumbre poética que es el Cántico Espitritual de San Juan de la Cruz. Años después actuó en el monasterio de los Carmelitanos, también en Benicassim.


Años 2000:
Raimon. Lo vimos en Elche, un 9 d'octubre. Un buen representante de la tradición vocal valenciana, ese cantar con la voz a chorro, viviendo las canciones. No tan lejano como parece a simple vista de cantantes tan distintos como Bruno Lomas o el mismísimo Nino Bravo.

Rodrigo Leao. También en Benicassim, 2000 o 2001. Un pionero del pop portugués con su grupo Septima Legiao. Más tarde fue cofundador de Madredeus. Aún escucho a veces su Ave Mundi Luminar, que me descubrió Trecet. Lo lamentable era el zumbido terrible que emitía su sofisticado equipo de sintetizadores o demás. Igual no era culpa suya, pero era para desenchufar y tocar indstrumentos acústicos. Hubo otros conciertos, de músicos africanos, vuyos nombres he olvidado (música étnica, que confieso no es lo mío) en ese mismo escenario.

Elvis Costello. Madrid, 2004. Actuaba él solo con el pianista, colaborador suyo de siempre, Steve Nieve. Ese día comprendí lo grande qué es Costello, apreciando en directo su magnífica voz; un tío que podrías cantar lo que quisiera. 

Bob Dylan. Benidorm, 2004. Fue importante por ser el primero, pero dos años después, en Valencia, fue mucho mejor. Aunque aún se superó en 2012 en Benicassim, en el FIB, del que ahora hablaré. Tres veces le he visto, y aún me parecen pocas. A Dylan parece que le incomoda el calor del público, pero entre Benidorm (donde estuvo casi siempre en un segundo plano, casi escondido) y Benicasim, diez años después (hasta se le vio sonreír) hubo un salto significativo. Hay que ser muy de Dylan para disfrutar sus conciertos. Para mí es el más grande, y su música aún tiene mucho jugo que extraer. Sigue asombrándome, como si los escuchara por primera vez, obras maestras como Blonde on Blonde. Por cierto, los músicos que lleva son absolutamente extraordinarios, tremendamente sólidos.

Lou Reed. Entramos en la era FIB. 2004 Mi relación con el Fib ha sido extraña. Lo tenía muy cerca de casa, en Benicassim, pero nadie de mi entorno iba y equivocadanmente pensaba que allí desentonaría, que ya se me había pasado el arroz. Ese año dio la casualidad que un amigo que trabajaba en el ayuntamiento y conocía a los Moran, entonces dueños del festival, nos consiguió a mi mujer y a mí sendos pases VIP. así que vimos a Lou Reed en una tribuna, lejos del sudor y olor a cerveza. No era su mejor momento, parecía un pocpo fuera de órbita.

Belle and Sebastian. Pet Shop Boys. Los dos en ese mi primer Fib. Muy buenos el grupo de Stuart Murdoch. Los otros en cambio no me dijeron nada, horteras sofisticados y de alto standing, los llamaría yo.

Leonard Cohen. Fib 2008. La emoción de ver por primera vez a Cohen, de quien creo tenerlo todo. Ese mismo día actuó su amigo Enrique Morente con Lagartija Nick, rememorando su álbum Omega. El concierto de Cohen fue muy corto, pues volaba a Francia para un concierto, pero luego le he visto dos veces más, en Barcelona (2009: ese día cumplía 75 años) y en Madrid, conciertos ambos memorables y bien largos. Siempre con las deliciosas Webb Sisters.

Más FIB. Un rápido repaso: Morrisey, Elbow, The Strokes, The Stranglers, Brandon Flowers (puaj...), Hermann Dune (geniales), Beady Eye, Guadalupe Plata (magníficos bluesmen hispanos), Nudozurdo (por seguir con españoles)... y, el más memorable de todos (con permiso del Bob Dylan de 2012): Ray Davies. Qué tipo más entrañable, y qué canciones, frescas como el primer día. En 2010 le volví a ver, y nada menos que en el mítico Olympia de París. Levantó al público de sus confortables butacas con You really got me. Ah, y tocó Automn Almanac. Casi lloré.

Y ahora (ya se me olvidaba) Cap Roig. Un festival veraniego en Palafrugell que antes de la crisis reunía a mucghas figuras y ahora ya no es lo que era. Si la memoria no me falla fue en 2006 cuando vi a The Chieftains, un gran concierto que tuvo como invitado especial a otro grande de la música celta, el gaitero Carlos Núñez. Estaban parlanchines y festivos, él y su anfitrión Paddy Moloney. Un concierto mágico. Lo pongo en la categoría de memorables. y en 2007 mi segundo Elvis Costello, esta vez acompañado por el gran Allen Toussaint (murió hace unos meses, tras un concierto en Madrid) y una muy sólida banda con profusión de instrumentos de viento. Magnífico como siempre.

Años 10:

Tom Waits. Durante mucho tiempo (entre 2004 y 2005 experimenté una especie de fiebre Waits, redescubriendo a este originalísimo artista, autor de temas de gran sensibilidad, que ha revivido con exquisito gusto la tradición de los crooners norteamericanos) deseé que el reacio a actuar artista volviera a girar, cosa que ocurrió creo que en 2008, viniendo a Barcelona. Pero mi gozo en un pozo. No sé si por el local (el inmenso y frío auditorio del Fórum), por el público mayoritariamente hipster -me ponían muy nervioso esos fans con sombrerito-, y sobre todo por él mismo, me decepcionó mucho. Porque me pareció que Waits no vivía sus canciones, sino que interpretaba a un personaje que las cantaba. No había ninguna autenticidad, ningún plus añadido, pese a la solidez de sus músicos, a sus composiciones-
Continuo con el FIB: Johnny Marr (enorme guitarrista, creador de inolvidables riffs, disfruté mucho de este concierto). Blur (muy bien el gran Damon Albarn), Los Planetas (maravillosos, qué bien suenan), Elbow (un descubrimiento; no sabía que fueran tan populares)...
Micah P. Hinson. Lo he visto dos veces en Valencia, la primera en plena efervescencia Hinson (pensé en algún momento -lo puse en este blog- que podría ser el nuevo Johnny Cash, en la sala Wah-Wha, me pareció magnífico. Venía con su mujer y les acompañaba un grupo español,. Tachenko. La segunda, en La Rambleta, resultó penoso. Debía tener un mal día. Estaba desganado y desafinaba... El concierto lo arregló algo la banda que lo acompañaba, los canadienses Timber Timbre, tienen un sonido interesante. A la salida les compré un vinilo.

Bigott. También La Rambleta de Valencia. Un buen artista nacional que ha asimilado muy bien la música de los sesenta.

Pasamos a Tarragona: aquí he visto dos buenos conciertos en el llamado Campo de Marte. Chic Corea, muy bien, aunque no me emocionó, y el alma mater de Supertramp (un mainstream de mucha calidad, que con Crime of the century podrían haber sido otra cosa, pero debieron sentirse cómodos con la comercialidad), Roger Hodgson, que consiguió casi él solo hacer un concierto de los archifamosos Supertramp.

Y un tercer concierto, para mí más memorable que los otros dos, y casi en petit comité, en los jardines próximos al campo de Marte, que en su día reseñé, de un entrañable y versátil Howe Gelb.

Ah, y una actuación callejera, ante muy poco público. El crepuscular y eterno hippy Pau Riba, a quien aprecio mucho por sus primeros discos: Dioptría, etc.

Wilco. Los descubrí hará unos diez años, con su Sky blue sky, y desde entonces los sigo con interés. Los vi en el Palau de la Música, en Barcelona, y fue uno de los conciertos más memorables que recuerde. Wilco me recuerda a los Beatles. Canciones de calidad que entran muy bien, muy medidas. Pocas veces he disfrutado tanto como con su interpretación de Impossible Germany, unlikely Japan.

Y ahora veamos el Primavera Sound: viejas figuras como The Monochrome Set, junto a gente del momento como The National y Beachhouse. Un descubrimiento, un tejano de canciones melancólicas, o más bien lamentos, y con una hermosa voz: Josh T. Pearson. Y uno de los más esperados por mí: Jeff Mangum, interpretando solo con su guitarra, unplugged, las canciones de los míticos Neutral Milk Hotel.

Menciones especiales: Yo la tengo. Extraordinarios, qué marcha, lo que pueden hacer un bajo, una guitarra y un batería, con mucha buena música y selectas influencias detrás. Disfrutaban ellos y nos hicieron disfrutar a todos.

Y el gran M. Ward, otro de mis muchos descubrimientos de los últimos diez años, gracias a Internet. Lástima que no vuelvan a reunirse los Monsters of Folk.

De Brian Wilson, en el último Primavera Sound, ya he hablado. Yo solo iba por él, pero cuando me volvía, en un pequeño escenario vi a unos punk rockers verdaderamente salvajes: los australianos The Meanies; me quedé un buen rato oyéndoles berrear y lo pasé bien.


Y con M. Ward enlazo con otro festival, el Vida Festival, en Vilanova i la Geltrú. Estuve solo una vez, hace dos años, en su primera edición. Ward estuvo mejor incluso que en Barcelona. En cuanto a Rufus Wainwright me resultó cargante, por no decir cursi, aunque dese luego no le faltaban rendidos admiradores.

Y ese día fue mi primer Sr. Chinarro, es decir, el sevillano Antonio Luque, el artista español por el que siento más admiración. Su increíble voz y sus brillantes e ingeniosas composiciones son para mí muy importantes.

Hace poco le volvía ver, esta vez perfectamente electrificado gracias a los Pájaro Jack, en la sala de referencia en Tarragona: la sala Zero.
Y en esa sala vi el año pasado a un esforzado y entregado australiano, con una voz de amplios registros, Steve Smyth. Uno de esos conciertos con poco público donde casi tocas al artista.


Las ausencias (Springsteen, Stones, The Who... ) son muy significativas, pero bueno, tampoco está mal. ¿Podio de honor? Intentemos un difícil podio de cinco:

1. Leonard Cohen. Barcelona, 21 septiembre 2009. Palau Sant Jordi.
2. Ray Davies. París, 31 octubre 2010. Sala Olympia.
3. Bob Dylan. Benicàssim, FIB, 13 julio 2012.
4. Wilco. Barcelona, Palau de la Música. 2 de noviembre de 2011.
5. The Ramones. Torrent (Valencia). Sala Bony. 10 de noviembre 1981.


¿Tendré que retocar este podio cuando haya visto el próximo lunes a Neil Young? Es probable. Pero bueno, ya veremos. De momento te  dejo, ¡oh ocioso e improbable lector de aficiones musicales transidas de nostalgia! con un vídeo de los inolvidables Ramones (no sé si queda alguno vivo) en un concierto no muy lejano a la actuación del Bony de Torrent.¿Dónde va la gente?....al Bony de Torrente.  Have a good time!